Gramsci y la hegemonía

Gramsci y la hegemonía: El Estado contemporáneo entre la zanahoria y el garrote

Pues el signo más evidente de una hegemonía efectiva es que el poder ejercido sobre los oprimidos se convierta en cuestión de sentido común
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Es de conocimiento general que cuando el puño comienza, toda palabra acaba. O sea, que cuando el lenguaje hablado falla en el proceso de entendimiento, los seres humanos suelen recurrir al tradicional y prehistórico método de la violencia directa. El Estado, derimidor de las contradicciones de clase, no será la excepción.

Sin embargo, y ello sucede a menudo, el gobierno por la violencia y el miedo no suele ser efectivo a largo plazo. De ahí que el gobierno ideal contemporáneo, para no violar el dictum maquiavélico, gobierna externamente mediante el “amor”, mientras que internaliza el odio en forma de violencia simbólica en el inconsciente social.

En las sociedades modernas el poder tiene gran parte de consentimiento. Los gobernantes comparten los valores de los gobernados, de tal forma que los últimos puedan tener la ilusión de libre albedrío. En estos días se cumple un año del asalto al capitolio en Washintown DC, uno de los referentes más cercanos de la sintomatología que se describe acá. Como mesías de la clase media, y quizás de otros sectores más estultos de la sociedad norteamericana (conspiranóicos en su mayoría), la pérdida electoral de Trump era la pérdida de un sentido común que se impuso en sus cuatro años de mandato. A saber, que los problemas de Estados Unidos estaban en el otro, en lo externo, y no en las contradicciones internas del  capital nacional.

Pues el signo más evidente de una hegemonía efectiva es que el poder ejercido sobre los oprimidos se convierta en cuestión de sentido común. Como en La Ideología Alemana de Marx, el pueblo ejerce la voluntad de un hegemón, pero no sabe porqué lo hace realmente.

Para ello, evidentemente, tiene que existir una negociación entre grupos de poder que se realiza en el campo de la cultura, pues uno de los signos definitorios de la contemporaneidad es que el campo de batalla se traslada a la cultura, en especial a los medios de difusión masiva que emergen después de la Segunda Guerra Mundial, y se convierten en el cuarto y quinto poder del Estado.

Para Gramsci, al contrario, existe una relación dialéctica entre base y superestructura, y no una subordinación, tal como se veía en otras corrientes marxistas. De ahí la importancia del campo de batalla cultural, en donde el equilibrio entre lo nacional y lo popular es vital.

El proceso hegemónico se caracteriza en que, a diferencia del siglo XIX, cultura, política y economía se desarrollan en el siglo XX en un constante proceso de circulación, en donde no existe una relación de subordinación manifiesta. Para Marx (en un grosero ejercicio de vulgarización y simplificación, claro está) la base económica, la producción real de mercancías determina a una superestructura política y cultural que va a la saga de la primera, pues persigue los cambios reales de la producción con cierto atraso (Kolakowski, 1980, pp. 335-336).

Para Gramsci, al contrario, existe una relación dialéctica entre base y superestructura, y no una subordinación, tal como se veía en otras corrientes marxistas. De ahí la importancia del campo de batalla cultural, en donde el equilibrio entre lo nacional y lo popular es vital. El poder nunca debe imponer una nueva cultura, al menos no directamente. La Roma imperial, por una parte, sabía ejercer el garrote de la violencia directa, pero, por otra parte, nunca imponía sus dioses, sino que se sincretizaba con los dioses locales, de tal forma que la cultura romana entraba también por medios sutiles y no violentos, de ahí la “zanahoria” del poder.

El nuevo poder, para ser efectivo, debe entonces guardar el garrote para situaciones extremas, y recurrir a la zanahoria en el gobierno cotidiano. Debe hacerlo con instituciones y prácticas sociales que aparenten independencia de la política, en el marco de la sociedad civil. Según Bobbio (1991), y a diferencia de concepciones marxistas anteriores la “…sociedad civil comprende para Gramsci no ya todo el conjunto de las relaciones materiales, sino todo el conjunto de las relaciones ideológico-culturales, no ya todo el conjunto de la vida comercial e industrial, sino todo el conjunto de la vida espiritual e intelectual” (pp. 348-349).

Y sobre la base de este edificio conceptual enriquecido, el Estado debe construir un poder que se disfrace de sentido común. O sea, que se asuma como natural, como ideología, y no como impuesto directamente por el poder.

Para alcanzar esta meta, los intelectuales tienen un papel central. Para Gramsci un intelectual orgánico es aquel que marcha al nivel del desarrollo e imposición de un sistema político determinado, aquel que brota “sobre el terreno a exigencias de una función necesaria en el campo de la producción económica” (Gramsci, 1967, p. 22). Por ello, “… podría decirse que todos los hombres son intelectuales, pero que no todos tienen en la sociedad la función de intelectuales”(Gramsci, 1967, p. 26).

En una suerte de variación marxista del cogito cartesiano, debemos a Gramsci la reflexión de que toda persona puede ser sujeto del proceso revolucionario, no importa lo simple de su trabajo. En medio de la polémica de si las revoluciones eran espontáneas o necesitaban una vanguardia intelectual que las dirigiera, Gramsci se inclina, al menos a priori, por la capacidad del obrero y el campesino de ser activos en el proceso revolucionario. Sobre los abusos y malinterpretaciones de esta idea, no cabe discutir acá, pero se hace evidente el matiz populista de tales afirmaciones.

