«Soy un hombre, nada de lo humano me resulta ajeno».
Publio Terencio Africano
Hoy queremos invitarlos a reflexionar sobre el sentido de la empatía, una emoción (o sentimiento) exagerada e hipócritamente ponderada en nuestros tiempos. Como bien sabemos, la empatía es la capacidad de comprender y compartir los sentimientos de los demás, o como decían nuestros abuelos «ponerse en los zapatos del otro». Ahora bien, los tiempos deconstructivos han logrado convertir ese proceder tan noble en una virtud exageradamente alabada desde lo virtual y discursivo, mientras que la sociedad avanza progresivamente a su total atomización y separación.
Al mismo tiempo que se exalta como un valor central en la interacción social, no es necesario demostrar que vivimos en un contexto cada vez más caracterizado por el aislamiento, la fragmentación innecesaria y la estúpida individualidad como modelo de vida. Esta aparente contradicción nos debe hacer pensar y preguntar acerca de cómo es posible, en una era que dice ser tan pluralista y empática, las estructuras sociales y políticas parecen estar cada vez más orientadas hacia el beneficio personal y la desconexión solidaria entre los individuos.
La promoción de dicha empatía vacía en discursos políticos y en plataformas sociales contrasta estrepitosamente con el creciente fenómenos del individualismo, donde la competencia y la auto-promoción mediática se vuelven más importantes que las conexiones genuinas con nuestros “otros”.
Es evidente que no fui yo quien descubrió esta discrepancia patética, la cual ha sido analizada por varios pensadores, entre los cuales encontramos a Zygmunt Bauman, quien en su obra titulada Amor líquido (2003) sostuvo que la modernidad líquida ha fomentado una cultura del consumo, donde las relaciones humanas se han deshumanizado y se han reducido a transacciones superficiales. La empatía, bajo este esquema, se ha convertido en una mera etiqueta social, un valor sin contenido real devenido en herramienta de persuasión o marca personal.
«Lo que la empatía requiere, en última instancia, es una apertura genuina hacia los demás, algo que en la sociedad actual parece estar en constante declive» (Bauman, 2003, p. 94).
En este sentido, la empatía es, entonces, solamente un valor discursivo en una sociedad que propende a premiar el aislamiento, el corte con las relaciones comunitarias, barriales, e incluso familiares en pos de una independencia que nunca es tal, y una autosuficiencia inexistente en el plano concreto y real. La paradoja radica en que, mientras más se nos habla de empatía como virtud, más aislados nos volvemos, puesto que la cultura posmoderna progresista del individualismo por sobre todas las cosas, tan omnipresente en nuestras interacciones cotidianas, hace de la empatía un bien escaso y superficial.
Además, la omnipresencia de la tecnología y las redes sociales se han encargado de exacerbar al máximo este fenómeno: si bien las plataformas más conocidas, como Facebook e Instagram permiten una simulación de cercanía permanente, ofrecen interacciones que son esencialmente virtuales y, a menudo, despersonalizadas. A varios de ustedes, amigos lectores, les habrá sucedido que mucha gente es extremadamente participativa en las redes, pero si los ven en la calle, bajan la cabeza para no saludar: se trata, entonces, de una forma de vincularnos desdoblada en la que prima la pavada virtual mientras que, cuando realmente se necesita una mano, son todos invisibles. Al respecto, es paradigmático el aporte de Sherry Turkle, quien en su obra Alone Together (2011), examina cómo la tecnología, en lugar de acercarnos un poco más, nos ha llevado a un mayor aislamiento emocional.
«No estamos conectados de manera auténtica, estamos conectados solo en la superficie» (Turkle, 2011, p. 18).
Turkle analiza el impacto que tienen los dispositivos electrónicos y las redes sociales en nuestras interacciones cotidianas, señalando que, aunque estos medios nos permiten “estar conectados” las 24 horas del día, paradójicamente, nos han desconectado emocional y éticamente los unos de los otros. La tecnología nos ha proporcionado una ilusión de compañía, pero a costa de la profundidad y la autenticidad de nuestras relaciones, cada vez más precarias e insignificantes.
«Nos sentimos más conectados que nunca, pero al mismo tiempo estamos más solos» (Turkle, 2011, p. 7).
La paradoja se presenta aquí cuando vemos cómo las plataformas sociales y las tecnologías de la comunicación facilitan la cantidad de interacciones al costo se ser vínculos superficiales y despersonalizados. El uso de dispositivos y la constante conexión digital nos permiten decirnos cosas de manera instantánea, pero a menudo sin la mediación de la presencia física o emocional del otro, lo cual es esencial para la empatía genuina.
Según Turkle, el valor de la empatía se basa en la capacidad de estar verdaderamente presente con el otro, tanto en su contexto emocional como físico, algo cada vez menos frecuente en un entorno social preponderantemente digital, sonde la comunicación se reduce a palabras escritas o imágenes editadas, develando la incapacidad humana de comprometerse con la presencia. Aunque las plataformas nos permiten acceder a una red global de personas, estas acciones no tienen la profundidad interpersonal y emocional que caracteriza la interacción cara a cara, donde podemos percibir las señales no sólo verbales, como el tono de voz, la postura y las expresiones faciales, sino también lo que llevamos dentro.
Y usted, querido lector, se preguntará ¿a qué se debe esa tensión entre la presencia digital y la ausencia emocional? Pues bien, a medida que las personas se sumergen más en el uso de la tecnología, tienden a desinteresarse de las interacciones más complejas que requieren tiempo y esfuerzo: en pocas palabras, si les da pereza atender un llamado, imagínense cuánta más les dará tener una conversación real, en un lugar real con una persona de carne y hueso. No queda duda que las redes sociales promueven una forma de interacción comunicacional en la que todo se vuelve más inmediato y menos reflexivo, porque se trata de una forma de conectividad que ofrece gratificación instantánea mientras no requiere poner una gota de emotividad real.
