Un maldito martes 13 de este maldito 2020, exactamente el día después de mi cumpleaños, me presenté en la oficina de correos. Me proponía cobrar un giro postal que fue enviado por mi padre desde el jueves 8 de octubre dirigido a mi madre.
Para evitarle molestias a mi madre impedida física y que encima no se sentía en condiciones de salir de casa, me encaminé a hacer el trámite yo mismo; a fin de cuentas, los míseros 200 pesos que enviaba mi padre eran para mi regalo de cumpleaños: para comprarme «un par de zapatos» -sí, un par de zapatos por 200 pesos…
Al llegar a la oficina, me encontré con una cola de talla XXL, ya que los empleados estaban en horario de almuerzo que, según ellos mismos, «se sabe cuándo comienza, pero no cuando termina». Mientras tanto, la población tenía que sufrir al Sol, aguardando a su digestión bastante relajada, acompañada por cotilleos de sobremesa.
Pasados un promedio de unos 45 minutos desde mi llegada, se dispuso a trabajar una empleada; transcurrido otro tiempo más, al fin llegó mi turno. Me presente ante la ventanilla. Al mirar hacia adentro vi a una cara conocida, aunque no supe definir de dónde, así que asumí que ya me había atendido antes. «Bueno, esto será rápido» pensé.
Muy educadamente le mostré el carnet de identidad de mi madre y solicité el pago del giro (exactamente igual a las anteriores ocasiones). La señora sin siquiera mirarme a los ojos, me respondió rotundamente que «no», dado a que yo era «un menor». La cola empezó a murmullar incómoda.
Al pedirle explicaciones de por qué esta vez no me pagaba, se exaltó con euforia histérica: «¡lo que había sido una práctica común, esta vez no lo voy a realizar!» respondió cortante.
Según Newton «a cada acción le corresponde una reacción de igual fuerza y en sentido contrario»: exploté.
«Deben tener en cuenta que la trabajadora es usted y entre sus funciones está atender al público, por lo cual debe dotarse de educación, paciencia y psicología, pero sus acciones demuestran la carencia de estas virtudes elementales».
Al escuchar mi respuesta, se presentó desde el interior del Centro otra señora, que en el final resulto ser la directora. Sin escuchar mis argumentos se parcializó con su compañera. Manifestando que yo tenía un «mal comportamiento debido a mi juventud» me amenazó con llamar a las fuerzas del orden. La cola estalló en improperios contra mí.
Es llamativo ver como siempre se pone a la juventud como los transgresores de los modales y las buenas costumbres. Siempre los perdedores por descarte. «¡Qué bonito!» pensé «en vez de despacharme 200 pesos me quieren dar un paseo en patrulla. ¡Pues, se jodieron!» Siempre me había mordido este perro con diferente collar, pero no está vez.
La policía en Cuba se parece al boxeo: el que da primero, da dos veces. Eché mano del celular y llamé a la patrulla yo mismo. Sabía que, si dejaba que fuese a la inversa, se montarían en la cuerda del «joven rebelde, mal educado que quiere imponer su criterio» aludiendo que si cometí tal o más cual falta a cualquiera de los reglamentos de Correos de Cuba que nadie se sabe.
Literalmente, se rompió el corojo.
Mientras esperábamos a las fuerzas del orden, le demandé en actitud marcial a la empleada el nombre de su supervisor, del administrador o, aunque fuera el número del teléfono fijo del centro. Como ya me esperaba se negó y optó una vez más por ignorarme.
Al llegar la patrulla descendieron cuatro oficiales, dos con boina rojas, todos con máscaras negras. El aspaviento de la cola se volvió un murmullo. La directora y otro trabajador los recibieron a gritos, alegando una versión de los hechos que omitía la falta fundamental de la susodicha empleada, quien se mantuvo retraída, adoptando cara de víctima inocente.
Mi situación en la discusión se volvió un tanto complicada, ya que era mi palabra contra la de tres personas: tres adultos contra un menor. Uno de los oficiales ya me estaba echando una mirada acusadora.
Justo en ese momento entendí la frase que solía repetir mi profesora de historia en la primaria: «ninguna situación justifica perder los principios y la decencia».
En un movimiento que enorgullecería al propio Sun Tzu, cambié mi estrategia. En actitud de joven disciplinado asumí mi falta y me disculpé por haberme exaltado. Dejándome llevar, me robé el papel de víctima indefensa; indefensa, pero no boba.
Riposté planteando el incumplimiento del deber de la administración del Correo.
«El giro fue expedido el día 8. Ya estamos a 13 y no se había presentado ningún mensajero a entregarlo en mi domicilio. A más tardar, tendría que haber estado en manos de mi madre el viernes, ya que, según ustedes mismos, la entrega es inmediata».
La cola volvió a vociferar y se puso de mi lado.
Si malo era que un menor cobrara un giro, peores eran ellos que no hacía su trabajo. Las señoras que se miraban tratando de entender en qué momento fue que se «les viró la tortilla». Los oficiales seguían en silencio dirigiendo miradas afiladas hacia los rostros asustados de la trabajadora y la directora.
Ante el temor al paseíto en patrulla (o algo mucho peor) reconocieron su incompetencia y pidieron disculpas. La trabajadora extrajo el dinero de la caja y la directora echó a correr para buscar un mensajero: tanto corrió que llegó a mi casa para entregarle en las manos de mi madre el sobre con los dichosos 200 pesos.
¡Ah, sí! Al final, recordé de donde conocía a la trabajadora: era mi profesora de historia de la primaria.