«Todos los grandes imperios del futuro serán imperios de la mente».
Winston Churchill, 1953.
Cualquier conocedor de la obra de Kant, por poco que le haya frecuentado o por pequeño que sea su interés en él -y aunque únicamente lo haya estudiado en Bachillerato- sabe que la Crítica de la Razón Pura tuvo dos ediciones, y que fue en la segunda donde Kant modificó su noción -utilizo aquí “noción” en sentido lato, no en sentido técnico alguno- de “noúmeno”.
El noúmeno, en la segunda edición, que es la que hemos de suponer que es en la cual Kant expresa su pensamiento más maduro y afina más, resulta ser lo que el propio autor llama (y luego se ha repetido un billón de veces en un billón de aulas y paraninfos del mundo mundial) un concepto-límite[1]. Es decir, que el noúmeno sería aquello que la función “Yo pienso” -esto es, la síntesis a priori de la apercepción- no puede de ningún modo conocer, puesto que, ya se sabe, la información sensorial procesada por la Sensibilidad y el Entendimiento queda convertida en otra cosa, el “fenómeno” en tanto objeto de conocimiento, y por tanto a la “cosa en sí” originaria ya no la reconoce ni su padre.
Ignoramus et ignorabimus: no sólo ignoramos todo acerca de las cualidades intrínsecas de los entes o sucesos externos a nosotros, además de que ignoramos todo también -y esto es más grave- acerca de Dios, el alma entendida como sede del libre albedrío y el mundo considerado como conjunto de fines, sino que encima lo ignoraremos por siempre jamás.
Esta es la interpretación habitual de “noúmeno”, y es también a fortiori la que parece abonar el propio Kant en su escritura de la segunda edición, como digo. Es, así mismo, la que manejan la mayoría de los profesores de Filosofía, esos colegas póstumos de Kant, cuando esgrimen ante sus alumnos la famosa metáfora de las gafas, según la cual lo que hace el sujeto de conocimiento es algo así como ponerse una especie de gafas que filtran y delimitan sobre el magmático material perceptivo (puesto que Kant dijo “un caos de sensaciones”, yo creo que todos nos lo imaginamos como una pintura del Expresionismo Abstracto) lo valioso y clarificador para la conciencia conforme a las plantillas del Espacio y del Tiempo geométricos y de las Categorías Puras del Entendimiento. De acuerdo con este símil, que desde luego jamás fue enarbolado por Kant, no podríamos saber en absoluto cómo es el mundo sin las dichosas gafas, el mundo externo sería X, incógnita, porque la condición sine qua non del símil es que el sujeto cognoscitivo no puede quitarse las gafas o que si pudiera pasaría a ver menos que Matthew Murdock. Pues bien, yo creo que es una metáfora malísima, errónea, que contribuye más a confundir que a ilustrar, y que se olvida de Kant para poner en su lugar a su epígono Fichte, o acaso, por mencionar a alguien más célebre, a Nietzsche.
La organización que el sujeto hace del noúmeno no se puede parangonar con el uso de unas gafas por parte de un disminuido ocular, pero tampoco con la mecánica de la deglución -del tipo: “nunca sabremos qué era o a qué sabía la dulzura de una naranja antes de ponerla en nuestro paladar y luego transformarla en bolo alimenticio y tornarla un nutriente”-, o con el procesamiento automático de un programa informático -del tipo, esta vez, de señalar que “nunca asiremos la esencia del input que entra desde el exterior de la máquina desde la lógica de la propia máquina, pues está ya troquelado bajo las condiciones del programa que lo computa”.
Nada de eso, todo eso no es Kant, repito, sino más bien Fichte, aquel chaval que fue a visitarle cuando era viejo y de quien Kant explícitamente se distanció filosóficamente no mucho tiempo después.