La atrocidad precitada tiene su explicación lógica: a medida que los usuarios de redes sociales construyen sus identidades virtuales, se enfrentan al dilema de cómo mantener una empatía auténtica en un mundo donde las relaciones tienden a ser estrictamente transaccionales. Los «me gusta», los «comentarios» y otras formas de interacción virtual pueden parecer símbolos de apoyo o cercanía, pero no tienen el mismo peso emocional ni la misma capacidad de conectar profundamente que una conversación face to face.
¿Qué se ha logrado con esto? Básicamente que nuestros niños y adolescentes, que han sido criados con estas tecnologías, enfrenen desafíos mayores para desarrollar la capacidad de sentir algo por alguien. Al tener la mayor parte de sus interacciones mediadas por pantallas, estos individuos pierden la oportunidad de practicar habilidades sociales fundamentales para el desarrollo de relaciones empáticas, como la interpretación de gestos o señales emocionales sutiles, propias de los que no somos avatares. En definitiva, se está logrando que la empatía se vea afectada por la falta de contacto humano, como también por la incapacidad de interactuar de manera significativa, reflexiva y consciente con aquello que le pasa a los demás.
Frente a esta crisis de la empatía, algunos estamos dispuestos a buscar la manera para restablecer relaciones más auténticas y profundas, no sólo con el aporte emocional, sino con su compañera infaltable, a saber, la razón. En la filosofía de Emmanuel Levinas, por ejemplo, encontramos una ética de la alteridad que puede ofrecernos una tentativa de respuesta, indicando que la misma comienza en la relación con el otro. Levinas sostuvo que la empatía verdadera no es simplemente un ejercicio de entender al otro desde nuestra perspectiva, sino un encuentro radical con el rostro del otro que nos interpela y nos obliga a responder a su necesidad de manera incondicional.
«El rostro del otro me convoca a una responsabilidad infinita» (Levinas, 1961, p. 193).
Desde el precitado enfoque, la empatía no se puede limitar a ser un sentimiento pasajero, sino que se trata de una respuesta activa ante la presencia del otro, que exige de nosotros una acción concreta y responsable. La «comunidad empática», entonces, no es aquella que se limita a la solidaridad discursiva ni a la simpatía superficial, sino aquella que se caracteriza por una participación activa y comprometida con el bien común expresada en algo tan sencillo, tan noble, pero lamentablemente tan banalizado por nuestra cultura amante de lo efímero: tu dolor me duele, tu necesidad es ahora la mía. Tal propuesta requiere de un compromiso profundo con la alteridad, en el que cada uno de nosotros podamos reconocer la responsabilidad de transformar la comunidad en un lugar menos despreciable, es decir, más justo y humano.
Por su parte, el filósofo alemán Martin Buber, en su obra Yo y Tú (1923) nos habló de la relación auténtica entre los seres humanos como base y sustento duradero de una verdadera comunidad. La empatía, según él, se da cuando nos enfrentamos al otro, no como un «ello» (un objeto de manipulación o indiferencia), sino como un «tú», es decir, como un ser que posee dignidad y valor en sí mismo. La empatía no es, entonces, un acto de simple simpatía superficial y pasajera, sino un reconocimiento pleno del otro en su alteridad, es decir, en su situación puntual, la cual puede no ser transferible, pero es interpretable y apelable.
«Todo verdadero encuentro es un encuentro con el tú, que nos llama a la acción, no simplemente a la reacción» (Buber, 1923, p. 77).
Dicho esto, la empatía se convierte en una experiencia transformadora de la realidad, capaz de instaurar una comunidad en la que el bienestar común sea una posibilidad real y una prioridad por la que vale la pena luchar. Por último, para hacer efectiva esta sociedad empática, es necesario recuperar la acción concreta, alejada de la cámara del móvil y de las reacciones con emoticones en redes sociales, puesto que la empatía, para tener sentido, no debe permanecer en el ámbito de los abstracto o discursivo.
Al respecto, el filósofo brasileño Paulo Freire, en su Pedagogía del oprimido (1970), propuso una educación activa basada en el diálogo y en la acción conjunta por el cambio social. La empatía, en este contexto, debe ser movilizadora, es decir, debe incitar a la participación y al compromiso real con los problemas concretos existentes en nuestra comunidad.
«La verdadera empatía no puede surgir sin una transformación activa del contexto social y político en el que vivimos» (Freire, 1970, p. 53).
En fin, amigos míos, la empatía en la sociedad contemporánea parece estar atrapada en la hipocresía propia de la retórica discursiva y las realidades del individualismo y el aislamiento voluntario. Sin embargo, como hemos podido apreciar, la empatía auténtica sólo se puede lograr a través de un compromiso activo y transformador «en», «con» y «por» la comunidad en la que vivimos. La verdadera empatía no es un sentimiento vacío, sino una responsabilidad ética que implica la participación activa en la construcción de una sociedad más humana, a saber, menos injusta y violenta.
Para vivir en esa comunidad, será necesario que la empatía deje de ser un concepto abstracto aplicado a cuestiones intrascendentes que dicen buscar inclusión mientras que dividen cada vez más a la sociedad con falsas grietas morales para traducirse en acciones fácticas que busquen deliberadamente el bien común, no como un ideal virtual, sino como una realidad palpable y efectiva en la que valga la pena vivir.