explosión en Hotel saratoga

Hotel Saratoga: una explosión de realidad II

Acostumbrados a hechos ciertos los cubanos hemos visto, con disimulado temor, el peligro de la desaparición de ese mundo cierto. Tememos a la pérdida de las cómodas certidumbre sociales. Y nos preguntamos, ¿qué más perderemos?
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Calzada de Güines, Municipio San Miguel del Padrón; Avenida Independencia o Carlos Manuel de Céspedes, desde el extenso Boyeros; Vía Monumental, en el aún más extenso Habana del Este; o 31 o 41 en Playa o Marianao, y sus respectivas continuaciones de Línea y 23 en Plaza de la Revolución; en cada una de estas concurridas calles, el peatón en busca de pasaje domina un infalible código. Sea favorecido por la calma de no tener competidores, tras una métrica persecución o en medio de una encarnizada disputa, una palabra resuelve la situación: Habana. En forma de interrogante por los aspirantes a pasajeros, o en tono exclamativo por los choferes, el destino del abordaje de almendrones, jeeps, gacelas (vans) y a veces guaguas, es definido por la particular denominación de una zona de la ciudad. A visitantes, provincianos y niños, no se les escapa esta contradicción durante su proceso de aprendizaje de la dinámica de transporte. Existen dos Habanas.

La Habana Vieja, es La Habana. El nombre oficial, es sólo usado en instancias igual de oficiales, o por sus habitantes para remarcar su sentido de pertenencia. Pero, en la cotidianidad, la denominación se reduce a su primera parte.

Poca utilidad tienen los esporádicos debates. El código, de fácil apreciación en el proceso de movilidad urbana, es asumido por los habitantes de la ciudad. Mientras San Miguel del Padrón es San Miguel, Playa es Playa y Boyeros es Boyeros; La Habana Vieja, es La Habana. El nombre oficial, es sólo usado en instancias igual de oficiales, o por sus habitantes para remarcar su sentido de pertenencia. Pero, en la cotidianidad, la denominación se reduce a su primera parte.

Hay varias causas. La economía del lenguaje figura sin duda entre ellas. La alta velocidad de la vida en la capital aniquila los sintagmas excesivos. La repetición del proceso en otros municipios permite verlo con claridad; pues, el apurado buscador de pasaje reduce San Miguel a la mera santidad, y en las ocasiones en que Plaza de la Revolución no es identificada con el Vedado, el atropellado lenguaje habanero lo deja en Plaza. A este ahorro de palabras, se le unen motivos históricos y económicos. El célebre Centro Histórico, enseña a diario los orígenes de la ya medio milenaria ciudad, y los turistas lo reconocen en la economía. Esta, se extiende a las numerosas tiendas y mercados. Y al nutrido contrabando, modo de subsistencia de gran cantidad de familias. Museos, bares antológicos, majestuosos teatros, pintorescas calles exclusivas para peatones, instituciones de relevancia nacional en todos los terrenos y edificaciones de reconocimiento interno y externo, se mezclan en la, guste o no, zona más importante de la ciudad más importante del país. Y en esa mezcla, no faltan los hoteles.

Tengan la discreción del Raquel terminada la calle Obispo, la suntuosidad del Paseo del Prado terminados Prado y su Paseo, o lo noticioso del Telégrafo, rodeado de otros tres, los hoteles han marcado la economía y la imagen de la Habana Vieja desde los noventa. Ubicados en su totalidad en el Centro Histórico, evidencian la división del municipio en turístico y no turístico desde la irrupción de esta industria. Pese a esto, en todas sus épocas, sus alrededores siempre han acumulado una gran actividad. Pocas diferencias en concurrencia se notaron tras el levantamiento de la absurda prohibición de entrada a ciudadanos cubanos. Los portales del colonial Inglaterra mantuvieron su bullicio y mezcla de personas con todo tipo de intereses y orígenes sociales. Frente al Parque Central, continuó el acumulado de autos clásicos de renta, con el correspondiente personal pululante. La cantidad de estrellas, le ha impuesto un respeto limitado a la relajada y atrevida sociabilidad habanera. Las personas, al menos en esa zona, interactúan con confianza hacia turistas y trabajadores. Si se le suma sus emplazamientos en las vías más concurridas de la ciudad, se tendrá un resultado claro: gente. El Saratoga, no fue la excepción.

Hotel Saratoga: una explosión de realidad

El encabezado de este artículo, muestra al Saratoga tal cual quedó tras la explosión. Por espacio, por supuesto, no muestra los alrededores. Las precauciones de una película catastrofista o de ciencia ficción no le harían honor. Cintas amarrillas desde el Parque de la Fraternidad, la prohibición de acceso al perímetro del Capitolio, y la restricción del tránsito en la concurridísima esquina de Monte y Zulueta, dan una idea del impacto en la cotidianidad. La edificación, pese a su distancia con la gran concentración de hoteles del área del Parque Central, mantenía similar interacción con la sociabilidad.

Viajar en carro desde La Habana a cualquiera de los muchos destinos de San Miguel, implica, tras la salida desde el Parque El Curita, una primera curva frente al Saratoga. La lejana Habana del Este con el Túnel de la Bahía de por medio, ofrecía sus pasajes a una cuadra de la parte trasera del hotel. Y el fin del recorrido desde Boyeros, termina en el Parque de la Fraternidad, con solo su costado y la calle por distancia. De las guaguas, por ser muchos los ejemplos hay poco para decir, la lista de desvíos emitida por el Ministerio de Transporte hablaría por sí misma. Lo propio hizo la aterradora imagen de la gacela llena de humo por el impacto en pleno recorrido. En vehículos, el Saratoga era testigo de una de las mayores circulaciones de la capital. A pie, estaba entre los más caminados.

En la distribución hotelera, no tenía motivos de envidia respecto a sus semejantes, era solitario, pero en absoluto alejado. Al frente, la colonial Fuente de la India, reunía, de día, buscadores de pasaje y estudiantes alejados de sus escuelas; en la noche, variados tipos de prostitución confluían. A la izquierda, el dañado edificio de apartamentos, asignaba una cuota fija de asistentes. Si se caminaba un poco más, se daba con la siempre concurrida Asociación Yoruba. Y en la esquina, una cafetería con constante clientela -al menos en la etapa prepandémica-, aumentaba el número de transeúntes. La derecha no se quedaba atrás. La esquina trasera, albergaba la muy visitada Convención Bautista. Y la calle de ese lado, tenía la utilidad de unir Prado con Dragones, vías para nada fantasmas. Cruzarla, sumaba otras destacadas cantidades de individuos. El nunca libre de tragedias Teatro Martí, garantizaba en los fines de semana el alto público de una ciudad con una gran vida teatral; y, de lunes a viernes, futuros asistentes rondaban las carteleras junto a personas que descansaban en el quicio del enrejado. El rápido descarte de daños a la escuela anterior al teatro, cierra la imagen de peligro por la constante concentración humana de la zona.

El casual cambio de planes había librado a narradores, con sus amigos y parientes, de la tragedia de ese 6 de mayo. Se tejió en toda la ciudad, una historia de escape de la muerte.

Casi podría extraerse un axioma de la descripción anterior: en La Habana, todos tienen que pasar por el Saratoga. Las conversaciones de guaguas y colas, lo aplicaron al dedillo. Cada intervención, reservaba un espacio para narrar la relación con la afamada esquina. La cotidianidad, incluía casi siempre un momento de tránsito o estadía en las cercanías del hotel. Familiares de todas las edades lo tenían en su hoja de ruta personal. El milagro de último momento no faltaba. El casual cambio de planes había librado a narradores, con sus amigos y parientes, de la tragedia de ese 6 de mayo. Se tejió en toda la ciudad, una historia de escape de la muerte. Justificadas emociones. No existían exageraciones. La experiencia cercana a la muerte se hacía colectiva por lo cotidiano del lugar. El alivio se hacía social. El miedo también.

El origen accidental de la explosión ha sido aceptado y no parecen existir evidencias de lo contrario. En el momento actual, el hecho ya ha adquirido carácter secundario y es tratado con calma. Por esto, podríamos conformarnos con el grave susto del día y la sensación de cercanía de la muerte. Invocar lo estético ayudaría.

El Saratoga era un hermoso hotel, de adecuada iluminación nocturna, con un portal siempre pulido pese a lo concurrido, de cristales transparentes a un lobby con llamativo amueblado, la buena forma de los empleados agradaba, y las boutiques del costado derecho remataban la buena impresión con sus ventas de ropa y perfumería elegantes no siempre en precios privativos -hay que repetir, al menos en la prepandemia. A cómoda conclusión podríamos llegar: ¡Ese día todos estuvimos en riesgo de morir y se perdió uno de los lugares más hermosos de la ciudad! ¡Ni en la vida ni en la belleza creyó la explosión! Podríamos cerrar aquí el análisis, y aunque no caeríamos en falsedad, ocultaríamos nuestros verdaderos temores. Será más valiente seguir.

Días de la explosión, redes sociales, WhatsApp, estados, imágenes del edificio en ruinas, capturas de informaciones oficiales, llamados a donar sangre, videos emotivos. Entre estos últimos, uno llama mi atención. Se requiere algo de cultura de Juego de Tronos para seguir la descripción. Jon Snow, espada en mano, encara al ejército de Ramsay Bolton en la Batalla de los Bastardos. El personaje, en este caso, representa a Cuba, la caballería enemiga en su dirección encarna varios sucesos. Caída del avión, tornado, COVID y el Saratoga cabalgan, junto a otros desastres, ahora de difícil recuerdo, hacia un Jon Snow/Cuba solitario y dispuesto a enfrentarlos. En el momento del choque, los guerreros de Snow llegan en su ayuda, y en un sorprendente uso de las consignas estatales, un video emotivo no oficialista cierra con la frase Fuerza Habana. En no más de dos minutos, se resumía el sentir de casi cinco años.

