Emilia Pérez es una ópera
Saber qué es el arte, y su relación con la realidad implica un sentido y una discusión que se erigen como juez para dictaminar si determinada obra puede ser considerada arte, diletantismo, acto de vanidad, o simplemente basura. Emilia Pérez, del director Jacques Audiard, se somete a ese juicio en la actualidad.
Según el autor, la película es una ópera, o al menos posee elementos de ella. Una opera usualmente es una farsa musicalizada, un rasguño ontológico a la realidad que crea un mundo en donde comedia y tragedia son bizarramente musicalizados. Bajo ese matiz, las más aviesas mezquindades humanas pueden convertirse en ópera, pues se suspenden así en un mundo acrítico, éticamente aséptico, incapacitado y no obligado a responder por el desencadenamiento de los sucesos.
La ópera ha sido siempre, cuando menos, arriesgada en su interpretación de motivos mitológicos e históricos. Así, el mito de Orfeo ha sido reinterpretado libremente en la ópera barroca, y Haendel escribió numerosos libretos cuyas historias incordiarían al más conspicuo de los rapsodas. Por otra parte, la ópera romántica solía recurrir al exótico Oriente en sus guiones. Así, Turandot de Puccini es una libre interpretación de un poema persa, y Madama Butterfly está inspirada tanto en un libro como en posibles hechos reales ocurridos en Japón a finales del siglo XIX.
Como se ve, el éxito de la ópera, si bien no exclusivamente, dependía de la otredad, sobre todo en la Belle Époque. Europa reinterpretaba los motivos exóticos; aquellos lugares no bañados con la luz de la civilización occidental eran traídos como farsa para el deleite de un público ávido de viajar y conocer otras culturas. Este tipo de tema operístico representa, por tanto, una asunción de la otredad en un sentido colonial.
Ahora, veamos qué estatus puede tener la ópera en la actualidad y qué tan vivos están los motivos de antaño. Asumamos que Emilia Pérez lo es: representa, por una parte, una realidad que, para la cosmovisión francesa, es exótica: la violencia relacionada con el tráfico de drogas en México. Y, por otra, el mito: la figura del narco romantizada en muchos audiovisuales. Visto así, cualquier artista, en cualquier lugar, puede reinterpretar la realidad como guste. Será el público quien decida su valor comercial, pero, como obra de arte, se lanza al público ya acabada, y toda vida propia que adquiera, por azarosa que sea, deja de ser responsabilidad del artista… en principio.
La pregunta aquí es qué relación debe tener la obra de arte con la realidad que interpreta. ¿Es el arte un fin en sí mismo o conlleva una responsabilidad ética? Dejemos en claro dos puntos: el artista tiene la libertad de apropiarse de cualquier tema, y su apropiación es completamente libre. Así, muchos adolescentes atormentados han escrito novelas anarquistas, escandalosas en su soledad y destinadas a ser alimento de polillas. Sin embargo, considero que la responsabilidad ética del arte es aquello que lo completa, su verdadera exteriorización.
La desproporción de Emilia Pérez
La situación de la violencia en México y las desapariciones forzadas es un tema delicado que genera bastante atención en la región. El narcotráfico, su relación con los Estados Unidos y la injerencia en los gobiernos locales constituyen otro tema sensible, abierto a las más románticas especulaciones. El público es perverso, en especial aquel moldeado por Hollywood. En sus películas, el mal siempre proviene del exterior, y México, como nación fronteriza, se convierte en el objeto predilecto de esta proyección del mal. Así, el país es representado como un gran filtro amarillo, una tierra de polvo y pobreza que, a los ojos del imaginario cinematográfico, corroe las buenas costumbres norteamericanas con su flujo de migrantes.
Ello adquiere más relevancia en la actualidad, cuando la presidencia en turno ha construido su enemigo en la figura del emigrante. La actitud de Trump —»el resto del mundo necesita de nosotros, y no al revés»— cristaliza una narrativa ignorante e ilusa ya sembrada en el inconsciente del espectador de cine. México es y será, para Hollywood, lo que el sur y el este neocolonial siguen siendo: un salvajismo exótico destinado a reactivar en el público su relación con lo primitivo, lo incivilizado y lo que aún está en vías de redención.
Todo producto que confirme sus prejuicios y estereotipos tendrá la aprobación de Hollywood, así como de una Europa que añora su pasado colonial y solo puede verlo realizado en el imperialismo norteamericano. De ahí las 13 nominaciones al Óscar y la extendida ovación en Cannes: se ha presentado al público algo que confirma sus estereotipos. Y lo que es peor, con la canonización final de Emilia Pérez, ¡se ha resuelto el problema del narco en México!, dice el público colonial y acrítico, mientras regresa a casa feliz, dispuesto a resolver otros problemas del mundo con la misma ligereza con la que opina estúpidamente en redes sociales.
Pero pensemos qué pasaría si fuera al revés, si México creara una versión caricaturesca e irresponsable de Francia, de un París lleno de indigencia y basura. No hace falta imaginarlo, ya ha sucedido. Camila D. Aurora, influencer mexicana, nos regala Johanne Sacreblu, un homenaje a Emilia Pérez, una historia de amor parisina entre baguettes, ratas y mal olor corporal. El corto humorístico ha sido censurado varias veces en YouTube por considerarse ofensivo, y la ironía es palpable…
¿Tendría Johanne Sacreblu una ovación extensa en Cannes? ¿Sería nominada a 13 Óscares? ¿Estaría dispuesto Occidente a ser ridiculizado, no por sí mismo, sino por el resto del mundo? La respuesta es no. Por ello, el ejercicio de la reinterpretación de motivos externos es desproporcionado en su difusión, dependiendo de quién reinterprete y qué se reinterprete.
