Ramón Espejo Romero, Universidad de Sevilla
Nueva York es la ciudad más icónica del siglo XX y Paul Auster uno de sus grandes rapsodas.
También lo fue Walt Whitman en el siglo XIX con poemas en los que abrazaba la ciudad en todos sus aspectos: desde los ritmos del progreso y la fealdad que conlleva hasta el empuje y la vitalidad de sus gentes.
Edith Wharton entendió y explicó con ironía y profundidad los mecanismos que protegían y aislaban de contaminación externa una sociedad profundamente clasista. En los años 20, John Dos Passos presentó en ese caleidoscopio denominado Manhattan Transfer el caos de una ciudad tan vasta como compleja.
Pero a medio camino entre el siglo XX y el XXI, Paul Auster tomó el relevo de estos y otros ilustres predecesores. Es posible que el atractivo de Nueva York resida justamente en sus contradicciones y por eso cualquier autor que escriba sobre la ciudad debe hacer un esfuerzo por, si no explicarlas, sí dar testimonio de su existencia.
La trilogía de Nueva York
Si hablamos de Nueva York y de Paul Auster, es inevitable hacerlo de su gran novela sobre la ciudad, o, mejor, las tres novelas que componen La trilogía de Nueva York: Ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada.
Aunque en los tres casos se presenta una trama detectivesca, solo en uno (Fantasmas) el protagonista es un detective. En los otros dos los escritores “juegan” a serlo por razones fortuitas: en Ciudad de cristal una llamada de teléfono despierta la intriga de Daniel Quinn y en La habitación cerrada el protagonista se lanza a esclarecer la desaparición de un amigo de la infancia.
Nueva York es el lugar en el que los tres residen, una ciudad que ha albergado un sinfín de tramas policíacas en el cine, la televisión y la literatura. Es esa metrópolis violenta y misteriosa en la que todo puede suceder, más mítica y literaria que real.
Los tres protagonistas comparten una angustia vital que los sitúa en un momento de crisis en sus vidas. Son personajes que han sufrido la pérdida, la desolación, la parálisis creativa y existencial. Nueva York deja entonces de ser la de las “películas” y se convierte en una ciudad más real, de vidas que transcurren sin rumbo ni grandes expectativas; la urbe más desolada del mundo, en la que la soledad no es un accidente sino una constante definitoria.
Ninguna de las tres tramas llega a ningún sitio o, dicho de otro modo, en ninguna de ellas se resuelve el caso planteado al inicio.
¿Resulta esto decepcionante? ¿Adictivo? Para mí es más lo segundo que lo primero. No es sólo que los casos no se resuelvan, sino que terminan derivando hacia lugares insospechados que no terminamos de entender.
Es más, el autor parece burlarse de nosotros por haber intentado leer las novelas a la manera tradicional (a pesar de que él mismo nos había invitado a hacerlo). Cuando descubrimos que no entendemos bien lo que estamos leyendo ya es tarde; como los personajes, hemos sido abandonados en medio de una Nueva York incomprensible, amenazante, ominosa, sin ninguna clave. Y volvemos a las novelas en busca de ellas, una y otra vez, ansiando el chute de adrenalina que proporcionan esos misterios insondables y alimentando la decepción de habernos vuelto a quedar en la superficie.
Más allá del posmodernismo
Podríamos pensar que el Nueva York de Auster es una Gran Manzana posmoderna, y en gran medida lo es.
Que Auster aparezca como personaje en Ciudad de cristal, que existan conexiones intertextuales con otro gran explorador que no halla lo que busca (Don Quijote de la Mancha), que se propongan relecturas de obras del siglo XIX (Walden, La letra escarlata), o que se introduzcan disquisiciones filosóficas sobre el propio lenguaje… todas estas características apuntan al postmodernismo.
Pero, pese a presentarnos una suerte de carnaval o parque de atracciones metafísico, hay en la trilogía algo más existencial. Auster quiere reflexionar sobre la ciudad como lugar incomprensible y sobre las explicaciones fáciles a cuestiones complejas. El hecho de que no entendamos nada es parte integral de su proyecto literario.
Es más, quizás no es que no entendamos nada. Es que no lo entendemos todo y eso nos frustra e indigna, como le ocurría a otro personaje decimonónico de motivaciones inciertas: el capitán Acab en Moby-Dick.
Para leer las novelas de Auster, como para leer la gran epopeya de Herman Melville, debemos entender que lo importante no es comprender lo que tenemos delante sino vivir cada momento de la narración como si fuera el único. Si hay una metanarrativa detrás o no es irrelevante. Cada personaje cuenta. Cada acción y cada frase nos remiten a algo. Tenemos que aprender a habitar ese momento y olvidarnos de dónde vamos y para qué.
Es importante también no olvidar que jamás podremos comprender enteramente al otro. Para eso, dijo Walt Whitman, deberíamos habitar su cuerpo y eso, obviamente, no es posible.
Así es como Auster parece sugerir que leamos Nueva York, olvidándonos de los grandes relatos y centrándonos en el momento, en el individuo.
En Ciudad de cristal, el protagonista, Daniel Quinn, intenta reconstruir el itinerario de Peter Stillman, el misterioso hombre al que sigue y que parece, con sus pasos, deletrear algún tipo de mensaje. Es fácil dejarnos seducir por ese desafío intelectual y sumergirnos con Quinn en un universo de señales y palimpsestos.
Pero hagamos un pequeño esfuerzo por situarnos en aquello que Quinn presencia a través de ese deambular por la ciudad: desolación, pobreza, gentes que sufren, una ciudad abandonada a su suerte, en la que conviven la afluencia más obscena con la degradación más absoluta. ¿Por qué no detenernos ahí? ¿Por qué no observar justo eso? ¿Por qué es más importante ese estúpido mensaje encriptado (que al final se vuelve irrelevante)?
Quizás porque la fuerza icónica de la ciudad nos lo impide. Vivimos en un mundo de historias que no nos dejan ver la realidad. El atractivo de Times Square, con sus luces y neones, es demasiado grande. Pero la ciudad no es eso. La ciudad es un misterio, por supuesto, pero uno que se esconde justo delante de nuestros ojos. Y el mayor enigma de todos es por qué nos empeñamos en no ver lo que tenemos delante.
Ramón Espejo Romero, Catedrático de Universidad / FIlología Inglesa, Universidad de Sevilla
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.