Entre el texto y la construcción del sujeto

El encuentro con el lector
septiembre 19, 2020

Foto por:  Gursimrat Ganda

En cierta ocasión un autor español puso a debate la pregunta ¿Quién es el público y donde se encuentra? La respuesta a esta interrogante fue y ha sido tan efímera, que ha llevado a que señales difusas, sean las encargadas de demarcar al público, entorpeciendo el milenario arte de la literatura. Mas estas consideraciones no son portadoras del verdadero sentido en que aparece el público, o más bien, no esclarecen las condiciones y el ámbito en que aparece el lector. Solo se conoce de la existencia de un sujeto destinatario del texto y portador de una opinión: «el público es ilustrado, el público es indulgente, el público es imparcial»[1].   

Si la historia abogara por colocar alguna responsabilidad en la enunciación del lector, podrían señalarse sin titubeos al espíritu de la época y al desvirtuamiento de lo hermenéutico. El primero de los problemas, pone cara a cara con el estado actual del mundo globalizado, con la creciente informatización de la sociedad y el imperio del big data. A simple vista el lector que se perfila viene prejuiciado, atrapado por la posverdad y retocado a nivel de conciencia por las fake news. Si se precisa de un término para mayor claridad, este es el lector autómata, cuyos caracteres distintivos parten del consumo desmedido de información sin capacidad crítica-reflexiva alguna, como si se tratase de un tipo específico de enajenación: otra vez, el opio del pueblo.

Pero este tipo de lector no es constreñido desde el exterior, su propia inserción ingenua en la mundanidad lo lleva a dejarse seducir por el autor. Entonces el texto se convierte en móvil, escenario y acontecimiento al unísono: pudiera tratarse de un texto vacío, noticioso, de difícil acceso o de lectura entre líneas.

El lector autómata vive con la ilusión de ser portador de una verdad que puede ser configurada o no en el texto: juzga sin comprender, deambula por el mundo del lenguaje, opina desde la banalidad y la ignorancia, se jacta de un conocimiento que es resultado directo de una negación: anti metódico, anticientífico y antifilosófico. Al autor perspicaz, le es muy fácil manipular, guía la construcción de su intérprete con la intención de moldear un sujeto desprovisto de la capacidad de decodificar.

Todo lo contrario a este clima, el desvirtuamiento de lo interpretativo, ha gestado un nuevo prototipo de lector. Filosóficamente hablando el término sería un lector cartesiano, aliado de la duda metódica y crítico del diapasón semiótico en que se instala el texto.

Este lector se orienta por el principio de una mayéutica cínica y desconfiada en coalición con la hermenéutica filosófica. Pero, además, es un lector que proclama la inclusión, que defiende la prosa poética y literaria en el texto científico, que no vagabundea sin esgrimir argumentos sólidos, que aprende la diferencia entre ensayo literario y artículo académico, que se inserta en el universo del autor y se reconoce en la teatralidad de la obra.

En esta posición también hay un lector en un escaño similar. Un lector que apropiándose del verso antiguo y de la prosa moderna se profesa en condiciones de ilustrado, de autoridad del género clásico y romántico. Revisitando a José Ingenieros, este es el lector mediocre que puede manifestarse en la figura del periodista ordinario y vulgar, del académico inexperto, del intelectual y literato pomposo: «Empero aquí un momento de observación. Reparo con singular extrañeza que el público tiene gustos infundados. No sé cuál es el mejor, pero sí escribo: el público es caprichoso»[2].

Sin embargo, existe un lector, víctima en el fuego cruzado de los prejuicios entre lo literario y lo científico, un lector de cualidades básicas de comprensión. Este es el lector de café, de recortes de periódicos, de magazines a color. Y en cuestión de gustos-afiliaciones, este lector prefiere a Borges por su fama y sus significados simples, antes que a Platón con sus diálogos densos. Este es el lector pasivo, un género común y pintoresco. No tiene templo preciso donde idolatrar a sus dioses de la ficción, por tanto, el autor no es relevante porque varia constantemente, pero la interpretación siempre es la misma: sencilla, burda, sin imaginación.

La construcción del sujeto intérprete, está comprometida desde el momento en que emerge su capacidad de inserción en el texto y se interconecta con su acervo cultural particular. Así, en la tempestiva heterogeneidad nace el lector. Si se rehúsan estos elementos como condicionantes, el resultado no es otro que la muerte de la escritura en manos de una rústica elucidación. El autor es aplaudido, pero es el lector quien decide en el teatro del mérito de las producciones literarias. Mientras queda abierta la disputa, la fluctuación de opiniones, y la medianía intrigante y charlatana, a fin de cuentas, el ilustrado público gusta hablar de lo que no entiende[3].

[1] De Larra, mariano José: ¿Quién es el público y donde se encuentra?, Alianza Editorial, Madrid, 1995, pág.6

[2] Ídem.pág.8.

[3] Ídem.pág.14

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