En enero pasado se cumplieron 130 años del célebre ensayo martiano Nuestra América. Su vigencia adquiere más notoriedad hoy debido a la certeza de sus planteamientos y a la trascendencia de sus ideas. Latinoamérica es en el siglo XXI, como alertó Martí, el patio trasero de los Estados Unidos y la región más desigual del planeta.
Nuestra América se publica por primera vez en La Revista Ilustrada de Nueva York el 1º de enero de 1891 y el 30 de enero del mismo año en El Partido Liberal de México. El ensayo es, sin duda, el magnum opus de José Martí, síntesis de su pensamiento y práctica liberadora. También es la obra más leída del héroe cubano.
El escrito tiene como génesis la primera Conferencia Internacional Americana celebrada en Washington, en 1889 y 1890. Fue el primer intento estadounidense de reunir a todos los gobiernos americanos en una organización. Nacía la idea del «panamericanismo». Tales intereses imperialistas en la región tenían como fin apoderarse gradualmente de Latinoamérica. Recuérdese que un año antes, el Congreso de los EE.UU. había aprobado la reunión continental con el objetivo de aumentar el comercio con América Latina. La política norteamericana del «buen vecino» escondía bajo sus diferentes formas la implementación del imperialismo. Era el nacimiento del desastroso ejercicio que medio siglo después se llamó la Organización de Estados Americanos (OEA).
Martí estuvo al tanto de todo lo acontecido en la Conferencia Panamericana, pues se relacionó estrechamente con los delegados latinoamericanos a la misma, aunque no asistió a las sesiones. El fuerte impacto que le ocasionó lo acontecido lo lleva a escribir una decena de crónicas críticas entre 1889 y 1890. La culminación de todo este proceso fue Nuestra América. También asiste al Congreso Monetario Internacional Americano (1891) en representación del gobierno uruguayo, por ser cónsul de este país en Nueva York, e interviene de manera decisiva en los debates y en la redacción de importantes documentos.
El origen de Nuestra América hay que encontrarlo en el discurso martiano pronunciado en la Sociedad Literaria Hispanoamericana, el 19 de diciembre de 1889, conocido como Madre América. En oratoria encendida ante los delegados al congreso, Martí adelantaba las tesis posteriores del ensayo.
Nuestra América posee una estructura de doce párrafos, con un lirismo que se inscribe en el ensayo modernista —modernismo del que el propio Martí es precursor— con la búsqueda del nuevo lenguaje, con la búsqueda de un nuevo espíritu; donde el estilo literario funde en una sola pieza poesía y prosa: poema largo o prosa corta.
«Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea»[1], con esta idea abre Martí el ensayo. Es un llamado de alerta a las posturas radicales que se vienen dando en América, sobre todo después de la independencia, y que responden al aldeanismo, nacionalismo, caudillismo, chovinismo, etc. A lo que el Apóstol replica, «lo que quede de aldea en América ha de despertar». Termina con el vaticinio de que no son tiempos de acomodarse, y que en la lucha que viene, una vez liberadas del colonialismo europeo las repúblicas de América Latina, las armas fundamentales serán las ideas. Lucha de ideas o batalla de ideas, que son «las armas del juicio», las que vencen a las otras.
«Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedras», además de referirse al importante plano de las ideas, hace alusión a la cultura. Acentúa la idea de que el saber vale más que la fuerza. También muestra el plano moral. Martí propone desde el mismo primer párrafo uno de los aspectos medulares del ensayo: el problema de la cultura. La cultura entendida en sentido general, no solo como creación o producción artística. El término cultura atraviesa otras dos categorías esenciales: identidad y espacio. La primera describe lo que somos en el tiempo, mientras que la segunda alude al espacio geográfico que ocupamos en el continente. En cierta medida, para diferenciar la América anglosajona, la que no es nuestra. Espacio y tiempo. O pertenecer «a algo», a «algún lugar»; y ser, siendo, a través del tiempo.
Por esto Martí dice, «Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos». Es la urgencia de lo que se avecina, el reclamo escatológico de la unidad latinoamericana
A continuación, el cubano expresa la unidad como la piedra angular sobre la que debe sustentarse el proyecto latinoamericano. Unidad —a diferencia de Simón Bolívar y su utópica idea de las Confederaciones— entendida en el Espíritu. Por esto Martí dice, «Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos». Es la urgencia de lo que se avecina, el reclamo escatológico de la unidad latinoamericana: «Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades: ¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes». Es una de las imágenes más finas que nos regala el poeta en el ensayo, «¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas!»; representando los árboles, que son muchos, con la Naturaleza, es decir, con los pueblos naturales del Sur. «El gigante de las siete leguas» que representa a los Estados Unidos, ilustra, como gran lector de las escrituras sagradas, el relato bíblico del libro 1 Samuel 17 donde el pastor David triunfa ante el gigante Goliat.
