La búsqueda de una respuesta clara al enigma del triunfo de Occidente en la modernidad es una cuestión que aqueja recurrentemente a la Historia. Y para entender sus orígenes no sería ocioso remontarse a los albores de la modernidad, y específicamente, al momento en el que el mundo comenzaba a cobrar un sentido más preciso (planetario si se quiere), y se empezaban a diluir las leyendas de los antípodas, típicas de los tiempos en los que los mares eran fronteras infranqueables, y el contacto de la vieja Europa con la antiquísima civilización china, abrió de golpe, por primera vez, una conexión directa, marítima, sin mediación alguna, entre los dos extremos más avanzados del continente euroasiático. El contacto, áspero y hostil, en un primer momento, y quizás durante casi toda su duración, tuvo su más notable episodio con la misión jesuita y el intercambio intelectual que esta permitió. Tanto Ruggeri como Ricci se adentraron, a pesar de los inmensos peligros, en la sociedad Ming, donde pudieron atestiguar la complejidad de una sociedad y un mundo, que a sus contemporáneos europeos les resultaba totalmente ajeno (Brockey, 2007).
Esta experiencia, truncada de manera definitiva en 1773, dio suficiente aliento a la imaginación europea para concebir a ese ignoto Oriente de una manera más concreta (Harvey, 2012). El siglo XIX, y el imparable avance británico, que impulsa las fronteras visibles del imperio a casi todo el planeta, logra quebrar el cerrojo de la dinastía Qing y tras dos guerras innobles, sanciona por primera vez la subordinación de China a Occidente.
El cambiante ánimo de los estados europeos respecto a China (y a todo el Oriente) durante toda la modernidad fue una constante, sin embargo, siempre tuvieron la clara consciencia que de que estaban ante un rival de envergadura, que comercialmente representaba el verdadero centro de Asia oriental, y que técnicamente podía ostentar del más alto grado de sofisticación, en comparación con Europa. Sin embargo, la derrota y su supeditación posterior del mundo asiático al proceso global de acumulación de capital favoreció el nacimiento y fortalecimiento de una narrativa central en la historiografía europea, erigida esta vez en universal, en la que la Europa moderna no solo representaba la cúspide del desarrollo humano, sino que no tenía paralelo en el mismo proceso de su surgimiento. El ascenso de occidente no había tenido analogía posible en ninguna parte del mundo, incluida China, que, por fuerza de los eventos recientes, había demostrado su estancamiento y relativo atraso con respecto al occidente industrial.
El cambiante ánimo de los estados europeos respecto a China (y a todo el Oriente) durante toda la modernidad fue una constante, sin embargo, siempre tuvieron la clara consciencia que de que estaban ante un rival de envergadura, que comercialmente representaba el verdadero centro de Asia oriental, y que técnicamente podía ostentar del más alto grado de sofisticación, en comparación con Europa.
Esta concepción centrada en Europa fue dominante durante todo el siglo xix y buena parte del xx, tanto en la política como en la historiografía. Sin embargo, el problema de la diferencia entre Occidente y Oriente seguía siendo un asunto pendiente. Que occidente había ganado la carrera inicial y había logrado pilotear el proceso de globalización del modo de producción capitalista a su conveniencia no era siquiera cuestionable. El peso industrial de occidente y su centralidad geopolítica lo evidenciaban de manera clara en el siglo XX. Sin embargo, aun permanecía el peliagudo dilema del retraso chino, en particular, y asiático en general. Si las sociedades orientales habían mantenido durante siglos un ritmo creciente de avances técnicos en todas las áreas, de manera comparable, y en el período inmediatamente premoderno, incluso superior a occidente, ¿por qué habían quedado rezagadas de esa manera? ¿realmente el atraso tecnológico de China respecto a Occidente era tan abismal como para asumir que Europa estaba destinada a vencer? Todas estas preguntas giraban alrededor de una misma cuestión, ¿por qué había surgido el capitalismo en occidente, y no en China, o en Asia oriental, que también ostentaba un considerable progreso tecnológico?