Los temas de Emilia Pérez
Emilia Pérez no es una mala película si se considera como un sistema cerrado. Si existiera en un Parnaso ideal, sin conexión con la realidad, si el país que describe no existiera, podría ser vista como una buena película experimental. El problema es que no es así: relata el drama de un pueblo doliente, escindido por la droga, la violencia y las desapariciones forzadas. Pero incluso en ello resulta poco acertada.
Los narcos no se reúnen como bereberes en el desierto. Como crimen organizado, visten trajes y visitan las tiendas más caras de París. Fuera de ello, sería comprensible que un narco no estuviera feliz con su sexo asignado al nacer, pero es muy poco probable que pudiera escapar de su vida criminal con una simple operación.
Si bien la película es un musical, lo es de una manera experimental, más cercana a la ópera. De ahí que genere incomprensiones en su ejecución. Como una ópera de lo aparentemente real, no se debe exigir a los actores grandes dotes musicales, pues la música es solo un medio dramático más en la farsa que se relata.
Las actuaciones son buenas en general. Selena Gómez es adecuada, considerando el pasado del personaje y el hecho de que su lengua principal no es el español. Tanto Zoe Saldaña como Karla Sofía Gascón justifican también la procedencia de sus acentos. México es representado a la usanza de Hollywood: un poco de filtro amarillo, paredes desgastadas y, por supuesto, sin personas blancas.
Dentro de la farsa, la trama es bastante consecuente. Y solo dentro de la farsa. El arrepentimiento de Emilia resulta ridículo, especialmente porque ayuda a encontrar los restos de personas que ella misma ordenó asesinar. La canonización final es el colmo del absurdo. Por un lado, es una burla al carácter religioso del pueblo mexicano; por otro, solo brinda redención al público ignorante, que cree haber presenciado un final feliz. Pero, como dictan los tiempos actuales: «No one mourns the Wicked», salvo aquellos que romantizan una tragedia nacional.
Emilia Pérez no es una buena representación del colectivo trans:
Según GLAAD (anteriormente Gay & Lesbian Alliance Against Defamation), la película no refleja adecuadamente la realidad de las personas trans. La asociación sostiene que se muestra una interpretación cisgénero de lo que debe ser una persona trans, y que el público que principalmente apoya la película también es cis. Además, afirma que se ofrece una visión grotesca de las operaciones de cambio de sexo y de los motivos para elegirlas.
Pero podemos agregar varios elementos. El personaje de Emilia Pérez es tan narcisista como la persona que lo interpreta. En primer lugar, podría entenderse que su cambio de sexo no responde a una identidad de género diversa, sino a la necesidad de escapar de su pasado criminal. Por otra parte, Emilia no puede desprenderse del ejercicio narcisista de ser adorada por las masas. De narco a salvadora, busca perpetuar las mismas relaciones de poder: antes controlaba criminales, ahora mujeres desesperadas por encontrar a sus familiares.
Y si bien una mujer trans puede percibirse como guste, que el personaje encuentre el amor en otra mujer resulta, cuando menos, turbio. No por el hecho en sí, sino porque su cambio de identidad para huir de su pasado lleva a cuestionar si toda esta farsa no es más que un acto de autoginofilia, el placer perverso de saberse mujer.
Por todo ello, Emilia Pérez oscurece el drama real del colectivo trans, cuyos motivos no parecen tan narcisistas como los del personaje. Además, la actitud de la actriz refuerza esta percepción, al victimizarse en redes y comparar el rechazo hacia su personaje con el Holocausto. Considero que es la arrogancia de la actriz y el narcisismo del personaje lo que genera críticas, y no su pertenencia a la diversidad sexual, que, por cierto, no se identifica con la película.
Emilia Pérez, un dictamen general
Como película, como obra de arte irresponsable, Emilia Pérez es adecuada; como producto artístico con responsabilidad social, es una vergüenza. Vergüenza porque romantiza a delincuentes, banaliza la violencia y evidencia un estudio muy superficial de la realidad mexicana.
Evoquemos la reciprocidad y preguntémonos si Europa y Estados Unidos soportarían una crítica semejante a su realidad. Hollywood, que ha entrado en su fase autocrítica, revela su podredumbre con las desproporcionadas nominaciones del filme. Para aquellos que no se ofenden fácilmente, es una película adecuada y hasta entretenida, pero no merece ningún Óscar, a menos que lo que se premie sea la adecuación cinematográfica de los prejuicios coloniales de Occidente.
Para el director, la elección de una trama trans era un comodín seguro para el éxito, y así ha sido en ciertos medios ajenos a esa realidad. Sin embargo, en lugar de favorecer al colectivo, solo le hace un magro favor, al igual que a la realidad mexicana, profundamente indignada por la ofensa. Nada cambiará en el futuro cercano: triunfará el prejuicio, la película será premiada y el público regresará contento a su casa pensando: ¡Hemos, una vez más, redimido al Tercer Mundo!