“No importa cuantos vasos de vino prohibido bebamos,
nos llevaremos esta sed rabiosa a la eternidad.”
Proverbio sufí
Por Gabriel Leiva Rubio, Universidad de Barcelona, Barcelona, España.
Quizás este primer aforismo no remita directamente al problema a tratar aquí. Pues si su sola intención fuese remarcar que las ansias de lo prohibido (entiéndase por ello lo ilegal, lo inmoral, lo no normado en un estado de cosas determinado) responde a un inevitable fundamento que atraviesa a los hombres desde que tienen memoria, sería, cuanto menos, una simplificación de esta apotema que de nada serviría para los objetivos de este trabajo. Y no es que esta interpretación sea inválida, sino que, por el contrario, su verdad se afirma y se niega a la vez en su propia simpleza, es decir, su facticidad se refuta y afirma simultáneamente en la medida en que aún está sin conjugar, sin relacionar con un algo determinado. Es bastante probable que ahí radique la auténtica diferencia del proverbio como manifestación del imaginario cultural, en esa necesidad de inscripción en una lógica universal de valores que, como una moral uniforme, arropa en su centro a lo humano y le otorga ese carácter de totalidad. No obstante, para este ensayo quisiera tomar al proverbio sufí bajo la forma de una conjugación relacional, en tanto que deseo otorgarle particularidad y enfrentarlo a esa totalidad que aspira. ¿Cómo? Pues hablando del concepto de revolución. ¿O no ha sido este concepto una suerte de manzana atorada en la garganta de lo político, y de cualquier esfera social, durante siglos? ¿No representan acaso las revoluciones un tipo de doblez profundo, único y cuasi definitivo, en ese lienzo agujereado que es la historia de la humanidad? ¿No son acaso los revolucionarios una expresión clarísima de ese fundamento subversivo al que hace alusión el proverbio sufí?
A fin de cuentas, creo que hay una pregunta fundamental que yace oculta en el paisaje de las revoluciones. Y es ahí, a ese recóndito lugar, a ese paradójico escondite, donde este texto se dirige: a la pregunta que hay tras toda revolución, o, mejor dicho, a la pregunta: ¿qué es en sí misma toda revolución? Pues creo que necesariamente habría que convenir en que una vez acontecida toda revolución, no queda en su lugar sino un compuesto, un compuesto que ya es un orden, un orden que ya es un resultado, una respuesta; mientras que las revoluciones siguen ahí, en su perpetuo estado de ebullición, siendo esa pregunta sorda, que, como gritos de pájaros infinitos, repican (y repicarán) en las cavernas de la historia y no escucharán de vuelta sino el eco sordo de su no contestación.
¿Acaso no es necesario ya que la revolución se cuestione a sí misma? ¿No es este el principio de una verdadera revolución?
Resulta básico, antes de hablar de nada, aclarar ciertos términos. Ese geniecillo irreverente que fue Voltaire decía, y no sin razón, que las discusiones sin sentido tienen lugar cuando no han quedado aclarados antes los términos sobre los que se discute. De ahí que no solo sea vital translucir el concepto escogido para discutir aquí (revolución) sino que, además, resulte necesario antes, desplegar el itinerario trazado para la discusión. De tal manera, para desplegar y explicitar el concepto de revolución (sin aspirar a agotar todas sus determinaciones, cosa que resulta imposible para un ensayo de estas dimensiones) es pertinente, en primer lugar, dedicar un tiempo a algunas consideraciones kantianas sobre el término, no solo de cara a entender como el germen del idealismo alemán traía a colación esta cuestión, sino por ser Kant un testigo del “proceso revolucionario” (revolución francesa) y un referente cardinal de Hegel para pensar la revolución.
También resulta interesante para la discusión del concepto de revolución algunas ideas que aparecen en el ensayo de Hannah Arendt Sobre la revolución; no solo porque en este texto el concepto quede capturado desde su dimensión genealógica de manera magistral, sino porque la discusión de Arendt sobre el concepto de revolución es también una reflexión sobre las propias condiciones de posibilidad de su realización, es decir, desde un punto de vista kantiano, Sobre la revolución podría ser visto como una crítica al concepto en cuestión. Una vez discutidas y explicitadas algunas claves de lectura de este concepto (revolución) a partir de Kant y de Arendt, se pasaría entonces a discutir la posibilidad de realización que tiene este concepto hacia el interior de la filosofía hegeliana. Pero ¿por qué tomar a Hegel para discutir el concepto de revolución? Pues, creo que la manera más sincera de responder a esta pregunta sería afirmando que Hegel sería una suerte de justificación, un tipo de medio ideal para llegar a un fin. Y ¿cuál sería este fin? Pues el de constatar si este concepto puede articularse o no en el terreno de lo lógico-político, lo mismo como superación de lo dado, que, como mediación lógica; sin que esto suponga, en sí mismo, un contrasentido. Dejando aclarado este objetivo del trabajo sería mucho más evidente, quizás, el por qué acercarse a Hegel y comprobar desde este autor la verosimilitud lógica e histórica de la revolución. Pues pocos autores han dedicado más esfuerzo que Hegel a la hora de pensar a la mediación como el devenir lógico entre conceptos, lo que hace de él un autor fundamental para decidir si un concepto puede o no emerger de forma orgánica en relación con un recorrido lógico e histórico determinado. En resumen:Kant yArendt clarificarían el concepto y Hegel aportaría las bases lógico-especulativos para situarlo.