Fichte sostuvo que el noúmeno kantiano es el no-Yo, y por tanto algo que está ahí no constituyendo límite alguno para la acción del Yo, sino al contrario: como incitación y provocación a ser allanado por la actividad teórico/práctica del Yo. Por poner un ejemplo doloroso pero políticamente neutro, el cáncer es una mutación celular que sigue asombrando a los investigadores y médicos, ya que consiste en un proceso biológico tan complejo que nadie todavía lo conoce en profundidad, y a muchos -como el doctor del Amar la vida de Emma Thompson, pedazo de actriz- hasta les parece amoralmente prodigioso. Pues bien: el cáncer es nouménico a día de hoy, lo que ocurre es que Fichte entendería que eso no tiene por qué arredrarnos, que esas dificultadas están ahí para estimular al Yo, o sea, al agente humano a vencer tales obstáculos y terminar por doblegar la enfermedad.
En Kant, en cambio, el noúmeno, hasta donde se me alcanza, es un concepto-límite en el sentido de que opera como la llamada “diferencia ontológica” en Heidegger, y trato de explicarme. De modo semejante a como en Heidegger la diferencia ontológica acredita que hay una distinción, que no una oposición, entre ser y ente, y que ésta deber ser tenida en cuenta en cualesquiera procesos de objetivación de un campo dado, el noúmeno en Kant funciona como la instancia que mantiene a raya la facultad representativa de la razón (la Urteilskraft, la “fuerza del Juicio”), a fin de que no se tome a sí misma por lo que no es. Al conocer, en efecto, proyectamos esa especie de “plantillas” -otro símil horrible y confundente- que pertenecen al Yo trascendental, y no al llamado mundo externo, pero en la conciencia de que tal mundo externo sigue ahí (y no es una hipótesis mía como en Descartes, o una peliculilla que tiene a Dios como proyectista supremo a la manera de Berkeley), y eso es precisamente en lo que consiste a mi parecer el papel que juega en todo este asunto el denominado “noúmeno”.
El noúmeno, pues, sería aquello que la Razón sólo puede pensar, pero no conocer (intelligibilia, denomina también Kant a las “cosas en sí” en la primera edición de KRV), puesto que lo piensa en tanto que mantiene siempre al sujeto en la conciencia, o si se quiere en la autoconciencia, de que su representación es eso mismo, representación y no realidad. Esa autoconciencia es la misma cosa, el mismo acto, que la síntesis aperceptiva antes aludida, es decir, eso en lo que Kant tanto insiste cuando dice que a toda representación le acompaña como un índice, o como un rótulo general o una firma (a la manera de esos videos de Youtube que llevan en una esquina el nombre de su autor, o traductor, o pirata…), el sello del “Yo pienso”, Ich denke. Ese sello, ese acto de autoconciencia que acompaña a toda articulación perceptiva es para Kant la prueba de la finitud del conocimiento humano, ya que al tiempo que califica toda representación como puesta o “fabricada” por el sujeto gnoseológico, pone un límite al poder de ese sujeto recordándole que su acción no produce la realidad, sino que tan sólo la representa para sus propios fines.
Hegel, después, negará rotundamente el noúmeno kantiano, considerándolo como un reparo mojigato de Kant, pero es porque él sí que cree en que la Razón cuando se introduce en el curso de la realidad lo que obtiene al final es su propio rostro por fin completo y perfecto, y que ese Rostro es la realidad misma en sí y para sí (dicho en todavía más complicado: que la Subjetividad Trascendental pasa a ser al término de la Historia, o sea, de la experiencia de la conciencia, el Espíritu Absoluto, y, de hecho, para Hegel el mundo externo sin la acción de la razón es nada, porque no es más que la materia prima indeterminada sobre la que construir…).
El pensamiento, en la medida en que se concreta en pensamiento humano -no sabemos de ningún otro hasta ahora, pero si así fuese Kant está seguro de que se movería en idéntico plano trascendental-, nos devuelve nuestra propia imagen, pero no suplanta al mundo.
Kant no llegaría jamás a los extremos de Fichte, Hegel o Nietzsche, pero no porque no pueda, sino porque no quiere, como ya decía Hegel. Y lo que no quiere exactamente es que la Subjetividad Trascendental deje de ser subjetiva, aunque sea también trascendental, y por tanto no cartesiana o berkeleyana -recuérdese la apostilla titulada “Refutación del Idealismo”[2], en KRV. Cuando la Razón lleva a cabo su obra, y esto es algo que la razón hace instantáneamente, por decirlo así, y no distendiéndose en el tiempo como ocurre con Hegel, contempla en cierto modo su rostro, sí, pero a sabiendas de que tal semblante no es la realidad, el mundo, la naturaleza. El pensamiento, en la medida en que se concreta en pensamiento humano -no sabemos de ningún otro hasta ahora, pero si así fuese Kant está seguro de que se movería en idéntico plano trascendental-, nos devuelve nuestra propia imagen, pero no suplanta al mundo.