Luego, el pensador hace un reclamo a los hijos de nuestra América que reniegan de su origen y de su tierra, y que se avergüenzan de su madre. Los llama «sietemesinos» porque les falta valor y no tienen fe en su tierra. «¡Estos nacidos en América, que se avergüenzan, porque llevan delantal indio, de la madre que los crió (…)!». Y se pregunta el héroe cubano «¿quién es el hombre?». Y responde: el que se queda con su madre a cuidarla. Aquí la palabra madre, además de representar la madre biológica, tiene la significación de Patria, la Patria Grande.
Después incluye la figura central del «indio», cuando exclama, «¡Estos hijos de nuestra América, que ha de salvarse con sus indios, y va de menos a más (…)!». Cintio Vitier, en la edición crítica de Nuestra América por el centenario de la publicación (1991), expuso que la importancia del indio en el ideario martiano es recurrente. Anteriormente, en Arte aborigen, de 1884, escribió Martí: «O se hace andar al indio, o su peso impedirá la marcha»; o cuando dijo en Autores americanos aborígenes: «¿No se ve cómo del mismo golpe que paralizó al indio, se paralizó a América? Y hasta que no se haga andar al indio, no comenzará a andar bien la América».
Enseguida plantea la problemática de los gobiernos latinoamericanos. Y recuerda a otro grande de estas tierras, el peruano José Carlos Mariátegui, cuando planteaba la disyuntiva de copiar los modos de hacer extranjeros o hacer en América Latina «creación heroica», apostando por esta última. «El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país», asegura Martí. A los soberbios les recuerda que la tierra/Patria no fue hecha para servirle de pedestal: «Es ara y no pedestal. Se la sirve, pero no se la toma para servirse de ella».
El quinto párrafo del ensayo guarda esencias de la cosmovisión martiana. Expone dos aspectos fundamentales de su ontología, el «hombre natural» y la dicotomía «civilización o barbarie». Si a primera vista, se entiende el «hombre natural» como el sujeto histórico de nuestra América, tanto en el plano gnoseológico, es decir, el sujeto del conocimiento, como en el plano ideológico traducido en el sujeto del cambio o sujeto revolucionario; en una segunda interpretación, mucho más radical, se comprende el «hombre natural» como el ser martiano, o sea, el ser que-se-expresa en el mundo de una forma «diferente», o sea, es el ser en su mundo, el mundo nuestroamericano. Es el ser desbordado en el mundo. Un mundo que es suyo. Es el mundo de lo latinoamericano, con el rostro único, donde la mirada es diferente, pero la proyección también es diferente. El hombre natural es la exterioridad que no forma parte del mundo colonial.
No discrimina, como no clasifica el más universal de los cubanos. El hombre natural refleja los variados matices de la paleta de colores de América Latina. El hombre natural es la totalidad de nuestra América.
A diferencia de otros filósofos y esquemas de pensamiento, Martí rompe con la tradición filosófica de la definición o de clasificar por estrato social. En el hombre natural de Martí caben el indio, el negro, el blanco, el mestizo, el campesino, el obrero, el intelectual, la mujer, el criollo, el extranjero, el judío, el ateo, etc. No discrimina, como no clasifica el más universal de los cubanos. El hombre natural refleja los variados matices de la paleta de colores de América Latina. El hombre natural es la totalidad de nuestra América.
El otro fundamento ontológico proyectado en el párrafo es la dicotomía «civilización o barbarie». Ser o no ser, señalaría Shakespeare. En efecto, Martí dice, «No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza». Es clara la posición de nuestro hombre. En polémica y en franca oposición con el escritor argentino Domingo Faustino Sarmiento, el cubano critica implícitamente en la frase el ejercicio del sureño de copiar el modelo norteamericano para América Latina, en su obra más famosa, Facundo o civilización contra barbarie (1845). Sarmiento llamaba civilización al american way of life estadounidense, y por el otro, barbarie a los indígenas, sus costumbres y al modo de vida de nuestras repúblicas dolorosas de América. Martí años antes había escrito en la crónica Una distribución de diplomas en un colegio de los Estados Unidos, que barbarie, «es el nombre que los que desean la tierra ajena dan al estado actual de todo hombre que no es de Europa o de la América europea». Irreconciliable el hombre natural con Facundo.
Seguidamente somete a crítica la educación regional. Plantea el proceso fallido del conocimiento latinoamericano: el autoconocimiento. «Conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento, es el único modo de librarlo de tiranías». Enjuicia la falta de universidades en nuestra América, así como lo que se enseña en ellas (sigue vigente esta tesis hoy). Puesto que «a adivinar salen los jóvenes al mundo, con antiparras yankees o francesas, y aspiran a dirigir un pueblo que no conocen».
«El problema de la independencia —dice— no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu».
La universidad europea ha de ceder a la universidad americana, dice en otro momento. Al respecto, plantea, «La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria». Esto último no empaña su visión del asunto con posiciones aldeanas, latinoamericano-céntricas, ya que acto seguido asegura, «injértese en nuestras repúblicas el mundo», en franca apertura a la cultura occidental y mundial; para volver a recalcar «pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas».