Es poco probable que existan conceptos menos complejos que el de revolución. Naturalmente cuando se piensa en este vocablo afloran sinónimos al rescate: cambio, vuelta, giro, subversión, rotación, rebelión. Pero lo cierto es que el concepto parece no quedar agotado en estas determinaciones. La enorme carga semántica que este sustantivo tuvo -y tiene- parece arrancar de raíz la posibilidad de verlo reducido a una definición de carácter universal. Tomar bajo las mismas premisas a hechos tan dispares como las leyes de la mecánica clásica de Newton, la toma del palacio de invierno o la fabricación del primer automóvil suena, en principio, como algo descabellado. Pues si todas son expresiones vivas de revoluciones, no por ello agotan en sí la totalidad del concepto. Y es que, a diferencia de otros vocablos, el que nos ocupa ahora, más que ser identificado por un ser, ha de ser reconocido por una historia. Quizás Ortega y Gasset cuando anunciaba aquello de las cosas no tienen un ser sino una historia no hacía sino brindarnos un método para radiografiar este tipo de conceptos escurridizos (Hegel, 2009, p. 112).
La cuestión de la revolución en Hegel es un asunto bastante estudiado. No solo por la “atractiva” potencia intelectual que tiene este concepto en sí mismo y para todo el idealismo alemán, sino por las indistintas polémicas que suscitaría este mismo concepto, luego de la muerte del propio Hegel. No obstante, es importante tener en cuenta que hablar de revolución en Hegel, al menos a partir del propio Hegel, es, sobre todo, hablar de la revolución francesa. Desde Kant hasta Hegel, la remembranza de este hecho es un motivo recurrente. Si bien esto es así, es importante también acotar que para el filósofo de Königsberg este evento tiene lugar a sus 65 años, lo que supone, en buena medida, que el análisis de este suceso esté sesgado por un pensamiento ya formado y desarrollado, mientras que para el de Stuttgart, la revolución francesa tiene lugar cuando este solo tenía 19 años. Estas distancias circunstanciales suponen un par de diferencias fundamentales con Kant relativas a su relación con la revolución francesa: la primera, es que Hegel recibe a la revolución bajo el “desmedido” entusiasmo que provoca lo novedoso en la juventud; y la segunda, es que este suceso marcará una importante impronta en toda la producción hegeliana por venir.[1] De estas dos fundamentales diferencias que existen entre Hegel y Kant cuando de entender el acontecimiento que fue la revolución francesa se trata, se han derivado lecturas e interpretaciones contemporáneas de todo tipo.
Ahora, si hubiese que escoger un texto para explicar buena parte de las discusiones contemporáneas sobre el concepto de revolución en Hegel, probablemente habría que pensar en Hegel y la revolución francesa de Joachim Ritter. En este ensayo puede resumirse en una frase con la Ritter concluye sin miramientos: “No existe otra filosofía que, como la de Hegel, sea una filosofía de la Revolución” (Ritter, 1972, p. 192). Esta afirmación, desde luego, y esto lo sabía Ritter, suponía revivir un trauma del pasado. A saber, las respectivas discusiones que se libraron entre lo que se conoce como la izquierda y la derecha hegeliana. Si bien por los objetivos de este ensayo se hace imposible recrear y discutir críticamente las heterogéneos puntos de vista de uno y otro bando, sí es fundamental recordar que los distintos argumentos tanto de la izquierda como de la derecha, estaban abocados a comprender, en buena medida, si la filosofía hegeliana era una suerte de “útil” para legitimar el statu quo alemán (derecha), o si esta misma filosofía, en cambio, lo que hacía era demostrar que la superación del estado de cosas era una condición necesaria del devenir espiritual de la historia (izquierda). Lo que si resulta evidente después de la publicación de este ensayo de Ritter es que la polémica, un siglo después, todavía estaba viva. La revolución y Hegel seguían siendo fruto de disímiles puntos de vista. Incluso luego de Hegel y la revolución francesa de Ritter, autores como Eric Weil o Jürgen Habermas verían en la filosofía hegeliana -siempre a partir de la visión ritteriana- una suerte de “filosofía de la revolución”[2]. No obstante, es importante, antes de entrar a considerar si ciertamente la filosofía de Hegel es una filosofía de la revolución o no, discutir brevemente un par de precedentes fundamentales para contrastar las distintas opiniones que sostiene Hegel sobre la revolución en sentido general, y sobre la revolución francesa en particular: Kant y Arendt.