El ser humano en tanto humano es lo que es y hace lo que hace -conocer en el uso teórico de la razón y legislar en el uso práctico de la misma-, no cabe duda, pero con ello no ha cambiado nada realmente desde el punto de vista ontológico, si acaso a sí mismo. Somos, para Kant, o vamos a ser una vez su filosofía sea asumida, tan sumamente autónomos que la leyes universales y necesarias que dictamos sólo las dictamos en vista a nuestro propio destino como especie, y la realidad no-humana, inmensa, plural y loca (loca, sí: piénsese si no en la psicosis, en la barbarie o en la Mecánica Cuántica) que exista ahí fuera es cierto que por una parte no podría hacer nada para cambiar eso, pero tampoco por otra parte podría sentirse en lo más mínimo afectada por ello. Lo nouménico sigue y seguirá estando siempre allí, se averigüe o no en el futuro la cura del cáncer[3], aunque no podamos conocerlo ahora ni nunca, y su función crítica es justamente la de obligarnos a pensar el acto a priori de la representación bajo un marco determinado y cerrado que impida su proyección descontrolada hacia el infinito, que es lo que ensayará el Idealismo posterior desde Fichte hasta Nietzsche.
Igual que con la diferencia ontológica de Heidegger, el “noúmeno” es la alarma que salta cuando alguien pretende forzar la finitud de la Razón -o de la comprensión, en aquel.
¿Qué es lo que hace que podamos afirmar que la representación es fruto de la racionalidad de un ser pensante, y no de su deseo o de su Voluntad de poder, al modo de Nietzsche? Pues algo aparentemente pequeño pero de tremendas consecuencias: que la presencia meramente pensable del noúmeno devuelve al “Yo pienso” a sí mismo al representar la naturaleza con arreglo a las leyes del entendimiento, en vez de la presunción hegeliana de que al conocer hemos elevado al mundo externo, a las cosas en sí, del craso y prosaico “ser” al nivel sagrado del “deber ser”.
La clave de todo es que tal suerte de “restitución” de lo que hay hacia lo que debería haber Kant la reserva para la Razón Práctica, no para la Razón Teórica. Y el motivo por el que lo hace así, tal como yo lo veo, es que sin finitud no hay moralidad posible, ya que únicamente el sujeto por sí mismo puede y debe (o debe, y por tanto puede, dice Kant) escoger el bien absoluto que es una Buena Voluntad[4] -lo que es lo mismo que escoger la universalidad en vez del interés privado. Nada ni nadie puede reemplazarnos a la hora de medir nuestra máxima por el rasero del imperativo categórico, ni Dios ni la Naturaleza ni un fenómeno histórico tan sonado como la Revolución Francesa; la acción moral es el no-mundo, por decirlo a la inversa de Fichte, y de ahí la absoluta necesidad -eso mismo: moral- sentida por Kant de prestar un amplio lugar para lo nouménico en su sistema crítico, ya que sin ello no sería propiamente crítico en ningún sentido.
(Nietzsche, por cierto, captó todo este embrollo muy bien, y por ello lo primero que hizo para poner la voluntad en el puesto de la razón -Schopenhauer vs. Hegel- fue cargarse brutalmente la moral)[5].
P.S.: Kant también fue poeta ocasional, como en esta cuarteta dedicada a Cristóbal Lilienthal, doctor y catedrático de Teología, consejero eclesiástico, pastor de la catedral:
Tiniebla oscura que a la vida sigue,
mas cierto es lo que cumplir aquí se nos pide.
La muerte no hurta la esperanza a quien, cual Lilienthal,
cree para actuar bien, y así hace por creer con dicha.
Fdo: Immanuel Kant, profesor ordinario de Lógica y Metafísica, 1984.