Se debe recordar que, a diferencia del plan de Marx, las revoluciones socialistas brotaron en las marginalias del capital, en donde el movimiento obrero es más débil y su preparación política es más pobre. La revolución que germinó fue, en esencia, una revolución mayoritariamente campesina, de ahí las similitudes entre Rusia e Italia que hicieron a Gramsci fijar su atención en Lenin. Por supuesto, me refiero aquí a márgenes geográficos, o sea, paises alejados de los centros del capital. Marx fue un hombre que vaticinó muchas cosas, pero nunca que brotara la flor de la revolución en lugares tan lejanos como Rusia.

La Italia de principios de siglo XX era una Italia dividida entre un norte culto e industrial, y un sur agrario e ignorante (Jones, 2006, p. 18). En una política de “divide y vencerás”, la opresión se legitimaba en esta división. Por ello la misión de Gramsci era unir ambas italias en un frente común de revolución socialista, cosa que no logra, pero que demuestra ser la clave correcta pues Mussolini sí lo lograría años después. De ahí la importancia de una unión entre lo nacional y lo popular.

Uno de los méritos de Gramsci fue acotar el marxismo a las condiciones internas de Italia, tal como Lenin lo hizo con Rusia. No le importaba tanto a Gramsci la posibilidad de una revolución socialista mundial (a lo Trostski), como el esfuerzo aparentemente más humilde de una revolución socialista en Italia. La tarea, como se verá, no era nada fácil.

Casi desde el inicio del estado nacional italiano, la burguesía buscaba imponer su cultura al atrasado sur. Evidentemente, no puede existir riqueza sin desarrollo de las fuerzas productivas. Pero no importa acá tanto el qué como el cómo, pues la crítica principal de Gramsci es el carácter de colonialismo cultural de los programas de desarrollo para el sur.

La principal herramienta de coloniaje fue la imposición del “italiano estándar” del norte sobre los dialectos del sur. Gramsci va construyendo su concepto de hegemonía cuando da cuenta de que al adoptar en los colegios éste italiano estándar, privan a las culturas dialectales de su reproducción en medios más eficientes que la transmisión oral. Impiden, por otra parte, que las culturas dialectales tengan acceso a la cultura nacional y a la academia.

Ahora bien, continúan siendo los humildes el principal motor revolucionario, por lo que esta brecha en el lenguaje es efectiva para fomentar la desunión, pero impide la necesaria comunicación del gobierno con el pueblo, de tal forma que se impide tanto la revolución como el acceso a los humildes, generando una situación de “tablas” que impide avanzar otra casilla en el tablero estratégico del poder.

Pero Gramsci nota que, si bien en Italia no existen, por ejemplo, escritores nacionales como un Shakespeare o un Dostoyevski; si existe un vínculo efectivo entre norte y sur: la ópera. La ópera es una expresión artística muy accesible, no exige saber leer y apela más al sentimiento que al pensamiento, de ahí la importancia de utilizar el folklore como herramienta política  (Jones, 2006, p. 36).

A diferencia de la visión intelectualista de folklore como conocimiento menor, Gramsci lo considera como una concepción del mundo, como una cosmovisión válida y efectiva para unir al norte y al sur. El folklore resiste toda centralización, es polifacético y dinámico, lo cual permite que con adaptaciones mínimas pueda encauzar un proyecto nacional.

La construcción de una nación-popular necesita una síntesis de la cultura del norte y el sur. Este nuevo proyecto cultural no puede ser impuesto sobre los pueblos, sino que debe estar enraizado en la cultura popular, aunque ésta sea atrasada y convencional. De ahí las necesarias alianzas con instituciones reaccionarias como la iglesia católica de su época. El proceso hegemónico no puede ser una guerra frontal, sino una guerra de posiciones (a usanza de la Primera Guerra Mundial) en donde las pequeñas victorias (parlamentarias, por ejemplo) engrosan la posibilidad de una sociedad socialista futura.

Ello, por supuesto, no se logró; pero no porque el planteamiento fuera incorrecto, sino por caer en oídos sordos. Mussolini, por su parte, sí lo logra. Utiliza el complejo de inferioridad y derrota del pueblo italiano como combustible nacionalista, logrando, en 1922, una victoria parlamentaria que sería el germen del fascismo futuro y sus horrores. Sobre esta derrota del ideal gramsciano existen diversas explicaciones. La más inmediata es la desunión de los partidos comunistas italianos, cuyo apelativo al pueblo era más intelectual que sentimental, a diferencia de Mussolini, que explota la urdimbre del sentimiento de inferioridad nacionalista de Italia.

Gramsci inaugura el complicado edificio del poder hegemónico. Por sus características, su pensamiento germina en América Latina, en donde existe un ejercicio cultural colonial por parte del norte, y una reacción más o menos efectiva por parte del sur. Sin embargo, y esto es clave, se debe recordar que el Estado utilizará la zanahoria todo lo que pueda, pero ante una pérdida inminente del poder, prepara el garrote para imponer su criterio. La contraofensiva radical de derecha, los asesinatos que asolan a los líderes de izquierda en nuestro continente, son muestra evidente del garrote silente, que hace rato sustituyó el ejercicio de la violencia sutil de carácter cultural.

 

Referencias

Bobbio, N. (1991). Estudios de historia de la filosofía: De Hobbes a Gramsci. Debate.

Gramsci, A. (1967). La formación de los intelectuales. Grijalbo.

Jones, S. (2006). Antonio Gramsci. Routledge.

Kolakowski, L. (1980). Las corrientes principales del marxismo (Vol. 1). Alianza Editorial.

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