Aida Míguez Barciela, Universidad de Zaragoza
En el pensamiento griego antiguo es posible considerar que algunas cosas son más y otras son menos. Y que, en definitiva, solo lo que es plenamente merece ser considerado cosa en lugar de proyecto o fragmento de cosa.
“A es”, sin que a continuación siga ningún atributo, tiene significado propio en griego. En las lenguas modernas, la secuencia de palabras “A es” sería agramatical, pues necesitamos un atributo para que haya oración (“A es un pez” o “A es agotador”). Nuestro verbo “ser” es pura cópula. El “ser” (eînai) griego, en cambio, todavía significa algo por sí mismo. “A estí” (“A es”) indica que A se manifiesta, se muestra, tiene fuerza: vive y no está muerto.
Esto lo corrobora el hecho de que otros verbos que pueden ser empleados en su lugar tengan una semántica amplia pero concreta. “Ser” es brillar (phaínesthai), nacer, llegar a ser (gígnesthai, teléthomai), brotar, crecer, moverse (phúomai, pélomai), incluso nutrirse (tréphomai) y florecer (thállo). Implica surgir, crecer y desarrollarse hasta conquistar una figura consumada y definida, hasta producirse totalmente (teúkhein, télein).
Es el desarrollo hasta la realización final lo que permite decir “esto es un pájaro” o “esto es una casa”, ya que solo lo plenamente realizado es en sentido propio.
Los conceptos cumbre de la Metafísica
Supongamos que tenemos un montón de tablas de madera en el suelo de un taller. ¿Son esas tablas de madera una mesa? Aristóteles diría que no son mesa, pero son susceptibles o capaces de ser mesa.
Una mesa es efectivamente mesa cuando ha conquistado su forma, lo cual no quiere decir simplemente que ofrezca el aspecto de mesa, sino que puede cumplir cabalmente su actividad definitoria, a saber, permitir que me apoye en ella para comer o escribir. Solo entonces se comporta como mesa y es una mesa perfecta.
Algo es lo que es cuando cumple su obra o función de manera excelente: un cuchillo que sirve para cortar es un buen cuchillo, una casa que sirve para dar refugio al hombre y sus pertenencias y de hecho lo refugia –no está deshabitada– es una casa lograda.
Lo imperfecto, lo defectuoso, lo ruinoso, no es plenamente ente porque ni ha alcanzado el final de su desarrollo ni puede por lo tanto cumplir ningún propósito definido.
Ser es una noción dinámica: implica actividad, ejercicio, trabajo, obra (érgon). Ahora bien, ser en sentido propio consiste en una suerte de reposo-en-la-actividad (enérgeia). Una manzana no es plenamente manzana mientras crece y madura, sino cuando ya se ha logrado del todo (mientras crece y madura, se mueve hacia la “forma” manzana; cuando se ha terminado el movimiento, se ha instalado ya en la “forma”). A esta madurez final Aristóteles la llama entelékheia, algo así como sostenerse-en-el-fin (télos), mantenerse en la perfección propia. Enérgeia y entelékheia son los conceptos cumbre de la Metafísica de Aristóteles.
Acabar no es para el griego dejar de ser, sino justo lo contrario: solo lo acabado está logrado y determinado y es por fin aquello que es. Ser no es lo mismo que existir. Una manzana verde existe tanto como una madura, pero Aristóteles no diría que son en el mismo grado, pues solo la manzana cumplida (téleios) es comestible por fin, lo cual es la razón de ser de las manzanas.
De lo completo un griego dice que es “bello”. Un barco es bello no por sus cualidades estéticas, sino porque es un barco en el que se puede navegar (flota en vez de hundirse).
Bello y bueno son aquí equivalentes, pero –y esto es llamativo para los contemporáneos– ni lo primero es cualidad estética ni lo segundo carácter moral, sino que ambos predicados tienen valor ontológico.
Aristóteles está pensando explícitamente los supuestos tácitos de una época histórica, los que están contenidos en la propia lengua griega. Esto es una hazaña filosófica, pues de ordinario la lengua, condicionante de todo pensamiento, se habla pero no se piensa.
Monstruos y disciplinas
Un caso especialmente elocuente de “anti-ente” es la idea griega de monstruo y monstruosidad.
Un monstruo es un error, una irregularidad, un inclasificable, ya que implica una violación de categorías básicas o una transgresión de distinciones fundamentales. Los monstruos confunden, por ejemplo, la diferencia entre joven y viejo, o burlan las fronteras entre las especies de manera que no puede decirse si eso es pájaro o caballo, si es serpiente o mujer.
La Teogonía de Hesíodo contiene un catálogo de seres prodigiosos descendientes de Ceto, monstruo femenino del profundo mar. Acaban de nacer y las Grayas son ya ancianas canosas; la Quimera es una hibridación de león, cabra y serpiente; Pegaso es un caballo provisto de alas.
Los monstruos violan las normas que regulan la conducta humana. No conocen leyes. Lo aberrante de las Amazonas consiste en que no se someten a las bodas sino que rechazan a los varones. De ahí que tengan que ser disciplinadas y controladas por héroes masculinos.
Lo monstruoso es lo desordenado, lo informe, lo indefinido. Para un griego, ser exige haber alcanzado una forma definida –que incluye una pauta de comportamiento regular–, por lo que los monstruos son una manera de pensar la representación contraria a la entidad.
Si no podemos decir qué son los monstruos exactamente es porque no son exactamente nada. En este sentido, no son bellos ni buenos por lo mismo que no son perfectos, sino imperfectos. No cumplen ninguna función específica. ¿Qué función podría cumplir la Quimera? No es león ni cabra ni serpiente. No es nada unitario ni claramente definido. Es un monstruo, un malogrado: una antinaturalidad disfuncional.
Y es aquí donde nos enfadaríamos con Aristóteles si enfadarse tuviera algún sentido. Porque las focas viven en el mar y en la tierra, ¿acaso son monstruos? Porque parezcan plantas y animales, ¿son vacilantes las anémonas? “El Hombre Elefante”, ¿no era luego un hombre? Y la manzana, ¿es que existe solo para yo me la coma?
Grecia y su lengua son una estrella distante. La teleología natural de Aristóteles –la explicación en términos de fines o propósitos de las cosas– viene de algún lugar extraño y remoto. Para nosotros, el crecimiento y el desarrollo interminables –la incompletud, la infinitud– son lo positivo. Malo es, en cambio, lo que se acaba y termina.
Aida Míguez Barciela, Profesora de Filosofía, Universidad de Zaragoza
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.