Extractos del libro Chernóbil Herbarium de la artista Anaïs Tondeur y el filósofo Michael Marder publicado por Ned Ediciones.
La extraordinaria naturaleza de lo ordinario
Normalmente, cuando los filósofos y los artistas vierten luz sobre la naturaleza extraordinaria de los fenómenos ordinarios, lo hacen resaltando un ángulo conceptual o estético inesperado en cosas cotidianas que damos por hecho. Por ejemplo, arrancan objetos de los contextos habituales de sus usos rutinarios, como hizo Duchamp con el urinal llamado «La Fuente» en 1917, o consideran partes de la realidad como ejemplos de ideas metafísicas, como hizo Hegel en el siglo XIX cuando interpretó incluso la «realidad ordinaria» —el aire y la tierra, la familia y el Estado…— como avatares del Espíritu.
Pero no son éstas las ilustraciones de lo extraordinario en lo ordinario que tengo en mente. Me refiero, más que nada, a la falsa fachada de tranquilidad y existencia común y corriente luego del accidente de Chernóbil: en las inmediaciones de la central nuclear antes de las evacuaciones en masa; en Kiev y Minsk, donde las manifestaciones del Primero de Mayo transcurrieron como estaba programado; y en áreas más remotas donde había caído lluvia radioactiva, como Anapa, donde, según cifras oficiales, a principios de mayo de 1986 las mediciones de radiación llegaron hasta los 60 mR/h (milli-Roentgens por hora)[1], un valor aproximadamente 300 veces mayor que los niveles «normales» de 0,2 mR/h. La invisibilidad de las dosis gigantescas de radiación fue doblada, recubierta y magnificada debido a la obstrucción política del desastre, la plena magnitud del cual empezó a emerger sólo cuando se detectaron mediciones anormalmente elevadas en Suecia dos días después de la emisión de detritos radioactivos a la atmosfera. El periódico Pravda no publicó informes extensos sobre el accidente hasta el 6 y el 7 de mayo.
La atmósfera, el aire, el agua, el suelo, las plantas, los animales, la gente; todo parecía ser exactamente igual que el día anterior, en lugar de haberse transformado radicalmente.
Imperceptible y sin previo aviso, el suceso de Chernóbil, con su amplia repercusión, fue, nada más ocurrir, indistinguible del curso de la vida cotidiana. El estado de excepción que provocó no fue excepcional desde la perspectiva de quienes lo vivieron. Todo había cambiado de forma inadvertida, desapercibida, al menos inicialmente. (Lo mismo es de hecho aplicable al colapso de la Unión Soviética, el cual se produjo rápidamente tras el de Chernóbil). La atmósfera, el aire, el agua, el suelo, las plantas, los animales, la gente; todo parecía ser exactamente igual que el día anterior, en lugar de haberse transformado radicalmente. Es cuando las cosas están claras, cuando son más obvias y mundanas, que son totalmente oscuras, relegadas a la penumbra de su propia esencia de obviedad y absoluta claridad. La única cosa que le emocionaba a mi yo de seis años era encontrarme, por primera vez en la vida, en la orilla del mar, en lo que parecía ser un cálido paraíso, con sus playas de guijarros y esporádica vegetación perenne.
[1] Yaroshinskaya, A. A., Chernobyl: Crime without Punishment, Transaction Publishers, New Brunswick y Londres, 2011, pág. 132.
Exposición
Durante más de seis semanas, desde finales de abril hasta mediados de junio de 1986, estuve expuesto a masivas cantidades de radioactividad en Anapa. La mayor parte del tiempo estuve en el exterior. En la playa. En los parques de la ciudad o en el paseo marítimo. No fui consciente de esa exposición hasta hace poco, ya sea porque era un crío cuando viví esa perturbadora no-experiencia o por haber caído en el error de pensar que las bocanadas de materiales radioactivos se desplazaban exclusivamente hacia el norte, a través de Bielorrusia y los países bálticos hasta Suecia y Noruega, trazando nuevas cartografías europeas. Resultó, echando la vista atrás, que estuve expuesto junto con animales y personas, al igual que con las plantas y el suelo, los cuales recibieron enormes cantidades de radioactividad sin que nadie fuera consciente de ello. Fui, con otros en Anapa y más al noroeste en Kiev y Minsk, como una planta, o, recurriendo a una metáfora animal, como una «presa fácil». ¿Sirvió para algo nuestra exposición? ¿Se preparó el terreno para una solidaridad transhumana? Su denominador común es la dimensión física en sí misma, el hecho brutal de tener una extensión física, totalmente abierta, incluso a la radiación. Esta apertura describe una vulnerabilidad inescrutable, la incapacidad de defenderse uno mismo de una amenaza que era desconocida e imperceptible por los sentidos. Uno es inevitablemente pasivo frente a la radioactividad.
En ese momento todos éramos plantas. Sólo que a la vegetación se le da mejor percibir la radiación porque recibe, identifica y procesa incesantemente los rayos ultravioletas del sol —radiación electromagnética que a nosotros nos es invisible—. ¿Es posible que las plantas fueran también más hábiles a la hora de monitorear radiaciones ionizantes en potencia? Arraigadas al suelo, por supuesto, son incapaces de escaparse de los efectos dañinos de la radioactividad, como atestiguan los pinos del llamado «bosque rojo» ubicado cerca de la Zona de exclusión. Pero también se adaptan más fácilmente: semillas de soja cultivadas experimentalmente en el entorno radioactivo de Chernóbil han padecido cambios drásticos en su composición proteínica, lo que les ha permitido mejorar su resistencia a metales pesados y modificar su metabolismo de carbono.[1] Su exposición al mundo es consustancial a su aprendizaje del mundo, por lo que son capaces de devolverle muchas cosas. Sólo nuestra exposición, la humana, implica pura vulnerabilidad, pasividad, impotencia.
¿Qué hay de otros tipos de exposición, por ejemplo, la de las fotografías a la luz o la de los fotogramas a los baños de productos químicos que les añaden efectos visuales únicos? ¿Cuántas capas o niveles de exposición nos preceden? ¿Quién o qué es el que expone y quién o qué es lo expuesto? Menciono de pasada que la proliferación de palabras con el prefijo ex- en estos fragmentos —explosión, exceso, exposición, extraordinario— no es fortuita. De hecho, he escrito un artículo al respecto.[2] Este prefijo, que en latín significa «fuera», expresa el movimiento de empuje, de presión; hacia arriba, hacia la luz del sol; o hacia abajo, hacia lo más profundo de la tierra. Cuando crece, la planta sale de sí misma, se sitúa fuera de sí misma, o al lado de sí misma, dos veces, ya en forma de semilla que germina. La vida vegetal no está solamente expuesta; es exposición, exterioridad, un movimiento hacia fuera. Sólo en circunstancias límite podemos experimentar en nuestra propia piel lo que el ser-expuesto vegetal implica (o, en términos generales, el significado de ser-ex-). Y en situaciones incluso más excepcionales, nos damos cuenta a posteriori de cuánto hemos estado expuestos sin haber sido conscientes de ello en ese momento. Nosotros, los otros de las plantas. Pero también: nosotros, las otras plantas…
[1] Klubiová, K., et al. «Soybeans Grown in the Chernobyl Area Produce Fertile Seeds that Have Increased Heavy Metal Resistance and Modified Carbon Metabolism», PloS ONE, 26 de octubre de 2012. Disponible en: doi.org/10.1371/journal.pone.0048169
[2] Marder, M., «The Sense of Seeds, or Seminal Events», Environmental Philosophy, abril de 2015. Disponible en: doi.org/10.5840/envirophil201542920