Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, sin ninguna enfermedad previa. Todo es como era, como será siempre. Pasa un día y otro, ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte. El hombre deja escapar un pequeño suspiro, se desploma en un sillón y muere. Sucede de una forma tan repentina que no hay lugar para la reflexión; la mente no tiene tiempo de encontrar una palabra de consuelo. No nos queda otra cosa, la irreductible certeza de nuestra mortalidad. Podemos aceptar con resignación la muerte que sobreviene después de una larga enfermedad, e incluso la accidental podemos achacarla al destino; pero cuando un hombre muere sin causa aparente, cuando un hombre muere simplemente porque es un hombre, nos acerca tanto a la frontera invisible entre la vida y la muerte que no sabemos de qué lado nos encontramos. La vida se convierte en muerte, y es como si la muerte hubiese sido dueña de la vida durante toda su existencia. Muerte sin previo aviso, o sea, la vida que se detiene. Y puede detenerse en cualquier momento.”
Paul Auster (La invención de la soledad)
Sufrimiento
Esperanza
Infinitud
Yo soy uno de esos fotógrafos, que al menos una o dos veces en el año, siente la extraña seducción de apretar el gatillo en una iglesia o un cementerio; como si por momentos se pudiera atrapar la atmosfera etérea del lugar. Tal vez por obstinación o intriga, siempre siento que con cada foto me llevo un pedacito de lugar, como si pudiera capturar el tiempo con el ojo; pienso igual en los antiguos chamanes indios que les asustaban las fotografías porque les robaba el alma. Desde hace ya 8 años descubrí aquellas poses inmortales y con el tiempo me causan una fascinación enigmática esas imágenes que tomé; cámara en mano, bajo llovizna y relámpagos se reveló ante mí una terrible sensación nihilista. Cada estatua se revela en su pose, todas plenas e infinitas; esa facultad que tiene la piedra de transmitir eternidad me abruma y me descubro a mí mismo sintiéndome como si fuera una piedra eterna en el tiempo. Cada pose expresa una sensación inmortal, sin poder escapar de sentir por siempre lo mismo, cada vez que miro siempre tengo la misma sensación, como si fuera un grito, un llanto, o una risa infinita. La capacidad de congelar una turbación hipnotiza mi lente y las estatuas hablan con los gestos, el arte y la magia de contener las emociones en piedra y dejar que arquetipos apasionados hablen por medio del silencio dispara mi inspiración. Y así, el querubín alado que reza con la mirada en el cielo, o la chica pensativa, o la desesperada que se aferra a la cruz me invaden con cada una de esas emociones; esas piedras que encarnan tanto dolor como esperanza, llevan en sí el arquetipo de todas las historias silentes y olvidadas de aquel lugar. Si la piedra pudiera hablar, sería terrible, una y otra vez diciendo lo aterrador de estar allí, degradándose lentamente, mientras nosotros vamos y venimos como gorgojos de existencia efímera.
Turbación
Consuelo
Después de caminar y dejar escapar mi ojo por mi lente curioso descubro la idea de la muerte. No esa muerte orgánica y fétida, sino la sensación de vacuidad, silencio, ausencia de todo aliento. Pienso en mi muerte, no en la futura, sino ese vacío que había antes de nacer, toda esa insipidez que llega por mis meditaciones y reflexiono que la mayor parte del tiempo he sido ausencia; nunca he estado aquí, solo soy un ojo que mira y se deleita, juega con lo que ve y mientras se apaga la vista colecciono recuerdos, fragmentos de miradas en las fotos. Y así, me dejo llevar por esa imagen contenida en cada estatua de este cementerio; donde el rezo es perpetuo, y la calma infinita. Cada foto que tomo quiere revelar una leyenda, la mitología de cada estatua, de los lamentos que tendrán que escuchar, de los gemidos y el paso del tiempo que ensombrece hasta el mármol y oxida el metal. Cada pose, con esa mímica silente, hablando con los susurros de las hojas oscilantes; condenada siempre en la misma posición, sin queja, donde la eternidad toma cuerpo y la humanidad adorna cada tumba como si fuera un lugar de encuentro donde los muertos escuchan y los vivos platican con las piedras perpetuas.
Andrógino
Sosiego
La paz siempre inunda aquel lugar, y hasta los gorriones guardan silencio, como si la naturaleza entendiera de vacíos y de la finitud de la vida; mi entendimiento se adormece y tardo en escapar de ese lugar como si me cautivara a quedarme por siempre; donde ya los sueños y las ilusiones son vanas.
Eternidad, La Mirada e Ilusión
Bibliografía
Auster, P. (1997). La invención de la soledad. Barcelona: Editorial Anagrama.