Son estas las preguntas que inspiran inicialmente la labor intelectual de la escuela de California. Contrario al enfoque clásico Weberiano, que resaltaba el carácter especial de la estructuras racionales surgidas en occidente, o del enfoque marxista clásico, que igualmente presentaba el surgimiento del capitalismo en occidente como un resultado inevitable de las dinámicas internas de las sociedades europeas (más avanzadas que sus contrapartes orientales), los académicos que emprendieron la investigación sobre la divergencia entre oriente y occidente, desde sus posiciones en universidades californianas, presentaron una hipótesis común, que a rasgos generales se podría resumir en que el mundo premoderno, del que surge la Europa dominante, no está realmente marcado por una profunda distancia entre las sociedades europeas avanzadas y las asiáticas, sino que estas últimas, con diferentes variaciones, gozaban de economías tan o más prosperas y centrales para el flujo internacional de capitales y mercancías, que lo que suponía el mundo occidental entonces (Goldstone, 2013).
Claro que esta respuesta, por mucho que presuma de una cierta generalidad entre todos los teóricos de la escuela, no les hace mucha justicia a las variaciones considerables al interior de la misma. La escuela de California está integrada por una serie de historiadores y teóricos que no coinciden totalmente en su aprehensión de los procesos que estaban estudiando. Sin embargo, su colaboración en las investigaciones y el terreno relativamente común de su enfoque historiográfico, centrado en el sistema mundo y el surgimiento del mundo moderno desde una perspectiva policéntrica, además de su problemática antes enunciada, es lo que permite considerarlos una auténtica corriente historiográfica.
Podemos encontrar visiones particularmente anti-eurocéntricas y agresivamente pos-europeas, como las sostenidas por André Gunter Frank, que sostiene el rol marginal que jugaba Europa en la economía mundial pre moderna, así como la dependencia absoluta del dinero americano, que era lo que garantizaba su participación global (Frank, 1998, p. 75), en contraste con la centralidad de China en la economía global en esos tiempos. También John Hobson, representante de la “escuela”, insiste denodadamente en la deuda del Occidente triunfante con Oriente, así como en la relativa insignificancia del primero en el periodo premoderno (Hobson, 2006).
También podemos encontrar la voz de Pommeranz (2000), mucho más moderada, que clama por una relativa similitud entre las civilizaciones euroasiáticas en la modernidad temprana, y, por tanto, insiste en un enfoque que desarticule la clásica tesis del atraso o adelanto relativo en lo que a las relaciones este-oeste se refiere. Este autor, que ha jugado un rol influyente en la revitalización de la investigación sobre la Gran Divergencia (que introdujo el término en el debate teórico) tras el 2000. Su enfoque, mucho menos activista que el de Frank, asume algunas premisas cuestionables, como la del peso relativo de los recursos naturales en el desarrollo del capitalismo, pero es indudable su aporte a la ampliación de este campo de estudios.
Es indudable que la escuela californiana, sobre todo en sus representantes más anti-eurocéntricos, trató de colocar un nuevo marco de referencia a los estudios historiográficos. El enfoque que primaba entre todos estos teóricos era el del sistema-mundo, popularizado por Immanuel Wallerstein (Wallerstein, 2004) y que cobró una relevancia considerable a partir de la década del 1970.
El objetivo propuesto, y al que este marco teórico contribuía de manera notable, pretendía diluir la especificidad del triunfo occidental, que se había defendido, atrincherado en la academia y en la conciencia occidental, de la misma forma que en su momento se mantuvo el del “genio helénico” (para el surgimiento de la filosofía), y resituarlo dentro de un flujo global de mercancías, ideas, personas que permitiera una comprensión más científica de ese proceso histórico.
Sería injusto considerar este esfuerzo un mero producto de la banalidad o de un extremismo fuera de lugar. Las concepciones dominantes de la historia desde el siglo XIX, cuando esta disciplina había adquirido el distinguido rango de ciencia, abundaban en referencias que resultaban ajenas, incluso hostiles, al mundo fuera de la península europea. Por momentos se podía afirmar que el mundo se centraba tan solo en una pequeña porción de este continente, y el genio de los pueblos de ahí oriundos había forjado, por la fuerza del coraje y una especie de providencia, los fundamentos materiales de una nueva era, que esta vez abarcaba todo el planeta.
Las concepciones dominantes de la historia desde el siglo XIX, cuando esta disciplina había adquirido el distinguido rango de ciencia, abundaban en referencias que resultaban ajenas, incluso hostiles, al mundo fuera de la península europea.