Consideraciones previas sobre la Revolución en Kant y Arendt
Kant en torno a la revolución
No son pocos los apuntes donde Kant, directa o indirectamente, plantea el asunto de la revolución. Por ejemplo, en su Antropología, señala:
Contra la suprema autoridad legisladora del Estado no hay resistencia legítima del pueblo; porque sólo la sumisión a su voluntad universalmente legisladora posibilita un estado jurídico; por tanto, no hay ningún derecho de sedición (seditio), aun menos de rebelión (rebelio), ni mucho menos existe el derecho de atentar contra su persona, incluso contra su vida (monarchomachismus sub specie tyrannicidii), como persona individual (monarca), so pretexto de abuso de poder (tyrannis)(pp. 151-152).
Con este solo comentario, Kant anula, en un primer momento, cualquier posibilidad de sedición, sublevación o insurgencia contra el estado; y en un segundo momento, cualquier tipo de acción violenta contra el monarca o contra la representación del poder gubernamental. Si bien Kant no menciona explícitamente el término revolución en el fragmento anteriormente citado, es bastante evidente que esa resistencia del pueblo contra el poder remite en más de un sentido a las revoluciones. Este argumento kantiano se encuentra sostenido en el prurito de conservar la propia lógica de su discurso en relación con la naturaleza del estado. Es decir, si el estado es la legislación suprema por constitución, cualquier oposición de resistencia a ella (pacífica o violenta) constituiría una suerte de contradicción. Pues para que la revolución y sus hacedores le hicieran resistencia a un poder legítimo, “…tendría que haber una ley pública que autorizara esta resistencia del pueblo; es decir, que la legislación suprema contendría en sí misma la determinación de no ser la suprema y de convertir al pueblo como súbdito, en uno y el mismo juicio, en soberano de aquel al que está sometido; lo cual es contradictorio” (Kant, 1991, p.152). Desde luego que siguiendo esta misma lógica la revolución no tendría cabida. Pero aún falta por verse si la revolución, como resistencia al poder, sería legítima en la medida en que ese poder no lo sea.
Habría que ser muy poco conocedor de Kant para postular que este validaría una tiranía o un estado ilegítimo. El problema fundamental para Kant está en que el poder legítimo no se concentra en una persona, o en un estado, sino en esa voluntad universalmente legisladora que hace viable la permanencia de un estado que garantice las libertades. Kant quiere cuidar la formalidad de las leyes como elemento vinculante, como signo evidente del progreso histórico del derecho. No obstante, Kant, se sintió entusiasmado por la revolución francesa. Pero ¿cómo es posible esto siendo precisamente la revolución francesa un ejemplo claro de la misma resistencia del pueblo que él condena? Pues es precisamente el enfoque que hace Kant de la revolución francesa lo que le evita caer en una contradicción. El aspecto distintivo y determinante del suceso revolucionario de 1789 que Kant quiere destacar queda perfectamente resumido por Foucault (1984) cuando indica:
Lo que constituye el acontecimiento de valor rememorativo, demostrativo y pronóstico no es el drama revolucionario en sí mismo, no son las explosiones revolucionarias, ni la gesticulación que la acompaña. Lo que es significativo, es la manera en que la revolución se hace espectáculo, es la manera en que ella es recibida en todas partes por los espectadores, que no participan en ella, pero que la miran, que asisten a ella y que, más o en menos se dejan llevar por ella (p.185).[3]
En última instancia, el valor de la revolución para Kant pertenece a la esfera pública, a ese entusiasmo de las masas y su respectivo correlato en el aspecto racional de la cosa pública. Para Kant, la cuestión está en saber si los hechos revolucionarios pueden ser tomados racionalmente, es decir, si la participación afectiva y el entusiasmo suscitado entre los espectadores permite reconocer, a pesar de ciertos excesos que Kant va a despreciar (como el terror), un ideal que se cumpla en el acontecimiento mismo. A este respecto indica Kant en su Crítica del juicio: “El verdadero entusiasmo se dirige siempre a lo ideal, y por cierto, a uno que, como el concepto del derecho, es moralmente puro y no está impregnado por el egoísmo” (p. 187). De cierta forma, para Kant, el valor especulativo que tuvo la revolución francesa, entendida en su dimensión histórica[4], no es el suceso mismo per se, sino el respectivo impacto que tuvo en sus espectadores y que a la postre se traduciría en un elemento vinculante de las voluntades libres de los sujetos de derecho.
