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Creer que el hombre es solo ser social o que como ser social debe anteponer todo lo colectivo, sin entender a fondo el origen de sus pensamientos y comportamientos, puede conducir a fracasos individuales y sociales. […] Cada persona es responsable de lo que le acaece y al psicoanálisis le cabe alertar acerca de la inevitabilidad de una discordia eterna, un malestar que, por una parte, es inherente a la cultura y lo atormenta y, al mismo tiempo, es el impulso de vivir y sobrevivir al límite de su autodestrucción.
Aracelys Bedevia Santoyo (Psicoanálisis en Cuba)
En la academia, y fuera de ella, basta con mencionar solo el nombre de Freud o aludir al psicoanálisis y de inmediato saltan adeptos o antagonistas teóricos. Sin lugar a dudas, Freud crea una propuesta epistemológica que divide a académicos e interesados en humanidades en aquellos que simpatizan con el psicoanálisis y otros que lo evaden. Desde la clínica, Freud, abre varias interrogantes, conceptos y metodologías que escapan del ámbito terapéutico y desembocan en otras disciplinas como la epistemología, la estética, las ciencias políticas, la comunicación e inclusive la literatura y la actividad creativa. En su tratamiento terapéutico se abre un abanico epistémico novedoso. Freud habría desenmascarado algo más que un análisis de la psiquis; habría conformado teóricamente una pregunta por el inconsciente.
Para Freud, el paciente del psicoanálisis debe tener el interés de iniciar un proceso de autorreflexión; porque sin este autoconocimiento quedará atrapado en la neurosis (Eagleton, 2001, p. 172). El proceso autorreflexivo cambia la situación del “paciente” a un estado relativamente activo. La figura epistemológica en Freud cambia, al mismo tiempo que cambia su terapia. Con Freud ya no estamos en presencia de un cuerpo-mente defectuoso que necesita un conocimiento “externo” que sitúe o aplique su cura. La relación médico-paciente cambia. La cura en sentido freudiano no viene de afuera, sino de un proceso autorreflexivo, el analista solo supervisa el camino hacia la posible cura. Esta premisa supone un previo desconocimiento de sí, una inconsciencia de su propia subjetividad. La actividad epistemológica de la cura parte de esta “intervención”, de la forma en que el paciente se involucra, tanto como el analista en la terapia. La esquemática estrictamente objetiva se desvanece. La supuesta objetividad “pura” implica una inconsciencia del sujeto de conocimiento. La sospecha está lanzada contra la certeza de una verdad desinteresada, sin un sujeto que la involucre en un interés oculto y reprimido.
El examen por el propio paciente de sus deseos reprimidos y el desocultamiento de las distorsiones imaginarias, ponen al individuo en un momento de autocrítica; en un verdadero momento de autoconciencia de sí. Vale decir, en sentido filosófico, se pueden dar las premisas para que el paciente logre el momento “realmente” subjetivo en la filosofía, el momento en que tome el conocimiento de sí mismo, se tome a sí mismo como objeto, vale decir se haga sujeto o autoconciencia. Siguiendo este antecedente, no es de extrañar lo provocante que es el psicoanálisis para la filosofía.
En el examen de los sueños desde el psicoanálisis, existe un discurso aparente y tras él hay una labor del sueño, un lenguaje silente. El sueño del paciente pasa por un proceso de coherencia, una revisión secundaria que el paciente produce sobre la labor del sueño. Este proceso de coherencia es la versión del sueño que presenta el paciente en estado de vigilia mientras confiesa su sueño. La intención freudiana es un oído sospechoso frente a este discurso manifiesto, frente al propio fenómeno de contar el sueño. El sueño, como la fábula, es un discurso coherente, son momentos de producción del sujeto. El discurso manifiesto del sujeto es una producción, un momento en que el sujeto pone en funcionamiento su capacidad de fabricación de un síntoma. El discurso coherente del individuo esconde sus verdaderas condiciones de producción: en Freud estaríamos hablando del trabajo del sueño, y del trabajo de la racionalización.
Pensar no es la vieja imagen contemplativa que define lo verdadero, sino una intervención belicosa entre fuerzas antagónicas. El proceso epistémico en el psicoanálisis pasa por esta lucha entre el deseo y la cultura. El superyó, al ser una forma de dominio anímico del sistema (cultura), pone al conocimiento en función sospechosa.
El sueño oculta motivaciones inconscientes en un disfraz simbólico. Freud empieza a sospechar de las representaciones conscientes del sujeto. En este momento empieza la desconfianza freudiana, busca aquellas condiciones y estructuras que sostienen las representaciones del sujeto. Freud afirma que el síntoma neurótico es una formación de compromiso, en su estructura interna hay una lucha de fuerzas inconscientes. Por un lado, está el deseo inconsciente que busca manifestarse; y, por otro lado, rige el poder represivo del yo, que se esfuerza por reintegrar el deseo al inconsciente. Tenemos el síntoma neurótico en una doble dimensión, en un ocultamiento y una revelación simultánea. Una conducta neurótica no es simplemente la expresión de un problema profundo, sino también una manera de intentar afrontarlo. La conducta neurótica se asume como una táctica inconsciente, pre-reflexiva, que intenta resolver conflictos genuinos, aun cuando se resuelvan de forma ilusoria. La producción de una estrategia inconsciente por parte del sujeto implica una actividad, una producción desconocida por parte de su autor. La conducta neurótica es una producción activa, aunque mistificada, del compromiso que tiene el sujeto con el problema que le desespera. Tanto el problema oculto, la implicación de la conducta neurótica y la producción del sujeto queda en el inconsciente, aparecen como una mistificación de externalidad, una fuerza fuera del control del sujeto. Lo mismo puede decirse de las ideologías, donde el objeto ideal son producciones sociales mistificadas, pre-reflexivas, ideales que ocultan las contradicciones sociales, que contienen el problema real, resolviéndolo imaginariamente.
