Sería difícil encontrar a alguien más inadecuado para ocupar la Casa Blanca que Donald Trump. Sin embargo, ahí está, como una llamarada naranja ondeando de ira ciega encima de un polvorín. Pero tenemos a Kamala Harris, algo tangible a lo que aferrarnos hasta que en noviembre ocurra lo inevitable. Al principio, escuché «Ke-mala» Harris, y pensé que era una reguetonera mostrando su figura, pero no es tan mala ni tan buena, es solo una política de la soleada California que, como su jefe, siempre se ha arrimado al sol que más calienta. Ambos son así: apoyan una cosa, luego la contraria, ahora soy progresista, luego conservador, y así. Es imposible culparlos, porque o eres flexible o nunca llegarás a nada. Ya se sabe, la filosofía del junco, que jamás se rompe porque sabe doblarse adecuadamente cuando es necesario.
Harris, en particular, estuvo en contra del seguro médico universal de Obama, pero no importa, la política es el arte del mal menor. Como al bueno de Joe Biden ya se le han visto las costuras, el siguiente presidente de la Segunda Potencia Mundial podría ser una mujer afroindia que calza deportivas converse, de lo cual solo cabe alegrarse. Los símbolos lo son todo en la vida pública. No me importa que Trump tenga los gustos sexuales de un camionero, siempre y cuando no se sepa y no afecte al plano de la representación. Suena muy reaccionario hablar de “ejemplaridad pública”, pero en realidad es al revés. La ejemplaridad es progresista; yo me avergonzaría de ser un funcionario inejemplar. La función hace al órgano, como decía Lamarck.
Imaginad a Mrs. Harris metida en la piel de Hillary Clinton, habiendo sufrido para lograrlo la centésima parte que ella. La realidad a veces tiene cosas buenas… yo hoy estoy la mar de contento, solo imaginándolo. Ninguna interpretación marxista lampedusiana (eso de “al fin y al cabo, todo cambia para seguir igual…”) podría desanimarme. El país de las barras y estrellas tiene de nuevo eso: una barra libre de promesas electorales de dudoso cumplimiento y una estrella consolidada en el firmamento mediático/político, Kamala Harris.
Donald Trump es la perfecta pesadilla, el narcisista absoluto, el tipo que, con tal de ser amado por unos cuantos, era capaz de arrasar el hábitat de todos los demás. Trump es como Napoleón cuando dijo aquello de que para que exista un tipo como yo no importa el sacrificio de miles. Pero ahora ya no son miles, son miles de millones. Lo malo es que Trump no es ni de lejos Napoleón, sino solo un pobre niño rico que no quería aceptar su edad e irrelevancia (el otro día lo vi más joven y divertido en Amor con preaviso, una comedia romántica excelente de Hugh Grant, pero no hay que olvidar la parodia escalofriante y premonitoria que hicieron de él en Regreso al futuro 2).
Frente a Trump, tenemos a Biden, que va a chochear enseguida —por lo visto, dicen, oye, que cuando se le cruza una mujer apetitosa se acerca y le huele el pelo— y a Kamala Harris, a la que apenas conocemos. Pues vale, imaginemos que jugamos esta inesperada mano de cartas en la medida en que nos lo permitan, y a ver qué pasa…