Hannah Arendt: la historia del concepto revolución
Para explicitar y desarrollar el carácter histórico del concepto de revolución es imprescindible la figura de Hannah Arendt, quien, en su ensayo Sobre la Revolución, revela claves genealógicamente puntuales para entender el término. En este texto fundamental de la filosofía política contemporánea, Arendt detecta que el origen primigenio que tiene este vocablo, en el campo de lo político[5], pareciese contradecir el sentido que hoy se le imputa. Pues “la palabra se utilizó por primera vez (…) en 1660, con ocasión del restablecimiento de la monarquía” (Arendt, 1988, p.44). La contradicción que supone designar a una revolución como un restablecimiento o un retorno a un algo extraviado que debe o necesita ser recuperado es hoy un pronunciamiento harto complejo de sostener. Pues, aún y cuando su uso original tiene este sentido de restauración, la gran mayoría de las discusiones contemporáneas en torno al concepto de revolución vienen encausadas por un principio radical de apertura a lo novedoso que debe ocupar (sustituir, desplazar) el lugar de lo dado por caduco, injusto o insostenible[6]. Pero ¿cuándo y porqué adquirió este nuevo significado el vocablo revolución? La respuesta a este reajuste semántico lo encuentra Arendt en la última década del siglo XVIII, cuando el humo gris que emanó de la Bastilla anunciaba una suerte de desajuste eterno en los resortes de la historia política de la humanidad. No obstante, y en principio, como bien acota Arendt (2018):
…lo sucedido a finales del siglo XVIII fue en realidad un intento de restauración y recuperación de antiguos derechos y privilegios que acabó justo en lo contrario: en el desarrollo progresivo y la apertura de un futuro que desafiaba cualquier intento posterior de actuar o de pensar en términos de movimiento circular o giratorio (p.44).
Cualquier ideal de restauración en un proceso revolucionario, de ahí en adelante, no sería sino el deseo de acompañar en el húmedo tablero del cadalso de la historia a las cabezas de Luis XVI, María Antonieta y hasta la del propio Robespierre.
La revolución francesa tuvo una hondura tal en la historia política de la humanidad, que no pocos autores encuentran en este suceso el fin de un siglo que aún trascurría. Curiosamente, la resemantización de esta década, marcada por el terror, la manipulación e intrigas políticas de todo tipo fue retraída por el eslogan de libertad, igualdad y fraternidad, mientras que algunos importantes ideales ilustrados (cimientos ideológicos de aquella revolución) como separación de poderes, tolerancia religiosa y política, se vieron inequívocamente socavados por figuras que concentraron en sí todo el poder de una monarquía disfrazada de pueblo.
De esta dramática consecuencia, Arendt (2018) señala, tomando en consideración la experiencia francesa y la incesante acumulación de revoluciones al pasar de los siglos, una característica común a todas estas:
Las revoluciones no son respuestas necesarias, sino respuestas posibles a la delegación de poderes de un régimen; no la causa, sino la consecuencia del desmoronamiento de la autoridad política. En todos los lugares en los que se ha permitido que se desarrollen sin control esos procesos desintegradores, habitualmente durante un periodo prolongado de tiempo, pueden producirse revoluciones, a condición de que haya un número suficiente de gente preparada para el colapso del régimen existente y para la toma del poder (p. 67).
La revolución, bajo la mirada de Arendt, no es ya una causa efectiva para el cambio del ritmo político, ni un azar incontenible al que el influjo de la historia no puede someter, sino la pura consecuencia de un estado (en mayúsculas y minúsculas) de cosas ineficiente y propiciatorio para su surgimiento. El revolucionario no sería entonces aquel que subvierte por sus solas fuerzas la naturaleza política de un status quo, ni aquel otro que avizora un horizonte de posibilidades y se embarca en la titánica tarea de hacerlo real contra todo pronóstico; sino que más bien el sujeto revolucionario, el hacedor de revoluciones, viene a tener, para sí, una suerte de astucia necesaria para determinar cuando existe un vacío de poder, de autoridad o representación real, y sentar unas bases convincentes para que la teoría y la praxis de su discurso coincidan con la voluntad general de una mayoría cansada.
Es importante recalcar que en las disquisiciones de Arendt sobre la revolución existe un elemento de novedad radical que no debe ser obviado. Pues si bien, “los revolucionarios son los que saben cuándo está el poder abandonado en la calle y cuándo pueden recogerlo” (Arendt, 1973, p.208), también es cierto que para que tenga lugar la revolución, primero debe pasar algo indescifrable, algo que irrumpa ciertos códigos establecidos en una situación dada, y sólo luego, es posible que el proceso de verdad, esto es, la enunciación de dicho acontecimiento pueda tener lugar. Esta novedad radical queda expresada en ese breve diálogo imaginario que, recreado por la autora alemana, sostuvo Luis XVI y su mensajero, el duque de La Rochefoucauld-Liancourt. En la noche del 14 de julio de 1789 cuando el rey, enterado de los recientes sucesos de la Bastilla, exclamó: “C’est une révolte”, y la respuesta de Liancourt fue: Non, Sire, c’est une révolution (Arendt, 1988, p.63). En este intercambio puede constatarse el último intento impotente de Luis XVI por inscribir los sucesos de la Bastilla dentro de una categoría conocida (la revuelta), lo que le aportaría a este un curso a seguir conocido, una estrategia determinada y previsible. Las revueltas han existido siempre y el poder conoce maneras de sofocarlas, barrerlas del mapa. La respuesta de Liancourt, por el contrario, es la declaración de fe en un acontecimiento nunca visto, un acontecimiento sin precedentes. De ahí que quedaran sobrepasadas las bases explicativas de las que disponía y lanzara la famosa exclamación: ¡Es una revolución!
Luego de haber preparado el terreno para considerar el concepto de revolución en la filosofía hegeliana a partir de dos referentes fundamentales como lo son Kant y Arendt, es hora de pasar al asunto principal de este ensayo: el concepto de revolución en Hegel. En primer lugar, habría que señalar -o recordar- que cualquiera que pretenda situar (poner en relación con) en el interior de la filosofía hegeliana una discusión o reflexión de tipo especulativa ha de tener muchísimo cuidado. Y este cuidado, no solo ha de ser con la forma en que pretenda insertarse éste o aquel concepto previendo de mantener la organicidad y dinamismo que le es propio al espíritu hegeliano para que este no se vea falseado, sino que, además, se debe evitar no mal situar el concepto en cuestión, es decir, hallar el espacio que le es más propicio en el movimiento todo del espíritu hegeliano. Para cumplir con el objetivo planteado, estas advertencias previas son fundamentales si se quiere ser fiel a Hegel y no a una agenda intelectual o ideológica de ningún tipo.
(…)
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Notas
[1] “La Revolución francesa permaneció como el acontecimiento político crucial de su vida y como el que en mayor medida influyó su pensamiento” (BECCHI, 1991, p. 165).
[2] Si bien existen matices diferentes entre la posición de Weil y Habermas en relación con este texto de Ritter, la idea de tomar a la filosofía de Hegel como una filosofía de la revolución permanece. Para consultar un análisis a este respecto consultar el ensayo de Paolo Becchi (1991).
[3] Subrayado del autor.
[4] En el Prefacio a la Segunda Edición de la Crítica de la Razón Pura, Kant se refiere al giro operado por Copérnico en la física identificándolo con el procedimiento crítico en su filosofía. Pero cabe interpretar este giro en el sentido de una revolución del modo del pensamiento (Umänderung der Denkart). De ahí la diferencia entre una revolución entendida en términos históricos y de una en términos de pensamiento. (Kant, 1970, p. 129).
[5]Es importante subrayar que un siglo antes de que se utilizase el término revolución, en un marco político, Nicolas Copérnico lo usó para referirse al devenir regular, rotatorio y sujeto a leyes propias que seguían los astros y planetas Se trataba de la palabra latina revolutionibus, cuya referencia más cercana era la de un movimiento recurrente, cíclico y, en tal medida, similar a la idea de un orden al que a pesar de los sobresaltos siempre se retornaba, al margen, por cierto, de toda voluntad humana.
[6] En este sentido resultan fundamentales las polémicas discusiones del término que hacen autores como Žižek, Antonio Negri, Ernesto Laclau y Jacques Ranciere, entre otros.
Artículo publicado originalmente en Leiva Rubio, G. (2022). Hegel y la revolución. Dialektika: Revista De Investigación Filosófica Y Teoría Social, 4(11), 10-26. https://doi.org/10.51528/dk.vol4.id83