La caída del avión, con sus ciento un muertos, y el paso del tornado, con sus kilómetros de destrucción, 7 fallecidos y centenares de heridos, tuvieron en su momento un efecto similar a la explosión del Saratoga. Sorprendieron.

La caída del avión, con sus ciento un muertos, y el paso del tornado, con sus kilómetros de destrucción, 7 fallecidos y centenares de heridos, tuvieron en su momento un efecto similar a la explosión del Saratoga. Sorprendieron. La Habana, con el principal aeropuerto del país, salvo en la década de los ochenta, no había conocido accidentes aéreos de gran escala. Los tornados, limitaban su presencia a las películas catastrofistas y a las trombas marinas, comunes estas últimas en zonas costeras, pero nunca en la ciudad. Bastaron dos años para eliminar esa extrañeza. El accidente de avión en el 2018, además de mostrar grabaciones de pésimo gusto por la actitud insensible de los primeros testigos individuales del desastre, puso a prueba al recién elegido Presidente por remisión a la innegable capacidad de respuesta del liderazgo histórico. El tornado, despertó curiosos comportamientos, sobre todo el de la asistencia civil a las víctimas desde afuera de la institucionalidad tradicional. Cuatro y tres años más tarde respectivamente, volverían a la emotividad colectiva con un trasfondo diferente.

Las dos joyas del sistema social cubano son de fácil mención: educación y salud. Gratuitas ambas y al alcance de toda la ciudadanía, han sostenido la legitimidad política durante décadas. En el 2022, conocemos de sobra sus condiciones reales. Poco se nos puede decir de la educación a los formados en la época de los profesores emergentes. Medida desesperada ante la carencia de educadores, redujo los requisitos de acceso a la profesión al mero deseo, y eliminó la necesaria distancia cultural entre alumno y maestro. Fue el último gran intento de rescatar el proceso educativo; desde entonces, la inercia ha regido un sistema caracterizado por la improvisación, la caducidad y la pérdida de legitimidad de la figura del profesor. A la salud, en tiempo presente, le tocaría su propio sufrimiento.

La COVID batió a esta última campeona. Sostenida a duras penas en décadas anteriores, correspondió a la pandemia revelar todas sus contradicciones. Innegable es su efectiva resistencia de casi un año, pero igual de innegable fue su debilidad ante la variante delta. Disparados los números de contagios en 2021 y con ocho mil muertos a cuestas, la legitimidad del primer año pandémico se resquebrajó hasta el punto actual, caracterizado por la desconfianza total en el sistema sanitario. Pocos argumentos pueden usarse en contra de la falta de médicos, medicamentos, tratamientos, consultas especializadas y de una atención digna en general. La producción de vacunas nacionales, hito real, acentuó las dificultades por la concentración de insumos para su producción en detrimento de casi el resto de las medicinas.

En crisis ambos pilares sociales, el desastre reciente traería a escena a un tercer miembro poco mencionado: la seguridad.

En crisis ambos pilares sociales, el desastre reciente traería a escena a un tercer miembro poco mencionado: la seguridad. Subestimada por la sobrestimación de la violencia cubana real, ha sido una notada más por los turistas que por nacionales. Cuba, es un país seguro. Mafias, pandillas y secuestros no dominan las calles. Las armas de fuego no protagonizan las trifulcas callejeras. Salvo en zonas muy aisladas y conocidas, en cualquier hora de la noche se puede transitar con un bajo nivel de temor. Los rumores sobre asaltos a finales del pasado año, desmentidos o no por la prensa oficial, recordaron su necesidad. Lo mismo hizo el Saratoga.

Garantía invisible, la pérdida de la seguridad sólo es notada por hechos absolutos. A esa pérdida, temimos ese día. En pleno centro de la ciudad centro del país, saltaba por los aires, no sólo una garantía, si no, una certidumbre. Y una imagen de la vida. Acostumbrados a hechos ciertos, a la escuela gratis, al acceso a la educación, a la periodicidad de la libreta de abastecimiento, los cubanos hemos visto con disimulado temor el peligro de la desaparición de ese mundo cierto. Tememos a la pérdida de las cómodas certidumbres sociales. Y nos preguntamos, ¿qué más perderemos? Vidas, no han sido pocas; esperanza, igual de poca queda por perder. La paciencia, con algo de suerte no la perdemos. De hacerlo, veríamos el cartel de bienvenidos a lo incierto. Vaga preparación tenemos para tal recibimiento.

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