Los personajes de Paolo Sorrentino no habitan este mundo. Parecen transitar en una suerte de estado sublime y liminal, permanecer en la creciente parsimonia que rige el espacio-tiempo, actuar bajo los principios de la desazón y el sinsentido. El protagonista de Youth, quizás la película más infravalorada en su filmografía es un hombre que ha perdido su razón de ser y que se resiste a recuperarla, optando, en cambio, por vivir en una ficción constituida a su medida, aferrarse a un grupúsculo de residentes igual de desamparados que él. Su escondite, un resort de élite perdido entre los bosques alpinos, es, a su vez, un bastión de la intransigencia, un lugar en el que cada uno reprime su voluntad a partir de los placeres mundanos. Cada visitante nuevo, así como el protagonista, llega con la misma intención de olvidarse de sí mismo y sus aspiraciones, filtrando el dolor a partir de placeres intensos, efímeros, insolentes. Pero cada uno termina irremediablemente ante las mismas preguntas, las cuales, cháchara filosófica aparte, solo son índice de dolor. Hablábamos ya de un mundo nuevo: un mundo en el que el tiempo pasa mucho más lento y casi nunca se percibe linealmente; un espacio de lirismo cotidiano y tragicomedias de rutina; un lugar en el que lo fantástico cohabita con lo real e, irónicamente, es igual de aburrido.
Dicen que Sorrentino escribió el personaje principal de Youth, Fred Ballinger, un exitoso director de orquesta retirado, con Michael Caine en mente. Cualquier plano medio, fijo en Caine, así lo confirma: en su expresión rígida, a veces impenetrable, persiste algún tipo de voluntad y decisión, asfixiada por la depresiva aceptación de su destino. Caine es un tipo serio. En casi todas sus películas, actúa como una suerte de voz de la razón, una presencia plácida y confiable, que casi nunca revela nada relevante de sí misma. Aquí el porte se mantiene, pero la caracterización es otra: Fred deja entrever, dentro de su seriedad y lejanía, un grado sutil de vulnerabilidad, algún tipo de reconocimiento a lo perdido. Lo suyo es casi un duelo permanente, inscrito en su marcha fúnebre, una mirada lastimera, la carencia de palabras. Es una figura que, aun rozando el arquetipo, resulta bastante sugestiva. El director de orquesta que encuentra alivio en el silencio. El artista que huye lo más que puede de su creación, pero se regocija al saber que lo ha creado. Un infeliz que es feliz al serlo.
Efectivamente, Fred Bellinger está en duelo. Ha perdido a su mujer hace un tiempo, y la música le fuerza a recordarla. Las distintas sinfonías que compuso para ella son éxitos de la música de orquesta, en una relación causal, evidentemente paradójica, entre la fuerza de su legado y el incremento de su tragedia. Mantiene una relación conflictiva con su hija, Lena, igual de triste y ausente que su padre, a quien igualmente se aferra en los momentos importantes. Junto a Fred y su hija está Mick, mejor amigo de Fred y estimado realizador de cine, que hace todo lo posible por volver al éxito. La repentina crisis de Lena es solo la primera de numerosos giros que fuerzan a Fred a cuestionar su rol en el mundo. El principal giro lo hace un emisario de la corona británica, decidido a convencer a Fred de regresar a los escenarios con una de sus “canciones simples”, esta vez, para el cumpleaños del monarca.
Prestemos atención a las composiciones de Sorrentino, sacadas de algún tríptico fantástico a partir de viñetas y arquetipos, el lenguaje alegórico por sobre la claridad narrativa. Estamos, pues, frente a personajes que encuentran sentido en lo absurdo y sus caprichos. En cierta sintonía con La gran belleza (2013), lo bello se encuentra entre la decadencia y la tragedia, llevadas, por supuesto, a la intensidad de la hipérbole. El gemelo espiritual de Diego Armando Maradona, con obesidad mórbida, hace lo posible por seguir jugando a la pelota a pesar de sus condiciones físicas. Un actor de método, afectado por el excesivo peso de un rol que tomó en el pasado, se esconde en distintas caracterizaciones, algunas más disonantes que otras (intenta hacer de Hitler en más de una secuencia). Una Miss Universo se pasea por el resort, bikini y gafas de sol consigo, sin ofrecer muchos motivos para su presencia entre los muchos ancianos. Una estrella pop estrena un escandaloso video hipersexual y una estrella de cine genera una crisis mayúscula en uno de los personajes principales. A ratos, las vacas escuchan la música de Fred, danzan ante la suavidad de las notas, un monje levita, y muchas actrices se reúnen a danzar en la montaña sin razón aparente.