Este eurocentrismo, por supuesto, no era del todo infundado. Después del siglo XIX y el establecimiento pleno del capital global, un nuevo mundo había nacido, y su centro sí era Londres, distinguido puesto que ocupó hasta mediados del siglo XX (Van der Pijl, 2005). Sin embargo, la historia, en su incesante búsqueda de respuestas más precisas, como toda ciencia que se precia de serlo, se movió hacia otros horizontes y otros posicionamientos, tratando de disipar la niebla en la que el meteórico ascenso decimonónico había envuelto a la conciencia del hombre moderno y al origen de la diferencia respecto a las civilizaciones orientales.
La escuela de California respondió a esta búsqueda. Y esta respuesta también estuvo condicionada por un contexto dominado por la existencia de múltiples cuestionamientos, desde las historias nacionales, a la gran narrativa dominante en el mundo occidental. Sin embargo, los “californianos” también pecaron, quizás por su propio ánimo contestatario, de cierta ingenuidad al tratar el innegable triunfo europeo.
Sin embargo, los “californianos” también pecaron, quizás por su propio ánimo contestatario, de cierta ingenuidad al tratar el innegable triunfo europeo.
A pesar de que la noción sistémica de la comprensión del mundo pueda resaltar los notables avances de cada una de las civilizaciones en la historia previa al ascenso euroccidental, el conjunto de los acontecimientos se termina articulando de manera tal que, en el siglo XIX, más temprano, o más tarde, en dependencia de la interpretación de los datos que se haga, el mundo moderno fue dominado por el capital occidental, y este ocupó una posición central en el mismo. Y no por hacer referencias a la suerte, a factores secundarios o por ignorar la influencia de las decisiones políticas en los vaivenes de la historia, como hacen en ocasiones “los californianos” (Vries, 2010, p. 8) se puede minimizar el impacto cualitativamente superior del tipo de globalización que emprendió occidente (así como su distintivo modo de producción), en comparación con las fases anteriores de mundialización, parcial o total, que ha presenciado la Humanidad.
Entre esas posturas militantes, a veces extremas, aunque no faltas de la agudeza y el rigor del cuestionamiento histórico, la escuela de California realmente brindó un significativo ímpetu a la investigación de los orígenes del capitalismo y a los estudios del mundo premoderno. Tras más de 100 años de maduración de la historia como ciencia, se cuenta ahora también con el aporte de materiales y documentaciones que antes o no se tenían en cuenta o simplemente no se habían “descubierto” para la ciencia histórica. Y este enfoque atempera considerablemente las posturas triunfalistas de tiempos pasados.
Al resituar el ojo crítico de la historiografía y de los análisis económicos en Asia, la escuela de California fue pionera y previsora en el cambio paulatino de la centralidad del sistema mundo contemporáneo, de Europa Occidental hacia Asia Oriental. Más allá de los posibles errores que cometieron por su mismo carácter innovador, las contribuciones a los estudios de la Gran Divergencia (Korotayev, 2015) cobran aún más sentido e importancia, si consideramos la tendencia cada vez mayor del sistema mundo al proceso contrario, el de la Convergencia global.
Referencias
Brockey, L. M. (2007). Journey to the East. The jesuit mission to China, 1579-1724. London: Harvard University Press.
Frank, A. (1998). ReOrient: Global economy in the Asian Age. Berkeley: University of California Press.
Goldstone, J. (2013). Origins of Western superiority. A comment on modes of Meta History and Duchesne´s Indo-European Article. Cliodynamics, 4(1).
Harvey, D. A. (2012). The French Enlightenment and its Others. The Mandarin, the Savage and the invention of theHuman Sciences. New York Palgrave Macmillan.
Hobson, J. M. (2006). Los orígenes orientales de la civilización de Occidente. Barcelona: Editorial Crítica.
Korotayev, A. (2015). Great divergence and great convergence. In.
Pommeranz, K. (2000). The great Divergence. China, Europe, and the making of the modern world economy. Princeton and Oxford: Princeton University Press.
Van der Pijl, K. (2005). Transnational classes and International Relations. New York: Routledge.
Vries, P. (2010). The California School and beyond: how to study the Great Divergence? History Compass, 730-751.
Wallerstein, I. (2004). World-System Analysis. An Introduction. Durham y Londres: Duke University Press.