«Es muy aventurado ser uno mismo. Es más fácil y seguro ser como los otros, convertirse en una imitación, en un número en una cifra de la multitud.»
— Søren Kierkegaard
Hoy quisiéramos invitarlos a reflexionar sobre un asunto que siempre es actual, no importa la época en la que estemos, a saber, la búsqueda de la autenticidad, que se enfrenta crudamente con la tendencia constante de masificarse en una sociedad enferma, sólo para encajar. En otras palabras, amigos míos, hoy trataremos de pensar si realmente vale la pena ser uno mismo cuando nadie quiere conocerse a sí mismo.
Las palabras de Kierkegaard citadas señalan la esencia de una lucha existencial que enfrenta el individuo (que decide pensar) en su búsqueda de la autenticidad. El filósofo danés, considerado uno de los padres del existencialismo, nos desafía a confrontar la difícil, pero hermosa y digna tarea de descubrir y vivir conforme a nuestra verdadera esencia, una labor que, según él, implica un riesgo considerable. Pero, ¿por qué es peligroso conocerse a uno mismo, querido Søren? Pues bien, el mundo siempre ha sido un lugar donde la presión social y las expectativas externas son abrumadoras, y en medio de esa tormenta, optar por ser uno mismo es un acto de valentía que pocos se atreven a realizar.
Esta reflexión se centra en la autenticidad como un concepto estrictamente existencialista, por lo que recurrimos, en primer lugar, a Jean-Paul Sartre, otro destacado pensador de esta corriente, quien reflexiona sobre la importancia de no ser un servil a la masa atontada. En su célebre obra El ser y la nada, Sartre sostuvo que muchas personas prefieren vivir según roles sociales predeterminados en lugar de asumir la responsabilidad de crear su propio sentido de ser. La libertad de ser uno mismo está indisolublemente ligada a la acción consciente y responsable, lo que implicaría un rechazo activo de la conformidad pasiva que se nos vende constantemente como ideal de pertenencia.
«No existe más realidad que en la acción» (Sartre, 1943, p. 88).
En pocas palabras, según Sartre, uno es libre cuando se atreve a actuar conforme a su reconocimiento. Recordemos que en el prólogo de Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon, Sartre escribió: “Soy lo que hago, con lo que hicieron de mí”. Esta frase encapsula la idea de que, aunque las circunstancias nos moldean, no estamos completamente determinados por ellas, puesto que la autenticidad reside en reconocer nuestra situación real, nuestras limitaciones concretas, y aun así, elegir cómo responder a la vida. No somos mero producto de nuestra infancia, familia o historia, ya que tenemos la capacidad (aunque limitada) de transformar nuestra existencia a través de nuestras decisiones libres. Así, ser uno mismo, en el pensamiento del francés, es un acto de creación continua al asumir la responsabilidad de nuestras elecciones y, por ende, de nuestro ser.
Respecto al enunciado “soy lo que hago, con lo que hicieron de mí”, podemos desglosar dos aspectos. El primero, muy común, es la tendencia despreciable de algunas personas que, en lugar de asumir la responsabilidad por sus acciones, se justifican con frases como “yo soy así, al que le guste bien, y al que no, también”. Ser un cretino no es “ser uno mismo” porque se está utilizando el argumento de ser pre-moldeado, incapaz de interpretar el entorno. Nadie tiene derecho a culpar a otros por lo que es: nuestra crianza nos marca, pero es solo la base sobre la cual nos elevamos cuando alcanzamos la mayoría de edad mental.
El segundo aspecto que vale la pena analizar del “soy lo que hago con lo que hicieron de mí” es la autopercepción negativa en los niños. Cuando un niño se llama a sí mismo «tonto» o «inútil», es trágico, ya que refleja un maltrato verbal innecesario inculcado por figuras de autoridad. Ante estas situaciones, los adultos deben interrumpir ese ciclo de auto-desprecio, recordando al niño que lo que le han dicho no refleja la realidad y que él, con sus virtudes y defectos, es un ser maravilloso lleno de posibilidades.