Más allá de las escenas febriles que produce el italiano, este es un filme que se cohesiona a partir del conflicto con la muerte, el envejecimiento y la desesperación ante el duelo. La juventud, expresada a partir de su antónimo, reflejada en la resistencia ante el olvido. Ese es el mismo conflicto a partir de la creación y el acto de crear. La historia de Fred se yuxtapone inteligentemente con la de Mick y su necesidad de innovar lo más que puede, de contentar sus pretensiones creativas (una tarea evidentemente titánica y casi imposible) y guiar a su séquito de artistas. La creación funciona a partir del enfrentamiento y la tragedia, y, lejos de mitigarla, el producto creativo solo aúna en el mismo sufrimiento. Fred y Mick encarnan esa misma tragedia: Mick, desde la intensidad y la melancolía, reconociendo en su arte el corazón de los demás; Fred, desde la resignación y el desconsuelo, reconociendo que su arte solo le sirve para acercarse a sí mismo. El paso del tiempo solo empeora las cosas: una vez que Nick y Feed empiezan a olvidarse de todo y perder sus recuerdos, solo quedan los recuerdos del resto, que están intrínsecamente atados a su creación artística.
Youth se preocupa por la creación y por el sentido de la vida, que en muchos casos son lo mismo. Lo hace a partir de una ceremoniosa puesta en escena, en la que cada toma vale por sí misma. Me gusta que, fiel a su estilo, Sorrentino, quien escribió el guion por su cuenta esta vez, haya decidido dejar de preocuparse por Fred y centrarse en el pequeño mundo que ha constituido para nosotros. El italiano mantiene el mismo interés por el montaje de ensamble, que ata historias y viñetas dispares en una serie de secuencias de gran dramatismo, en la que cada personaje encuentra alivio en su miseria compartida. Son secuencias salidas de alguna suerte de comercial arthouse de amplio presupuesto, personajes que sufren en extensos decorados y que encarnan la misma artificiosidad de lo que les rodea. Aun así, Sorrentino sabe cuándo poner la cámara pegada a los protagonistas. Pensemos en la escena entre Mick y su actriz de confianza, una diva interpretada a la perfección por Jane Fonda. La escena se filma en planos cada vez más cercanos a los protagonistas, con el fondo oscuro y la luz fija solamente en los dos. Los personajes parecen haber sido abstraídos de la realidad ante la creciente confrontación entre ambos. La cámara de Sorrentino demuestra, entonces, a diferencia de otros filmes suyos, que puede acércanos tan bien como nos suele alejar.
No podemos dejar de reconocer, sin embargo, la evidente controversia en torno al filme. Youth exaspera a su audiencia hasta por gusto. Es una película caótica, banal, artificiosa, fatua, repetitiva, excesiva e incorregible. Pero así también el acto de crear, la pulsión detrás de toda pretensión artística, la fuerza del espíritu. Youth se regodea en su exceso y lo utiliza a su favor, a fin de llevarnos a un sueño lúcido, pero distante, una respuesta a medias, pero filmada desde el corazón. Paolo Sorrentino es, pues, un cineasta caprichoso. Parece que hiciera su cine para él y para nadie más. Media el tiempo a partir de la fijación de las acciones, la quietud de los diálogos, la atención al espacio entre una emoción y otra, ese punto numinoso, pero difícil de acceder, que solo funciona en el dolor competido, llevado hasta su hipérbole artística, como las sinfonías de Fred, quien, en el cierre del filme, puede hacerle frente a su condena y obtener algo así como una resolución digna. Así, la armonía del olvido deja paso a otro tipo de música, más imperfecta, por lo tanto, más real.
Y suena mucho mejor.