Hace muchos años ya, aunque tal vez sean menos de los que imagino, una amiga de Ecuador me regaló por mi cumpleaños un libro que reunía las novelas y varios cuentos del escritor ecuatoriano Pablo Palacio. Hasta ese momento, nunca lo había oído mencionar. La cubierta era azul, recuerdo, una edición al cuidado de Casa de las Américas. Ese mismo día comencé a leerlo y no me detuve hasta la página final.
La vida de Pablo Palacio en el Ecuador de la primera mitad del siglo XX tuvo sus periodos de crispación y languidez, como las líneas que se dibujan en el electrocardiograma. Fue testigo del reconocimiento literario de algunas de sus obras y también del crepúsculo de su propia mente. Ocupó diversos cargos públicos y políticos en su país, enseñó filosofía en universidades y por formas misteriosas, según dicen, terminó abrigando la locura a los 40 años. Tras ello, quedaba un legado literario muy valiente, en una época que no hacía concesiones; por ejemplo, uno de sus libros de cuentos más comentados, Un hombre muerto a puntapiés, publicado en 1927, que sin duda abriría un sesgo entre, todo lo que se había hecho hasta ese momento en su país (costumbrismo) y lo que estaba por venir aún; el juego gramatical, la experimentación de la escritura fragmentaria y el peso no muy leve del absurdo.
Es preciso destacar en la prosa de Palacio el uso insistente de la brevedad. Y no es casual. Esta brevedad más allá de la mera funcionalidad dentro del texto va anunciando un estado de cosas en sí mismo. Como si en cada línea, en cada punto y seguido, en cada sintaxis se encontrara el Aleph del mundo, o la imposibilidad del mismo. Una prosa epigramática y concisa que logra involucrar al lector dentro de los propios hechos que se narran. Una estética que te pregunta directamente mirándote a los ojos si puede haber una lucidez que trascienda los esquemas de percepción mediocre de la vida cotidiana, si pueden existir realmente dos seres puros y transparentes enfrentados entre sí que hagan de la fractura insoportable una aspiración luminosa. Obviamente Palacio no da la respuesta. Como tampoco lo hace Kafka en su momento. Más allá del parecido físico o que Palacio no use muchos nombres de personajes sino una letra (Z), en ambos autores hay un tratamiento de la posibilidad de las entidades, solamente de la posibilidad; son escritores de la potencia, no del acto, aunque Kafka lo hace desde una delicadeza inquietante y Palacio desde una brusca tranquilidad. Logrando ambos en consecuencia retratar el horror del absurdo.
Por otra parte, al igual que Kafka, en la mayoría de los cuentos de Palacio aparece una especie de alteridad perturbadora que se halla estrechamente relacionada con la propia alteridad del lenguaje. Es por ello que cada uno de los relatos en ese sentido posee una pequeña desestabilización, que logra afectar incluso el destino de los personajes, una característica muy propia en la estructura de los relatos del escritor checo.
Con la publicación de la última de sus dos novelas, Vida del ahorcado, en 1932, Palacio logra como ningún otro latinoamericano, plasmar esos pedazos y reminiscencias de la conciencia humana y su puesta en escena, mediante la brevedad que aludíamos antes y una perfecta mezcla de lo contado y la estructura de aquello que se está contando. Con la entrega de este último libro antes de abandonar para siempre la literatura, me atrevería a decir que el escritor ecuatoriano llega a convertirse, desde las peculiares tensiones de sus miles de patrias íntimas, en el Kafka de Latinoamérica.
Hace unos pocos años se preparó la edición de sus obras completas por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, también la crítica más especializada alaba a Palacio, pero todavía falta mucho para brindarle la atención que merecería su obra. Aunque a Palacio este tipo de cosas probablemente no le hubieran importado.
Es un escritor extrairdinario, en suma original y ciertamente desconocido. Existe una edición de Ayachucho muy buena con sus novelas