En Freud vemos la contradicción entre el interés particular y el social. Desde la perspectiva del individuo, todo el entramado cultural se convierte en una disciplina del cuerpo, un sacrificio de las pulsiones del individuo. El animal biológico se somete a la cultura, olvidando sus deseos más profundos, su bestialidad, su apetito sexual y su voluntad de imponerse. Este sacrificio necesario (la cultura) pone de manifiesto una fastidiosa opresión a la vida, los valores sociales mantienen constreñido los deseos y la actividad individual. Freud, por su parte, afirma que esta es una desgracia necesaria, una condición trágica bajo la necesidad de mantener el relativo orden social. La cultura, su entramado social, reclama del individuo una condición inquieta. Por un lado, la necesidad por parte del individuo de mantener los lazos sociales que interiorizó el yo, y, por otro lado, mantener reprimido sus inquietudes más íntimas; ponen al hombre particular en una condición de contrariedad. Esta contradicción se interioriza en la psiquis, el precio para el hombre es su salud mental.
Las ilusiones y los síntomas operan a modo de atenuante frente a la fastidiosa existencia del hombre atado en la cultura. Este estado de guerra, de fractura ontológica de lo social es uno de los momentos críticos de Freud, la preocupación se lanza sobre las formas disciplinarias que domestican al cuerpo y la psiquis humana.
El psicoanálisis busca entender los nexos, a veces perdidos, entre el inconsciente y la conciencia. Para una sociedad que pretenda desarrollar actitudes conscientes de sus individuos es fundamental estudiar con rigor los fenómenos del pensamiento (Laje & Bedevia, 2017, p. 159).
El sujeto está involucrado en el tejido mismo de la cultura. El dominio de la cultura causa una fractura en el individuo. La disciplina “moral” requiere un dominio de afecciones que se cristaliza en el superyó; de modo que lo inconsciente y lo consciente se entrelazan en un juego de latencias y síntomas en el sujeto.
No es cierto que el alma humana no haya experimentado evolución alguna desde las épocas más antiguas y que, a diferencia de lo que ocurre con los progresos de la ciencia y de la técnica, permanezca hoy idéntica a lo que fue en el comienzo de la historia. Aquí podemos pesquisar uno de esos progresos anímicos. Está en la línea de nuestra evolución interiorizar poco a poco la compulsión externa, así: una instancia anímica particular, el superyó del ser humano, la acoge entre sus mandamientos. Todo niño nos exhibe el proceso de una trasmudación de esa índole, y sólo a través de ella deviene moral y social. Este fortalecimiento del superyó es un patrimonio psicológico de la cultura, de supremo valor. Las personas en quienes se consuma se trasforman de enemigos de la cultura a portadores de ella. (Freud, 2003, p. 3)
La cultura va modelando persuasivamente la psiquis. A lo largo de la historia, la sociedad ha demandado de sus cuerpos vivientes (los hombres) una disciplina de sus pulsiones. Freud se interroga cómo la psiquis humana pasa por un proceso de modelación acorde con la historia y la sociedad. La historicidad va moldeando la psiquis a las necesidades sociales. La subjetividad pasa por este proceso de interiorización de la cultura, y a consecuencia nace el espacio anímico del superyó. El superyó es la apropiación psíquica del dominio de la cultura sobre el hombre particular, somete a una guerra interna al hombre, entre sus deseos y sus mandamientos. La interiorización de este dominio de la cultura pone en estado de turbulencia a la psiquis. Las representaciones conscientes, los valores y la conducta aparecen como una pantalla que cubre la verdadera imposición de una maquinaria de disciplina social.
El viejo sujeto centrado de la razón ilustrada se difumina, las claras y lúcidas ideas de la modernidad se vuelven opacas y sospechosas. El sujeto lúcido y transparente comienza a desarticularse, toma posición una lucha que se enmascara en los valores culturales. El conocimiento deja de ser una universalidad transparente, para convertirse en un escenario de lucha, de una guerra ilícita a espaldas de la consciencia del sujeto. La verdadera posición crítica se asume desde el conflicto que es el pensamiento. Pensar no es la vieja imagen contemplativa que define lo verdadero, sino una intervención belicosa entre fuerzas antagónicas. El proceso epistémico en el psicoanálisis pasa por esta lucha entre el deseo y la cultura. El superyó, al ser una forma de dominio anímico del sistema (cultura), pone al conocimiento en función sospechosa. El turbio espacio de la actividad cognitiva puede estar en función de un mecanismo represivo, el superyó siempre está vigilante de cuidar los valores de la cultura. Esta nueva forma de concebir la disciplina social desde el inconsciente encierra el conocimiento en un dispositivo disciplinario. El dominio psíquico por parte de la cultura toma cuerpo en el superyó, como patrimonio cultural interiorizado. La ironía freudiana se pone de manifiesto en la contradicción estructural que vive la psiquis individual, contradicción que consiste en que los individuos que producen y realizan la cultura, son al mismo tiempo sus enemigos, su negación.
Bibliografía
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Eagleton, T. (2001). La idea de cultura. Buenos Aires: Editorial Paidós.
Eagleton, T. (2006). La Estética como ideologia. Madrid: Editorial Trotta.
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Laje, C., & Bedevia, A. (2017). Psicoanálisis en Cuba. La Habana: Editorial Científico-Técnica.
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Silva, L. (1978). Teoría Y Práctica De La Ideología. México. D.F.: Editorial Nuestro Tiempo, S.A.
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