Preámbulo
Luego de haber realizado uno de esos viajes por el mundo de la filosofía (debiera escribir aquí “de las filosofías”), donde lo raudo del andar, sumado a la diversidad y hondura de los paisajes (e independientemente de la belleza casi hiriente de muchos de ellos), nos sumerge en un estado que es una mezcla de asombro, crecimiento intelectual y espiritual, y también estupefacción; y luego de haber intentado el difícil oficio de “guía de viaje”, lo cual ha terminado agudizando mis estados previos (es decir, luego de haber atravesado la carrera de filosofía, y de haber intentado enseñarla en la Universidad de la Habana), he decidido diseñar un esbozo del viaje que me hubiese gustado dar, y no por ingratitud con aquellos “guías” que me ayudaron a andar, sino precisamente todo lo contrario, pues gracias a ellos es que pude realizar un viaje, lleno de emociones y descubrimientos.
Uno de esos descubrimientos fue que todos tenemos el derecho (y quizás la obligación) de elegir un itinerario propio, y sobre todo un modo de andar esos senderos, muchas veces laberínticos, del mundo del saber, y un modo propio de “mirar”. Y que lo propio no requiere justificaciones. Por lo que ahora he decidido avanzar sin seguir necesariamente las indicaciones de un dios Cronos demasiado rectilíneo como para que no provoque la falacia de que todo bosque tiene un camino principal; gustando detenerme en algunas islas cuya flora y fauna me parecen sumamente exóticas, y donde creo reconocer otras islas o continentes enteros en ellas; o a veces reflexionar sobre la embarcación misma en la que viajo, sobre la diversidad de los medios de transporte posibles (incluido ninguno); sobre lo absurdo de pretender recorrer este mundo en su totalidad, y sobre la tentación de construir una cabaña en medio del bosque y esperar allí la muerte.
Prescindiendo de metáforas: pretendo escribir apenas un sendero posible de una no-historia de la filosofía que sea a un tiempo fragmentaria (respecto al tiempo y a los tópicos), en contraposición a los modos “continuistas” y causalistas de narrar de muchos manuales (y profesores), intensiva y no extensiva, más en la dirección del detenimiento incisivo que de esas “visiones panorámicas” que suelen pecar de superficialidad; que de algún modo incluya el sentido del misterio y del fabular, sendos desterrados de los modos “positivistas” tan caros al academicismo.
Me mueve además la nostalgia por los comienzos, cuando el mundo del saber está por delante y todo promete ser descubrimiento y aventura. Y la esperanza de que la escritura sea como una especie de amuleto protector contra el demonio del dogmatismo, que en todos los tiempos gusta pasearse por los predios del saber.
Paradoja y misterio
La paradoja surge prácticamente al unísono de la filosofía. Cuando Anaximandro, de modo brillante, efectúa ese gran salto reflexivo consistente en percatarse de la conveniencia de poner como principio del mundo el apeiron, en cuanto ser indeterminado, pues es más fácil inferir o crear lo determinado a partir de lo indeterminado, que exigirle a un principio determinado -digamos el agua- la capacidad de generar otro elemento determinado –digamos el fuego-, funda el ser del mundo en un principio que por definición es impensable, o sólo lo es de manera “negativa”.
Por lo tanto, la salida de cierta “ingenuidad” con respecto a la consideración de los primeros principios del ser del mundo implica simultáneamente la entrada del “misterio” inherente a esos principios, y por lo tanto la limitación de la posibilidad de que sean pensados, lo cual no sólo limita la potencia explicativa de la filosofía, y por lo tanto “descorazona” todo optimismo filosófico, sino que además, le devuelve la capacidad de “asombro” ante el redescubrimiento de lo misterioso como elemento constitutivo del mundo.
continuará…
Teletransportada a tu aula. Fue un placer recuperar el asombro. Te leo y te sigo, claro, a mi manera.