El hombre lógico occidental comienza renegando de su pasado, rebelde ante toda forma de condicionamiento, y así parte de una concepción de la libertad eminentemente exclusivista.
El ser es, el no ser no es: el axioma fundamental ontológico excluye la nada en cuanto objeto digno de reflexión y fundamentación.
Luego procede con otra afirmación-negación concomitante: estar vivo es no estar muerto y viceversa, luego el tema (más que el tema, el “evento” mismo) de la muerte queda puesto más allá del horizonte de sus intereses.
Lo curioso del caso es que el pasado y los tópicos desplazados se le alojan en su más preciado recurso, el pensamiento conceptual, pues lo excluido se convierte en su enemigo acompañante, una especie de fantasma que continúa condicionando (ahora negativamente) cada una de sus proyecciones.
A la imagen del hombre de conocimiento como explorador curioso sólo le queda la bruma.
Luego se construye una mansión-fortaleza para resistir los embates del Otro, a saber, la Academia, y allí juega a permutar conceptos y a formar nuevos jugadores, sumido en una forma de tranquilidad engañosa, pues lo Afuera en realidad se mantiene bien adentro del claustro, en aquellos lugares de sombra que escapan a la vigilancia del Logos entronizado (el cuerpo, la soberbia discursiva, el ejercicio mismo del poder epistemológico).
Al final, de tanto excluir no le queda nada (paradójicamente lo primero que excluye es casi lo único que le queda), aunque en realidad todo le ha quedado, lo que él no lo sabe o no lo quiere saber. A la imagen del hombre de conocimiento como explorador curioso sólo le queda la bruma: el hombre conceptual ha devenido en realidad en el más conservador, el menos aventurero, el más cobarde e inseguro de los hombres.