El poder es el “agalma” que brilla en tanto lo aprecia el otro

Hacer evidente la falta, es no solamente la tarea del analista, lo que enamora al enamorado, sino que es la función social del pensador, del filósofo
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Cuando Alcibíades confiesa su amor por Sócrates (“especie de sileno o sátiro que es el agalma que contiene en su interior cosas preciosas”[1])dará siglos después a Jacques Lacan, la posibilidad de definir la función del analista, mediante la imprescindible transferencia (vinculación) que debe existir entre este y el analizado, como otrora entre el amante y el amado. Agalma como vemos es un término aún no transliterado, es decir que recobra un significado dentro del contexto originario de lo griego. Traducciones vinculadas podrían tener que ver con la belleza que el otro puede ver y reconocer, una suerte de amor de admiración, no erótico ni sexual sino de prestigio.

Ante la imperiosa necesidad de pensar, fugando ante las disposiciones más opresivas de las que somos tanto responsables como irresponsables por la hegemonía imperante que premia, avala y promueve el no pensamiento, creemos determinante continuar la conceptualización de agalma en cuanto una definición política. La relación entre el político y el ciudadano, entre el representante o gobernante con el representado o gobernado, se puede observar desde el brillo refulgente que esconde el poder, detrás de los objetos o sujetos, para validarlos en la aprobación de ese otro, que siempre será el que prometa al integrante del pueblo todo lo que le falta, y que por definición, nunca tendrá.

“Para decirlo todo, si este objeto los apasiona, es porque ahí adentro, escondido en él está el objeto del deseo, agalma, el peso, la cosa por la cual es interesante, a saber, dónde está el famoso objeto y saber donde opera, tanto en la ínter como en la intrasubjetividad»[2].

Lo más cerca que podemos rodear al deseo, de aprehenderlo y designarlo sin que se nos fugue (que nos fuguemos con él o con las explicaciones de explicaciones) podría necesariamente tener que ver, con el momento exacto en que para ese otro (recordemos nuestro origen que siempre es mediante esos otros, que bien podrían ser padres, la ciencia, o un dios o varios) brilla aquello que podemos tener entre manos, en la mirada o como objetivo. Así lo describió Platón, así lo resignificó Lacan, así lo pondremos en el escenario político-público como la relación que sostiene al poderoso y su tutelado.

El agalma en los tiempos electorales, tal como en la etapa del enamoramiento o en las primeras sesiones analíticas en donde se definirá o no la existencia de la transferencia, es más fácil de poderlo observar, pese a su natural inclinación por permanecer oculto lo que dota de sentido a su razón de ser, como sucede con el erotismo que más encanta, atrapa y seduce cuando no muestra del todo (a diferencia de lo explícito o pornográfico y su condición burda, grotesca y animal) insinuando y dando pautas que tiene detrás de sí el elixir de un placer disfrazado de goce.

Los candidatos (no casualmente término que se usa en el mundo de las relaciones amatorias) a diversos cargos deben mostrarse atractivos ante el electorado. Necesitan ser el objeto de deseo de mayorías, habiendo sido previamente escogidos a estos fines, por otros que le reconocen este valor, este brillo, este “agalma”, que no necesariamente será el mismo que verán después los votantes que los hayan votado, para transformarlos en representantes o gobernantes.

Volvemos. El poder se manifiesta como el sistema complejo, o la red, que establece las reglas de juego, para que votemos cada cierto tiempo a los que aparecen como candidatos. Una vez consagrados como tales, es decir transformados hombres y mujeres en postulantes a los diversos cargos, ese poder ya operó, actuó, irrevocable, irreversible e irrefutablemente. En calidad de ciudadanos, utilizando nuevamente a Platón en la alegoría de la caverna, sólo vemos las sombras de lo que ocurrió detrás nuestro. Las figuras que se nos presentan como candidatos, se disputarán la seducción que podrán generarnos, en virtud de un agalma forzado, un brillo que no anida en ellos, dado que no tienen detrás de sí el poder, apenas, en el mejor de los casos, son los representantes de ese poder, el reflejo del brillo que está en otro lugar.

Así el brillo que escogemos, que nos vincula, que legitima la relación entre gobernantes y gobernados, entre representantes y representados, es un lazo deshilachado, un hilo extremadamente débil y delgado. Sin embargo, como planteábamos, en el estadio electoral, como en los tiempos de enamoramiento (donde incluso es difícil detectar incipientes vínculos patológicos), es tan fácil de observarlo, como difícil de creerlo, entenderlo y aceptarlo.

El poder, entendido como el conjunto de reglas que operan más allá de consultas, de consensos, de accesibilidades y de transparencias, pondrá los candidatos, postulantes, que los ciudadanos elegirán (en verdad que optarán) de acuerdo a valores, a brillos, a agalmas que no están necesariamente en la consideración, en la mirada ni en el registro de la ciudadanía, que igualmente será sometida a decidir, a los efectos de consagrar la relación, el vínculo entre gobernantes y gobernados.

Tal como los antiguos matrimonios por conveniencia (o los más modernos de “supervivencia”) donde los que elegían eran los otros, por lo general los padres o los religiosos de la comunidad, el maridaje entre políticos y ciudadanos, continúa la zaga de relaciones forzadas, donde los que eligen en verdad son quiénes están en los circuitos del poder, por más que no lo puedan cambiar, manejar o direccionar.

Llegan, caen, arriban, candidatos o postulantes que la prensa, la comunicación o las redes de ese poder (en los tiempos electorales, potenciados exponencialmente) dirán que tienen tales o cuáles virtudes. Desde que son excelentes en sus profesiones, en sus actividades (una de las razones por las que personas con fama o conocimiento previo, poseen falazmente este atractivo que se impostará es esto mismo), hasta que son confiables, capaces, idóneos, jóvenes para vivir y nunca viejos para morir. Que existen encuestas, sondeos, mediciones que esto avalan, que tienen relaciones directas con los que rigen los destinos de todos y cada uno de nosotros, sin que nos demos cuenta. De esta manera el poder ya eligió a sus representantes, que nosotros simple y mansamente, iremos a refrendar, creyendo que estamos eligiendo algo, que vemos el brillo, el agalma de los que serán nuestros gobernantes o representantes, cuando apenas, en el mejor de los casos, será el reflejo, la proyección o la idea de algo que se nos sigue ocultando, por definición y por necesidad.

Hacer evidente la falta, es no solamente la tarea del analista, lo que enamora al enamorado (que su falta está en ese otro que lo completa), sino que es la función social del pensador, del filósofo, que determinará si solamente la comunica, si la profundiza e investiga académicamente o si la convierte en experiencia política práctica, para que el poder pueda tener interlocutores válidos que lo comprendan mejor, que lo interpelen, que lo cuestionen, y tal vez que lo modifiquen o al menos que no simplemente lo obedezcan, como desde hace un tiempo largo, hasta ahora, sentenciando a la comunidad toda que seamos meros espectadores de una narración que siquiera nos considera como sus posibles o potenciales lectores.

Notas

[1] El banquete. Platón. 221e. Editorial Gredos. Madrid.

[2] Lacan, J. Le transfert, stécriture, p. /La transferencia y la escritura. 126; Paidós, p. 169).