Intentando pensar en un modelo de autonomía educativa

agosto 22, 2024

«La educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo.»
— Paulo Freire


En este artículo, los invitamos a reflexionar sobre la autonomía educativa, destacando la importancia de que cada nación tenga la soberanía para decidir cómo formar a sus docentes y alumnos. Esto contrasta con la tendencia de adoptar modelos educativos impuestos por agencias y organismos globales, los cuales a menudo se alinean con intereses particulares que no corresponden a nuestras realidades. Pero primero, ¿qué entendemos por «autonomía»?

La autonomía puede interpretarse como la capacidad de una entidad para autogobernarse y tomar decisiones sin intervención externa. En el ámbito educativo, es un principio fundamental, ya que se manifiesta en la capacidad de un país para diseñar y gestionar su propio sistema educativo, ajustándose a sus necesidades, su cultura y su historia. Este concepto se vuelve especialmente crucial en un mundo hiper-globalizado, donde las políticas educativas son permanentemente influenciadas, si no determinadas, por modelos foráneos promovidos por organismos internacionales que buscan implantar sus agendas en diferentes países.

Aquí, el concepto de «autosuficiencia» («autarkeia» o autarquía) es fundamental en la filosofía de Aristóteles, particularmente en su obra Ética a Nicómaco (2004). Aristóteles la define como una condición necesaria para la felicidad y la realización plena, tanto para el individuo como para la comunidad. Aplicado al contexto educativo, este concepto sugiere que un sistema educativo verdaderamente autónomo debe ser autosuficiente, es decir, capaz de desarrollarse y sostenerse a partir de sus propios recursos culturales, históricos y sociales, sin depender de modelos externos que no se ajustan a nuestra realidad. La autosuficiencia se convierte en un ideal que pretende asegurar que nuestra educación contribuya al florecimiento de la comunidad, respetando y promoviendo nuestra identidad nacional.

«Lo autosuficiente es aquello que, aislado, hace la vida deseable y carente de nada» (Aristóteles, 2004, p. 73).

La autonomía educativa no es solo un derecho de un país, sino una necesidad para preservar nuestro acervo cultural y garantizar que la formación cumpla con el objetivo de capacitar ciudadanos comprometidos con su realidad social y cultural. En este sentido, el pedagogo brasileño Paulo Freire, uno de los más influyentes del siglo XX, sostenía en su obra Pedagogía de la autonomía (1996) que es fundamental contar con una educación que forme individuos capaces de transformar su entorno, un objetivo difícil de alcanzar si nuestros ministerios de educación están desconectados de nuestra realidad local.

La imposición de modelos educativos por entidades internacionales no debe verse como una iniciativa de colaboración para el crecimiento de los pueblos que aplican sus recetas. Al menos en Hispanoamérica, la experiencia ha demostrado que se trata más bien de una invasión cultural con propósitos económicos. Aunque se disfracen de «buenas intenciones», estos modelos proponen soluciones que no consideran las particularidades culturales, económicas y sociales de los países receptores. Al adoptar estas agendas curriculares, corremos el riesgo de perpetuar una dependencia intelectual y cultural, donde las naciones pierden la capacidad de educar a sus ciudadanos conforme a una comprensión y valoración de su propia identidad.

El filósofo argentino-mexicano Enrique Dussel, en su obra El encubrimiento del otro. Hacia el origen del mito de la modernidad (1995), critica lo que él llama «colonialismo cultural». Dussel argumenta que «la modernidad es un fenómeno que tiene como contrapartida la colonialidad, y esta relación implica la subordinación de los pueblos colonizados en términos culturales y epistémicos» (Dussel, 1995, p. 12).

Otro día discutiremos la aplicación del término «colonialismo» por los autores posmo-progres, resentidos contra el hispanismo, y su uso en las filosofías deconstructivas de la «de-colonialidad». Pero por ahora, tomemos el argumento de Dussel para explicar que, en el ámbito educativo, los modelos pedagógicos importados perpetúan una forma de pensar que no se ajusta a nuestras necesidades y realidades locales, impidiendo que los estudiantes desarrollen un pensamiento crítico, autónomo y comprometido verdaderamente con su tierra.

Un claro ejemplo del fracaso de la implementación de modelos curriculares importados en Argentina fue el sistema de Educación General Básica (EGB), particularmente el EGB3. Esta estructura, parte de la Ley Federal de Educación sancionada en 1993, dividía la educación obligatoria en tres ciclos: EGB1 (1° a 3° grado), EGB2 (4° a 6° grado) y EGB3 (7° a 9° grado), con un ciclo posterior de Polimodal. La descontextualización y fragmentación que introdujo en el sistema educativo separó a los estudiantes de los ciclos inferiores y superiores, creando discontinuidades absurdas en el aprendizaje. Además, la implementación no tuvo en cuenta las particularidades regionales, lo que llevó a un desajuste entre las necesidades educativas de las provincias y el modelo impuesto. La transición hacia el EGB3 fue compleja debido a la falta de infraestructura adecuada y a la insuficiente capacitación de los docentes, lo que generó una educación desigual. Diversos estudios realizados en la primera década de los 2000 indican que el EGB3 no logró mejorar los niveles de aprendizaje ni reducir la deserción escolar. En algunas áreas, el abandono escolar aumentó debido a la falta de recursos, motivación y apoyo en la transición hacia el ciclo Polimodal.

Debido a estas dificultades, y a otras que no hemos mencionado por razones de espacio, el sistema EGB fue criticado tanto por educadores como por especialistas en políticas educativas. A pesar de que en 2006, con la sanción de la Ley de Educación Nacional N° 26.206, se eliminó el EGB y se volvió al esquema tradicional de primaria y secundaria, los problemas y el fracaso del intento anterior siguen afectando al sistema educativo.

Al igual que las modas influyen en las formas de pensar, los modelos importados de formación docente también problematizan la autonomía educativa. Los docentes no solo transmiten conocimientos, sino que también forman en valores y actitudes a las futuras generaciones. Por ello, su formación debería estar profundamente enraizada en la realidad en la que se desempeñan. Un sistema educativo autónomo debería diseñar sus propios programas de formación docente permanente, que respondan a las necesidades de cada nación, integrando tanto el conocimiento global como las particularidades culturales, históricas y productivas de cada país.

Fernando Savater, en su obra El valor de educar (1997), sostiene que la educación debe adaptarse a los contextos locales para ser efectiva y relevante. Según Freire, la educación debe ser «un acto de creación y no de repetición» (Freire, 1996, p. 30).

«La educación debe ser un proceso que respete y cultive la identidad cultural, no un instrumento para imponer una visión homogénea del mundo» (Savater, 1997, p. 38).

La búsqueda de esta independencia es crucial para la soberanía cultural y el desarrollo de una nación con una educación significativa, propia y transformadora. Cada país tiene el derecho y la responsabilidad de decidir cómo formar a sus docentes y alumnos, asegurando que el sistema educativo esté en consonancia con su contexto real, su cultura y sus necesidades. Esto solo se garantiza con un sistema educativo que forme a individuos aptos para el mundo, pero también como agentes de cambio capaces de mejorar su propia realidad.

Es esencial que cada país defienda su autonomía en general, y educativa en particular, en un mundo cada vez más globalizado. Nuestras naciones requieren la independencia que representa preservar la identidad cultural y construir un sistema educativo que fomente la formación de ciudadanos críticos, comprometidos y capaces de transformar su entorno y su destino.


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