Notas
[1] Crítica de la razón pura, Doctrina transcendental del juicio (Analítica de los principios), capítulo III:
“Si por noúmeno entendemos una cosa, en cuanto esa cosa no es objeto de nuestra intuición sensible, y hacemos abstracción de nuestro modo de intuirla, tenemos un noúmeno en sentido negativo. Pero si entendemos por noúmeno un objeto de una intuición no sensible, entonces admitimos una especie particular de intuición, a saber, la intelectual, que no es, empero, la nuestra, y cuya posibilidad no podemos conocer; y este sería el noúmeno en sentido positivo.
La teoría de la sensibilidad es al mismo tiempo la de los noúmenos en sentido negativo, es decir, la de cosas que el entendimiento debe pensar sin la relación con nuestro modo de intuir, y por tanto no sólo como fenómenos, sino como cosas en sí mismas; acerca de las cuales empero, en esta separación, el entendimiento concibe, al mismo tiempo, que no puede hacer ningún uso de sus categorías, en este modo de considerar las cosas, porque las categorías no tienen significación más que respecto a la unidad de las intuiciones en el espacio y el tiempo, y ellas pueden determinar a priori precisamente esa unidad por conceptos universales de enlace merced tan sólo a la mera idealidad del espacio y del tiempo. Donde esa unidad de tiempo no puede encontrarse, en el noúmeno por tanto, cesa por completo todo uso y aun toda significación de las categorías; pues la posibilidad misma de las cosas, que deben corresponder a las categorías, no puede comprenderse; por lo cual no puedo hacer más que remitirme a lo que he expuesto al principio de la observación general al capítulo anterior. Ahora bien, la posibilidad de una cosa no puede demostrarse nunca por la no contradicción de un concepto de ella, sino sólo garantizando este concepto por medio de una intuición correspondiente. Si pues, quisiéramos aplicar las categorías a objetos que no son considerados como fenómenos, deberíamos poner a su base otra intuición que no la sensible y, entonces, sería el objeto un noúmeno en sentido positivo. Pero como una intuición semejante, intuición intelectual, está absolutamente fuera de nuestra facultad de conocer, resulta que el uso de las categorías no puede en modo alguno rebasar los límites de los objetos de la experiencia; a los entes sensibles corresponden ciertamente entes inteligibles, y aun puede haber entes inteligibles con los cuales nuestra facultad sensible de intuir no tenga ninguna relación; pero nuestros conceptos del entendimiento, como meras formas del pensamiento, para nuestra intuición sensible, no alcanzan a esos entes; lo que llamamos noúmeno debe, pues, como tal, ser entendido sólo en sentido negativo.”
[2] Cuyos argumentos, no se entiende bien por qué, tantos profesores o estudiosos se niegan a dar por buenos…
[3] Porque dar con la cura infalible del cáncer ni siquiera asegura conocer la verdadera naturaleza del cáncer. Desde Galileo Galilei la humanidad sabe ponerse en posición de hacer funcionar la naturaleza sin comprenderla en absoluto. Ejemplo fácil pero llamativo: si el movimiento o reposo es relativo al observador, ya no importará a nadie si en la “cosa misma” hay o no movimiento, y en qué consiste entonces éste. A Aristóteles le hubiera dado un ataque… (de hecho, el único autor que ha tratado de recobrar la intimidad de las cosas fue Bergson, pero de una manera harto espiritualista).
[4] Por no hablar de que una razón concebida como interiormente, esencialmente finita hace imposible la hipótesis del demonio determinista de Laplace, lo que facilita a Kant el sacudirse de encima el peso de esas lógicas estoicas que tienen a la voluntad libre por una ilusión, y que, aunque cueste creerlo, vuelven hoy a amenazar nuestra tranquilidad digamos metafísica.
[5] Pero sin renunciar, curiosamente, al noúmeno a su manera, a diferencia de Hegel, como cuando dice en un famoso aforismo de los escritos póstumos de La voluntad de poder que en la realidad en sí no hay ni Necesidad, ni Orden ni Belleza algunas (que eso lo ponemos nosotros, que eso lo pone el sufrimiento del sinsentido de la vida transfigurado en arte…)