testimonio de emigrados

La esperanza tiene buena prensa – testimonio de una hija de padres emigrados

En nuestro país quedan básicamente dos tipos de personas: los que se van y los que buscan cómo irse.
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Soy hija de padres emigrados, ha sido así por los últimos diez años de mi vida. Si tenemos en cuenta que tengo veintitrés recién cumplidos, entonces es fácil suponer que es alto el precio a pagar por la resolución de problemas «libremente convertibles».

El derecho a emigrar como proyecto de vida ha convertido al cubano en un ser que vive de re-pensar las disímiles maneras de partir que existen. Se aleja de la necesidad de rejuvenecer un país deprimido como el nuestro, con todas las implicaciones económicas, políticas, sociales y culturales que eso conlleva, y todo el costo físico y psicológico que acompaña esa desgastante misión.

«Yo no me he ido», me repiten incansable mis padres que no conocen -o lo hacen en silencio- que las remesas no sustituyen el vacío afectivo del lado de acá. Entonces pienso en si vale o no la pena, en si el orden de prioridades es el correcto.

Los estudios sociológicos y psicológicos sobre el tema se han erigido alrededor de un fenómeno que acompaña la historia de la humanidad desde sus inicios. Si se analiza de forma individual pues, nos encontramos con una deformidad emocional difícilmente subsanable, cuando más re-acomodable.

Vamos así lidiando con el hecho de ver cómo se van nuestros padres, nuestros hijos, nuestros amigos, para convertirse en padres, hijos y amigos virtuales. Ejercen su derecho a emigrar en la búsqueda infinita de un sitio donde tener potestad sobre su destino; abandonan el hogar donde han nacido con toda su carga simbólica.

Cuando mi madre se fue aún no había redes sociales, por lo menos no para Cuba. Una vez por semana yo y mi padre íbamos con una memoria flash cargada de los correos que debíamos escribir cada día -siete tenían que ser- , a casa de un amigo que gozaba de la fortuna del correo electrónico, entonces le enviábamos a mi madre nuestra tarea.

Luego la tarea fue doble, catorce correos; papá también tuvo que irse. Cortar y pegar telegramas se volvió parte de la rutina.

Luego llegaron los medios digitales. Todo depende del trabajo, los precios, las vacaciones. «Me sale más caro ir a Cuba que a París» me dice siempre mi madre.

El calendario pesa, pasa y se pronuncia, las ausencias también, y en diez años hay contenidos muchos cumpleaños, nochebuenas, findeaños, que poco a poco van perdiendo el sentido.

En nuestro país quedan básicamente dos tipos de personas: los que se van y los que buscan cómo irse. Los primeros pueden dividirse en «emigrados nostálgicos» y los que se van sin mirar atrás mimetizándose con la nueva sociedad, reconociéndose como uno más de ella; los segundos adoptan el resentimiento ancestral dirigido al que nombraron como culpable de su partida.  Los que no se han ido mantienen este deseo migratorio silenciado para, mientras, ir sobreviviendo; los que lo manifiestan de forma explícita, viven en estado constante latencia, obsesionados con el «cómo». En Cuba, isla sin porvenir, todo el mundo parece querer irse.

Soy hija de padres emigrados, ha sido así por los últimos diez años de mi vida. Mi madre no llegó a tiempo para mi fiesta de Quince. A nadie le hablé de mi primer novio, con nadie me senté a hablar de sexo, nadie me enseñó a cocinar, nadie me ayudó a llenar la boleta de carreras luego de mis pruebas de ingreso (hoy estudio medicina y tengo mis dramas existenciales por ello).  Los regaños eran -son- por WhatsApp, a la distancia de un botón de apagado. Las largas distancias originan encuentros esporádicos que bien pueden verse prolongados de forma indefinida. Algunos fines de año logramos reunirnos, yo voy, o ellos aterrizan. Otros se reducen a esperar las 12 en mi sofá, sola, dos horas después -huso horario- .

Hoy mis padres mantienen la nostalgia del emigrado, con un ligero tono de condena que se vuelve más evidente con el tiempo. Tengo tendencia a la depresión, el embotamiento afectivo me obliga a guardar distancia y como ven me quejo demasiado. Soy independiente -al menos lo más independiente que puedo llegar a ser en este país- . Mis amigos me recuerdan todo el rato lo «afortunada» que soy mientras me señalan que parezco una vieja de veintitrés años. Creo que soy mejor hija de lo que pude haber sido, aunque mis padres se empeñan en señalar que podría ser mucho mejor. Entre los tres buscamos al «culpable» en los canales de TV; creyendo que, si somos efectivos encontrándolo, sobrevendrá el cambio a la medida de nuestro sacrificio.

Justo de eso vive la sociedad cubana, de la esperanza del cambio que va ligada a la frustración, eso la alimenta. Dijo Alejandro Dolina que la esperanza es un arma que utilizan aquellos que están encargados de que eso que estás esperando no llegue, vendría a ser el combustible que uno usa para consolarse eternamente de algo que no llega.

Si las cosas se dieran, no habría esperanza. Se espera lo que uno sospecha no va a llegar, y la esperanza tiene buena prensa.

Ilustración por Lucija Rasonja

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  1. La espera con danza siempre nos alumbra la esperanza, gracias por tu sinceridad caribeña , el futuro no alumbra como cocuyos la puntica de los zapatos. ( y no son «Kikos» plasticos ) , …pero no le digas a nadie. Muy bueno👍 el análisis de tus vivencias.

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