Foto por: Steinar Engeland
Desde que tengo memoria el horizonte fue de color ocre, alto, inmóvil y colosal. La Muralla siempre ha estado en mis recuerdos.
Mis abuelos me contaban que habían visto y participado de su construcción, que llevó siglos. Cuando fue terminada la bautizaron «La Gran Muralla Invencible» — la gente solo le dice «el Muro».
Antes de su existencia nuestro pueblo era vulnerable. Los enemigos saqueaban el país de sus riquezas naturales; secuestraban a nuestras mujeres; engañaban y raptaban a nuestros jóvenes. Siempre fueron fuertes y astutos: regalaban cañones colosales y saberes ocultos a los gobernantes que se les plegaran.
Hasta que un día aconteció la «Gran Victoria» y todos los extranjeros fueron expulsados de nuestra tierra. Intentaron retomarla. Ataque tras ataque los fuimos repeliendo. Pero eran poderosos; así que, en un esfuerzo tenaz, mi pueblo tomó la decisión final: concentrar nuestra vida en una extensa meseta lejos de los caminos, casi inaccesible.
Fundimos los cañones, las espadas, los escudos, las armas nuestras y capturadas. Levantamos una colosal Muralla; alta que se hunden las nubes en su cresta; profunda en las raíces de la meseta; maciza y compacta que no la atraviesa ni un alma.
Desde entonces, mi pueblo vivió tranquilo: a eso le llamamos «paz». Los extranjeros no saben qué pasa dentro; un horizonte ocre e inexorable, que se crece hasta las nubes, nos separa de la hostilidad del mundo: a eso le decimos «independencia».
Al principio, hubo ejércitos arremetiendo; pero su insistencia terminaba cada vez en fracaso. Poco a poco, los intentos fueron cesando hasta que un día, no se supo más de ningún atacante. Los viejos, siempre conscientes de la historia, sentenciaban con total certeza que era una estratagema: «se han replegado para que pensemos que no están ahí y nos confiemos, y abramos alguna puerta» decían, «esperan en vano ¡jamás nada, ni nadie volverá a entrometerse en nuestros asuntos!».
La muralla fue diseñada de tal forma que sólo desde la cima de las torres pudiera verse algo; y solo pueden acceder a su estructura determinadas personas «confiables», después de décadas de estudio, preparación ideológica, así como exámenes mentales y físicos.
Yo era uno de esos que soñó desde joven ascender a la cima y trabajar en la protección de mi pueblo; pero también deseaba, en lo profundo, ver un horizonte más allá del horizonte. Esperé tanto por la aprobación que hasta me cansé del cansancio. Me entregaron por fin el carnet acompañado de una perorata sobre el valor de la «paciencia y la fe en la victoria». «Felicidades» me dijeron «es Ud. confiable» — cuanta desconfianza con la confianza.
En el primer ascenso me embargó la emoción. Escalé hasta la cima de la torre Este, la cual –según decían los rumores— tenía la mejor vista. Llegué casi desvanecido. Ese día no pude ver más que bruma…
Cada día subía con la esperanza de ver algo, pero las nubes siempre lo cubrían todo, cada día igual; intenté en todas las secciones; después de un año, dejé de intentar mirar afuera y terminé mirando hacia adentro. Noté los sacrificios que mi pueblo vivía mientras empleaba casi todos sus recursos en la invencible Muralla. Desde la cima, la ciudad se veía oscura, vieja, abandonada, engullida.
La falta de puertas se consolaba con recuerdos del enemigo; y cuando faltaba el pan sobraban los oradores que nos nutrían con los méritos y victorias de nuestro aguerrido pueblo… «si tan solo las historias llenaran el estómago» decía para mis adentros.
A pesar del encierro y de los peligros, hubo gente dispuesta a probar suerte. Ascendían kilómetros y kilómetros. Al principio nadie regresaba. Y si lo hacían, volvían hablando tonterías o cosas inverosímiles: «¡No hay enemigo!¡Nadie nos recuerda!» decían unos; «afuera el horizonte es de agua y los cielos despejados» contaban otros. «Locos» los llamaban los viejos, y el pueblo repetía.
Eché mi vida en la Muralla. Con el tiempo yo también me agrieté, mi vista se nubló y mi cuerpo se endureció. Ya las historias no llenaban, las explicaciones no solucionaban, las respuestas no respondían. Me había vuelto un ser inanimado, una piedra, un pedazo de muro roto.
Antes de que mi cuerpo y mi alma se petrificasen por completo, acumulé mis restadas fuerzas para un único y último viaje. Siguiendo los pasos de esos que ascienden y descienden, abandoné la seguridad de la muralla.
Agotado, al pie de la meseta, me tomó un esfuerzo mental y físico inmenso darle la espalada. Abrí los ojos e interrogué con la mirada a lo incierto.
En medio de un silencio que duró siglos, la bruma se fue apartando; mi alma quedó expuesta…
Y por más que anduve y busqué algo que se pareciera a un horizonte, no hallé más que espacios abiertos y cielos despejados.
Felicidades!!!
Desde muy temprano (escasamente 4 años) Fernando mostró interés y profunda preocupación por los temas sociales o mejor dicho: fue profundamente impactado por las diferencias sociales que me tomé la absoluta libertad de mostrarle durante nuestras caminatas a través de barrios insalubres de nuestro pueblo natal.
Con irreverente orgullo,
El padre.