Continuando con el análisis de «ser uno mismo», es momento de preguntarnos, ¿qué papel juegan la presión y la conformidad social? Aquí, Nietzsche resulta clave. En Así habló Zaratustra, criticó a quienes siguen ciegamente las normas sociales, denominándolos “el último hombre”. Como contraparte, aboga por el desarrollo del «Übermensch» (superhombre), un individuo que crea sus propios valores y los vive plenamente, sin conformarse con ser parte de la masa.
Paralelamente, Nietzsche introduce el concepto del “eterno retorno”, que desafía al individuo a imaginar que cada momento de su vida será vivido una y otra vez. Esta idea es la prueba suprema de la autenticidad: ser uno mismo implica aceptar la vida tal como es, con todas sus alegrías y sufrimientos, y desear vivirla de nuevo sin arrepentimientos. Este concepto se aprecia cuando se le pregunta a un anciano si se arrepiente de algo, y responde “de absolutamente nada”. Qué hermosa forma de haber vivido, ¿no es así?
«¿Cómo te sentirías si un demonio te dijera: ‘Esta vida, tal como la vives ahora y tal como la has vivido, tendrás que vivirla una vez más y una infinidad de veces más’?» (La gaya ciencia, 1882, §341).
No podemos dejar de lado a Martin Heidegger, quien, influenciado por Kierkegaard, también exploró la autenticidad en Ser y tiempo. Heidegger utiliza el término “inautenticidad” para referirse a aquellos que viven según las expectativas de la “gente” (das Man), perdiendo así su singularidad y libertad.
«La inautenticidad es la caída en el mundo y el olvido del ser» (Heidegger, 1927, p. 220).
La vida cotidiana está marcada por lo que Heidegger denominaba “ser-en-el-mundo”, donde el individuo se encuentra inmerso en actividades diarias y bajo la influencia de modas y estilos de vida banales. Esta es la condición de inautenticidad, en la que el Dasein se pierde en el mundo de las expectativas sociales, viviendo de manera hueca y conformista.
La autenticidad, según Heidegger, surge al enfrentarse a la pregunta fundamental por nuestro propio ser, principalmente a través de la confrontación con la muerte, que llama “ser-para-la-muerte”. La autenticidad radica en el reconocimiento de nuestra temporalidad y en la decisión de vivir de acuerdo con nuestra posibilidad de ser, en lugar de dejarnos guiar por los valores establecidos por la sociedad.
El Dasein se abre a una existencia auténtica cuando comprende su propia finitud y “ser-para-la-muerte» (Ser y tiempo, 1927, p. 299). Esta comprensión no es un conocimiento intelectual, sino una experiencia vivida que transforma nuestra relación con el mundo y con nuestro propio ser.
Lamento recordarles que esto es filosofía, y acá no se ofrecen soluciones simplistas. La autenticidad, como la felicidad, no es un estado permanente, sino una tarea constante que implica estar siempre conscientes de nuestra finitud y de las posibilidades que tenemos de ser. Ser uno mismo es la capacidad de “estar resuelto”, según Heidegger, lo que implica vivir de acuerdo con nuestra comprensión del ser, a pesar de las distracciones del mundo.
En resumen, propender a ser uno mismo es un desafío constante contra la tendencia a la conformidad. Vivir de manera auténtica no es una actitud rebelde, sino un compromiso con la libertad y la responsabilidad personal, lo cual es un acto radical en un mundo que a menudo valora que seamos todos iguales. En este fango en el que vivimos, la autenticidad no es descubrir quiénes somos, sino atrevernos a serlo, a pesar de los riesgos y las incertidumbres que esto conlleva. ¡Vale la pena intentarlo!
Todo es verdad o cuestión verdadera en función de los planteamientos y resoluciones filosóficas de los exponentes. Pero por algún extraño desasosiego, siento la carencia de conceptos como humanidad, sociedad, conjunto.