El planteamiento de la independencia real de América Latina es recurrente en todo el texto. A sabiendas de que a principios del siglo XIX ocurre la emancipación de toda Latinoamérica —a excepción de Cuba y Puerto Rico—, Martí arguye que la colonia continúo viviendo en la república, que es necesario el cambio de espíritu. «El problema de la independencia —dice— no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu».
Esto lleva un discurso intrínseco que arremete contra la modernidad capitalista. El independentista cubano plantea que hay que reaccionar contra el modo de vida moderno, contra la cultura moderna que subsume, o mejor dicho, succiona todo rasgo original de cultura que ve a su paso. El mundo moderno imponía (impone) y reproducía (reproduce) la existencia colonial en nuestros pueblos, porque nos hacía —nos hace— expresarnos con la lógica de la razón moderna. No es casual que Martí afirme que se trataba de redimirse con un gobierno que tuviese por base la razón, «la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria de unos sobre la razón campestre de otros».
Todo discurso y acto martiano tiene por finalidad la emancipación, primero, y la liberación, después, de los pobres, los oprimidos, los sufridores, los excluidos, los «condenados de la tierra» como expresara el intelectual Frantz Fanon. Sin esta clave es imposible descifrar la praxis martiana. El ensayo Nuestra América no escapa a esta lógica. En una parte expresó, «con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores». Idea que nos recuerda algún poema suyo, de su libro Versos sencillos, publicado en 1891; acaso sus versos del alma, acaso el canto a los pobres: «Con los pobres de la tierra/ Quiero yo mi suerte echar:/ El arroyo de la sierra/ Me complace más que el mar».
Uno de los recursos literarios que más remarca en el texto es la figura del tigre. El «tigre de adentro» y el «tigre de afuera» hacen alusión primero al entreguismo y colonialismo interno que pervive en nuestra América, tigre al cual en muchas ocasiones «no se le oye venir» porque está adentro, y segundo al imperialismo norteamericano, respectivamente.
En la colonia éramos una visión —dice Martí— «con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. Éramos una máscara, con los calzados de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España». En cambio, se denostaba el indio mudo, el negro oteado, «solo y desconocido», y el campesino, creador, que se «revolvía» en su lucha contra la ciudad. Lo natural, «real», hubiera sido hermanar. Sin embargo, alerta Martí, nos quedó el oidor, el general, el letrado, y el prebendado. Personajes nefastos que aún viven en la república y pertenecen a la colonia.
A la pregunta ¿cómo somos?, responde el Apóstol con una de las ideas éticas más hermosas y proféticas del ensayo: «los jóvenes de América se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa, y la levantan con la levadura de su sudor». Trabajar con manos propias, también pensar con ideas propias, y salido el fruto del esfuerzo propio es la tarea del nuevo continente, porque se imita demasiado y la salvación está en crear: «Crear es la palabra de pase de esta generación». En un llamado a la originalidad, a lo autóctono, Martí resuelve: «El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino!».
En el penúltimo párrafo, el cubano declara el peligro mayor que corre nuestra América. Expuesto a lo largo del ensayo, aquí se concreta y toma forma teleológica. Ejerce su apostolado y advierte como vidente que la visita está próxima. La cita textual dice: «Pero otro peligro corre, acaso, nuestra América, que no le viene de sí, sino de la diferencia de orígenes, métodos e intereses entre los dos factores continentales, y es la hora próxima en que se le acerque, demandando relaciones íntimas, un pueblo emprendedor y pujante que la desconoce y la desdeña». El «peligro mayor» del que habla es el expansionismo norteamericano, re-significado después en imperialismo. Usa la palabra «desdén» como sinónimo de «desconocimiento», pero también de «desprecio».
Por último, finaliza el ensayo con la crítica de la noción de razas. «No hay odio de razas, porque no hay razas», es evidente que Martí no cree en la fragmentación, demasiado teórica, académica y occidental, de las razas; comprende al ser humano como una identidad universal. En otro escrito anterior, había expuesto «dígase hombre, y ya se dicen todos los derechos»; o lo que es lo mismo, dígase hombre y ya se dice toda la raza: la raza humana. Como también advierte que no hay resentimientos de origen, de idioma, de nación, de cultura, con los de afuera, con el «tigre de afuera». «Ni ha de suponerse, por antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente, porque no habla nuestro idioma, ni ve la casa como nosotros la vemos».
Nuestra América a 130 años de su publicación, sigue siendo un texto fundamental para nuestra región. Ensayo descolonizador que nos previene del lejano, pero vigente, colonialismo y sus múltiples formas en el lenguaje, en el pensamiento; también antiimperialista, que nos alerta sobre el «peligro mayor» para el continente, el imperialismo norteamericano, con más fuerza hoy que ayer. Igualmente, nos recuerda que la unidad latinoamericana es imprescindible para que el Gran Semí siga regando «la semilla de la América nueva».
Notas
[1] Todas las citas de: Martí, J. (1991). “Nuestra América”, en Obras completas, tomo 6. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales.