A pesar de que nos preciamos de respetar creencias religiosas tanto o más negadas a la evidencia, solemos sin embargo mirar como a ignorantes peligrosos a quienes ponen en duda la redondez de La Tierra. No obstante, un número no despreciable de personas tienen esa duda, y muchos prefieren creer que La Tierra es plana.
Analicemos esto de la esfericidad de La Tierra. En nuestras vivencias lo primero que nos es evidente en el mundo físico es que hay un arriba, y un abajo, que inducimos del hecho de que las cosas, liberadas a sí mismas, tienden a moverse en una dirección preferencial, a caer. Por el contrario, la creencia en la isotropía del espacio, o sea, en la no existencia de direcciones preferentes en él, de un arriba y un abajo bien establecido para todo el Universo, sin la cual creencia no cabría que pudiéramos aceptar una Tierra esférica, no nos es evidente. Es solo el resultado de la acumulación de la experiencia de incontables generaciones humanas, que han podido transmitirla de unas a las siguientes hasta nosotros.
Dejémoslo claro: es imposible que un Isaac Newton o un Albert Einstein, primer ser humano en el planeta, llegara por sí mismo a la idea de la esfericidad de la Tierra. Antes de que los hombres agruparan las estrellas del firmamento en constelaciones, y luego tuvieran ocasión de viajar lo suficientemente lejos en latitud geográfica para comprobar que muchas de ellas habían desaparecido bajo el horizonte, al norte o el sur, mientras otras estrellas nuevas aparecían ante su curiosidad, al sur o al norte… antes de que hubiese navegantes que se atrevieran a alejar a sus barcos lo suficiente de la costa, más allá del horizonte, lo cual ocurriría solo mucho después de la invención del barco, algo a su vez no muy lejano en el tiempo histórico… antes de que los hombres tuvieran los medios de viajar lo suficientemente lejos, en paralelo con la conciencia de las estaciones, y formas de llevar la cuenta de los días pasados para comprobar la simultaneidad de las observaciones comparadas, en una misma fecha del año, de la sombra de una vara de la misma longitud puesta verticalmente al mediodía en diferentes latitudes… antes de que se pudiera mantener la proa de un barco hacia el oeste para al cabo de los años reaparecer en el punto de partida por el este… antes de todo eso y los viajes espaciales era imposible que a nuestro superinteligente primer humano se le ocurriera que vivía sobre una roca esférica en medio de un Universo sin direcciones preferentes.
Para nuestro Albert Einstein la Tierra sería plana, flotando en un Universo anisótropo, o lo que es lo mismo, con un abajo y un arriba único, orientado en dirección paralela para todos los puntos del Universo.
La creencia en que la Tierra es redonda no es algo a lo que un individuo aislado, sin haber heredado una determinada base cultural, puede llegar por sí mismo por más dotado de capacidad analítica que esté. Esa creencia es el resultado de innumerables generaciones de observaciones transmitidas, asentadas en una base cultural de ideas y creencias compartidas. Las cuales repetimos que no han sido comprobadas ni obtenidas vivencialmente por el individuo, sino admitidas como verdaderas por nuestra confianza en esas innumerables generaciones que nos antecedieron.
El asunto está entonces en que el individuo contemporáneo no suele tener constancia propia de la absoluta mayoría de las verdades que hereda de su cultura. Sobre todo, cuando en el progreso de esa cultura la inmensa mayoría de esas verdades han abandonado el marco de lo intuitivo, y para su comprobación requieren de una parafernalia de ideas e instrumentos no accesibles a casi ningún individuo.
Consecuentemente el que ciertos individuos se rebelen contra tal estado de cosas, y prefieran creer a la Tierra plana, no debería de extrañarnos.
Vistos desde la distancia, cual bosque y no árboles, los seres humanos no vivimos en la Verdad que hemos armado en la soledad de nuestra inteligencia a partir de nuestras percepciones y sensaciones. Es incluso discutible si, sin una base interpretativa heredada de anteriores generaciones, o de la evolución de los órganos de los sentidos y el cerebro, las percepciones y sensaciones podrían llegarnos a ser algo inteligible. Desde este enfoque los seres humanos más bien vivimos en la Verdad acumulada por incontables generaciones anteriores a la cual accedemos desde la específica posición en que nacemos en nuestra cultura.
Mas esto solo es cierto en parte. Pensemos en primer lugar que, de absolutizar el condicionamiento sociocultural y reducir al individuo a un papel pasivo y predeterminado, nos movemos en la dirección de hacernos desaparecer tanto a quien esto escribe, como a su lector. De hacer desaparecer al saber transmitido mismo.
Porque si tras lo dicho más arriba admitimos que la puesta en duda de la verdad transmitida es en el menor de los casos una pérdida de tiempo, y en el peor un peligroso cuestionamiento de los fundamentos culturales sobre los que se levantan nuestras sociedades, terminamos por asesinar al individuo humano. Sin el cual, sin embargo, no hay ni sociedades, ni culturas posibles, al ser las primeras no otra cosa que los tejidos de relaciones entre todos los individuos que la integran, y al resultar las segundas de las complejas interacciones entre ellos, acumuladas a lo largo del tiempo.
Sin duda nacemos en medio de una cultura, o con más exactitud en una posición específica dentro de ella. Esto último algo de especial relevancia, porque a resultas de los procesos entrópicos de degradación de la información esta tiende a tener errores en su proceso de transmisión de un individuo a otro, y por lo tanto no llega exactamente igual a todos los puntos de la cultura en cuestión. A lo que hay que agregar que desde cada posición en una cultura determinada lo que más interesa, lo que interesa a los individuos situados en esas posiciones, no es tampoco con exactitud lo mismo. Todo lo cual causa que la información no sea recepcionada de igual manera por los diferentes individuos, sino que su sentido resulte matizado, y a veces hasta por completo trastocado de unos a otros.
Esas variaciones, que hacen nuestra individualidad junto a la diferente conformación orgánica y espiritual de cada humano, cuando pequeñas o moderadas son la causa de una cierta tensión al interior del cuerpo de la Verdad acumulada y transmitida, como consecuencia de la yuxtaposición de múltiples interpretaciones individuales de esa Verdad, muy cercanas unas a las otras, aunque no coincidentes. De lo cual se desprende que no hay nunca una única Verdad exactamente la misma para todos, aun en las sociedades más dogmáticas. Mientras que cuando las variaciones son lo suficientemente grandes causan revoluciones copernicanas en el conocimiento, que por tanto tampoco puede considerarse dado de una vez y para siempre.
Siempre es necesario volver a Descartes, el impulsor de una de estas revoluciones. Tras comprender que el número de verdades que nos son evidentes se reducen a la constatación de que dudamos, nos invita a asumir nuestra propia naturaleza y comenzar por tanto por poner todo lo demás en duda. El saber transmitido, pero incluso también la existencia, más allá de esta actitud escéptica, de una realidad que poblamos, en nuestra imagen mental de la misma, de Tierras esféricas, planas, cilíndricas o cuadradas. Tan improbables unas como las otras desde esa única evidencia cierta, y la consiguiente actitud escéptica.
En fin, que si bien no podemos soñar con alguna vez desarraigarnos absolutamente del saber que ya está ahí cuando nacemos, querámoslo, o no, el cual saber incluso media en la interpretación de nuestras percepciones y sensaciones, tampoco podemos abandonar la actitud escéptica que es en esencia lo único cierto sobre nosotros mismos que poseemos. Si bien no nos cabe hacer borrón y cuenta nueva del conocimiento acumulado por los helenos, de que no nos son visibles las mismas constelaciones en el delta del Nilo, que en las colonias de Crimea, o de las fotografías de una Tierra esférica tomadas desde la Luna por los astronautas de las misiones Apollo, si es saludable mantener un sano escepticismo ante esos hechos observados por otros, no por nosotros, y sobre todo ante las teorías elaboradas sobre esos hechos.
A fin de cuentas, no tiene por qué ser el Diablillo cartesiano el único que intenta manipularnos. Y si bien debe mantenerse una mirada escéptica sobre las teorías conspirativas, tampoco pueden descartarse por completo. Si por algo, por el también necesario escepticismo ante nuestras capacidades propias. Ya que el descartar las teorías conspirativas a veces lo hacemos al partir de la creencia de que no hay seres con capacidades manipuladoras superiores a las nuestras… de lo cual no tenemos, ni nunca tendremos, ninguna evidencia.
A las reflexiones anteriores debemos agregar el lado práctico de que, sobre la base de la experiencia histórica, nuestro conocimiento común, o Ciencia, no solo aumenta por la acumulación sedimentaria sobre una base de ideas y creencias fundamentales inmutables. Sobre todo, lo hace a consecuencia de la periódica puesta en duda del conocimiento anterior, y más que nada sobre la puesta en duda de los fundamentos ideales, axiomáticos, de ese conocimiento anterior. Gracias a la negación del saber sedimentado en una tradición por nuestros ancestros; o lo que es lo mismo, gracias a la desconfianza en las experiencias particulares de nuestros ancestros, que necesariamente no tienen que haber sido las mismas nuestras, o gracias a la desconfianza en las conclusiones inducidas de esas experiencias, sea por errores lógicos en su interpretación, o por unos intereses muy distintos a los nuestros.
En este sentido la existencia de teorías alternativas a las aceptadas por la corriente principal de la Ciencia es saludable, y debe ser estimulada. Incluso en el caso de aquellas que antes hayan sido descartadas por su inadecuación a experiencias anteriores. No agregamos aquí “y a su interpretación”, de las experiencias, porque inevitablemente toda experiencia está ligada a una interpretación sobre un fondo de saberes recibidos, transmitidos a nosotros dentro de una específica cultura, por lo que al mencionar que se ha tenido una experiencia se sobreentiende que en ella va incluida una interpretación de esta.
Sin duda, es posible que, de una reinterpretación de viejas experiencias, en base a unos nuevos principios fundamentales, una teoría descartada pueda volver a recuperar su lugar preferente. Una nueva reinterpretación del espacio, del tiempo, de ambos, o de algo más, podría devolvernos la teoría de la Tierra Plana como la más aceptable, si, por ejemplo, de las matemáticas que describan un Universo en el cual ello fuera posible lográramos encontrar un modo de acortar distancias en los viajes interestelares… o sea, la teoría sería aceptable no por su acomodación a viejas interpretaciones, renacidas por un triunfo del conservadurismo, del superior saber ancestral, sino por su utilidad práctica para resolver alguno de los problemas que nos pone enfrente la realidad.
En general las teorías alternativas a la corriente principal de la Ciencia nos permiten mantenernos alertas para intentar escapar, en lo más humanamente posible, de la cárcel cognoscitiva en la cual tienden a encerrarnos interpretaciones anteriores de experiencias parecidas a las que tenemos hoy. Nos permiten no copiar dogmáticamente el saber legado por nuestros ancestros, sino dialogar con él.
Incluso hasta para el saber tradicional pueden ser muy útiles las teorías alternativas, ya que de los intentos de afirmar en su contra saberes alternativos no pocas veces el tradicional obtiene nuevos métodos, conocimientos específicos que puede adoptar, hacer suyos en su corpus. Sin olvidar que esos candidatos que le disputan el lugar preferente obligan a quienes defienden la corriente principal y tradicional a continuamente mantenerse intentando demostrar la objetividad de su Ciencia, su adecuación a la realidad.
Así que bienvenidos sean esos que tratan de demostrar que los móviles perpetuos son posibles, que hubo una Atlántida, que el agua tiene memoria, o que la Tierra es plana. Una cultura humana no es más débil por la existencia de mayor número de saberes alternativos en ella, tolerados y hasta estimulados, alrededor de la corriente principal de la Ciencia, por el contrario.
Solo por su potencial de poner en duda el saber aceptado por la mayoría, acumulado por generaciones, resultan esos saberes alternativos necesarios antídotos al dogmatismo.
En el caso del Terraplanismo, su resurgimiento tiene la virtud de ponernos en guardia ante un regreso del dogmatismo en nuestras culturas y sociedades, y de su entrada no por la puerta de atrás, sino por la de enfrente. Porque el resurgimiento del Terraplanismo no es tanto un síntoma de la credulidad constitutiva de las masas, como de una creciente incredulidad en el saber transmitido, y en la nueva casta de sacerdotes que ha surgido para mantenerlo intocado. Es una de las muchas respuestas de nuestra época a la pedante credulidad que se ha encostrado en el mundo académico, cuya atmósfera intelectual cada vez se parece más y más a la predominante en las Universidades Medievales del año 1400, con sus autoridades, sus infinitas reglas, sus métodos demasiado refinados… tan lejanos de toda real actitud indagatoria en busca de la verdad, actitud que es por esencia anárquica y antiautoritaria.