En 1870, cada vez que Ulysses S. Grant salía del Parlamento tras un ajetreado día de decisiones políticas y se retiraba al Hotel Willard a descansar, para su natural desaliento, ciudadanos indignados le esperaban en el lobby con el fin de presionarle cada uno en la dirección que su interés político requería. Desde entonces, a los grupos de presión les denominamos en Occidente lobbies y, aunque su actividad ya no frecuenta los hoteles presidenciales, siguen ayudando a enderezar el rumbo político que, de lo contrario, sólo dirigiría el gobierno de turno.
Lejos de la democracia directa, que durante un tiempo fue posible en la Grecia ilustrada, hoy en día las democracias representativas precisan, además de una mediación entre la toma de decisiones y los intereses de la ciudadanía, la semejanza de los intereses para formar grupos suficientemente representativos. De ahí que la capacidad de representar efectivamente los intereses concretos de la ciudadanía sea escasa; si la pluralidad está permitida y de hecho existe, la pregunta sería cómo es posible darle vía de acceso al poder político cuando su representación completa es impensable en los actuales sistemas electorales cuantitativistas.
La conquista de la democracia como modelo político ha consistido, hasta ahora, en que todos y cada uno de los sujetos que componen la sociedad eligen a sus representantes, cada uno de los cuales tendrá la misma capacidad para la realización del interés general. Ahora bien, la crisis de la democracia en la actualidad consiste precisamente en que, pese a la suma de todas las partes, el resultado final no se corresponde, no representa el interés general.
Ya en 1774 lo advertía Burke en su Discurso al electorado de Bristol:
“El Parlamento no es un congreso de embajadores que representan intereses diferentes y hostiles que deban siempre mantener, como si se tratara de agentes y abogados, contra otros agentes y abogados, sino que el Parlamento es una asamblea deliberativa de una nación, con un único interés, el del todo, y en el que los intereses o prejuicios locales no deberían ser la guía, sino el bien general, que resulta de la Razón general del todo. Tú eliges un miembro de Bristol, es cierto; pero una vez lo has elegido ya no es un miembro de Bristol, sino un miembro del Parlamento…”
O en términos más cercanos, tú eliges a un candidato del PP, PSOE o IU, pero, una vez elegido ya no es un miembro del PP, PSOE o IU, sino del Parlamento. De lo contrario, podría devenir cierta la máxima de Lenin, por radical que parezca, que reza: las elecciones sólo eran el medio que permitía a los oprimidos elegir, cada cuatro años, a sus opresores.
Pues bien, en la actual crisis del poder legislativo -pilar sobre el que debería descansar el sistema estatal- a favor del fortalecimiento del ejecutivo –aupado por el desorbitado valor cuantitativo de las mayorías-, van a ser los distintos grupos de interés (lobbies), en el sentido más amplio del término, los que ocupen ese vacío creado entre la democracia y la representación. Sólo si éstos adquieren el mismo poder que ha tenido el individuo-elector en la democracia representativa tradicional, podrán conformar un espectro de participación suficientemente amplio como para volver a consolidar las democracias occidentales.
Con frecuencia estos grupos de presión se han objetivado en conglomerados, más o menos homogéneos, con forma de sindicatos obreros, patronal, círculos de empresarios y, por qué no, ONGs. Sin embargo -como sabía muy bien Ulysses S. Grant-, un grupo de presión (un lobby) no tiene por qué actuar bajo unas siglas; un grupo de presión puede ser un ciudadano indignado por una política improcedente o un conjunto de ciudadanos que, ocasionalmente, participa de una acción de protesta o de creación alternativa que, de algún modo, pretende presionar al gobierno. En este sentido, cualquiera de nosotros es un “presionador en potencia”, por decirlo así, es más, todos tenemos el deber moral de hacerlo para conseguir la “felicidad política”, la eudaimonia.
…un grupo de presión puede ser un ciudadano indignado por una política improcedente o un conjunto de ciudadanos que, ocasionalmente, participa de una acción de protesta o de creación alternativa que, de algún modo, pretende presionar al gobierno
Para ello, tres son los instrumentos básicos y todos ellos los tenemos a nuestro alcance: en primer lugar, un motivo de indignación -algo “precioso”, según Stéphane Hessel-; en segundo lugar, la información/formación suficiente para que la crítica llegue a convertirse en creación y no simplemente en “pataleo”; y, por último, el vehículo de transmisión porque, como decía Luís Martín Santos, la información no es nunca un regalo inocente. Por el hecho de informar y ser informado estamos abriendo y cerrando caminos, modificando conductas, y, si la información que emitimos o recibimos tiene prestigio, llega hasta convertirse en un mandar, lo mismo que si fuera una consigna. Motivos: la falta de empleo juvenil, la xenofobia, la inflación, la escasez de vivienda pública. Formación/información, porque dentro del sistema educativo occidental y en la vorágine de la “sociedad de la información”, quien no esté informado es porque no quiere.
Hace poco más de dos décadas coincidieron por azar dos “grandes de la experiencia” en un mismo lema. Stéphane Hessel, miembro del Consejo Nacional de la Resistencia contra el invasor nazi y, más tarde, co-redactor de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, saltó a la fama con un escrito que tituló Indignaos. En él concluía con una invitación a los jóvenes: “CREAR ES RESISTIR, RESISTIR ES CREAR”.
Por su parte, un año después, Ana María Matute se atrevía a afirmar en su discurso de agradecimiento al Premio Cervantes que “EL QUE NO INVENTA, NO VIVE.” La creación, la invención, o, en términos políticos, la participación, son las herramientas que todo ciudadano posee para una vida entendida como resistencia: ante el ejército invasor, ante los bombardeos indiscriminados, ante la mutilación de los cuentos o ante la falta de empleo.
La creación, la invención, o, en términos políticos, la participación, son las herramientas que todo ciudadano posee para una vida entendida como resistencia: ante el ejército invasor, ante los bombardeos indiscriminados, ante la mutilación de los cuentos o ante la falta de empleo
Y Carlos Fernández Liria puso por aquellas fechas negro sobre blanco una reivindicación cada día más lícita tenemos que tener derecho a decir que, en las circunstancias presentes, un plan de demolición sostenible (o de decrecimiento acelerado) supondría un gran progreso para el género humano. La demolición de un edificio consiste en eliminar incluso los cimientos…Si el edificio político –aunque sólo sea una pequeña parte del mismo- se desmorona, es necesario estar preparados, como “animales políticos” que somos, para levantarlo de nuevo sobre unos fundamentos, cuya sostenibilidad sea responsabilidad de cada uno de nosotros.
En esto, y no en votar cada cuatro años, consiste la democracia, la verdadera soberanía popular.