“¿Qué fue antes, el huevo o la gallina?” Esta pregunta, un poco para críos y que inspiró un buen chiste gráfico[1], puede ser contestada de un modo enteramente serio de dos formas posibles.
La primera es mi favorita, la de una ya desgraciadamente olvidada -pero que está volviendo con la contribución de Lynn Margulis y el neolamarkismo…- estirpe aristotélica, que diría que la gallina está sin duda primero, aunque se trate de una prioridad lógica y ontológica y no temporal. Puesto que Aristóteles admitía, a diferencia de nosotros hoy, que la “causa final” es operativa y real sobre y ante todo entre las entidades naturales -en las fabricadas y en los fines de la praxis parece más claro, pero allí están Schopenhauer, el marxismo o el psicoanálisis para aguarnos la fiesta y ensombrecer las metas de nuestras decisiones como inconscientes; en este sentido son, no “filosofías de la sospecha”, como señaló Paul Ricoeur, sino “de la alienación”), entonces el huevo es algo que está ahí para convertirse en gallina, y no al revés. La esencia-gallina, o si se quiere la forma-gallina, llega a su plenitud cuando todas las potencias que estaban latentes en el huevo alcanzan su tope, y Aristóteles, desde luego, se sostiene sobre una metafísica de la presencia que entiende que lo des-oculto (ya se sabe: alétheia) es el fin último de lo oculto, es decir, de la dýnamis, lo cual es un modo de colocarse ante el mundo que hace difícil en principio un sistema económico como el capitalista, para el que siempre el platillo de la balanza en que gravita lo que aún puede ser conseguido es misteriosa y angustiosamente más pesado que aquel en que descansa lo que ya ha sido conseguido, es decir, bienes, estos sí, tangibles y contantes y sonantes. Es por eso, en mi opinión, que hoy triunfa considerablemente más la visión que inició la filosofía natural y política del s. XVII y que en la actualidad abandera, en su realce mediático y libresco, el biólogo evolucionista y best-seller mediático Richard Dawkins.
Para Dawkins, en efecto, el huevo es y debe ser considerado científicamente anterior a la eventual presencia de la gallina, dado que la gallina crecida no es más que el huésped que colabora a la supervivencia del genoma gallináceo en su viaje temporal hacia la Nada, exactamente igual que la élite adinerada de Occidente acumula una enorme cantidad de rentas con el único fin de cedérselas a sus alocados hijos, y los demás que revienten.
Es decir, que para el viejo Aristóteles (otro más nuevo, Onassis, estaría más del otro lado), lo que fue antes es la gallina, causa formal, final y perfección última del huevo, mientras que para el mundo moderno lo que fue antes es el huevo, aunque nadie sabría decir bien para qué, ya que todo “para qué” ha sido eliminado del planteamiento epistémico y ético del saber. Mala suerte para las gallinas, mala suerte también para nosotros, que no somos más que correas de transmisión del “gen egoísta”, y mala suerte sobre todo para el mundo social, cuya trama ya no puede estar tejida conforme a la “felicidad del mayor número”, como decían los utilitaristas, porque los genes son egoístas, sí, pero ni mucho ni poco felices (se diría en todo caso que son desgraciados, visto que están sometidos a una competición absurda que ni siquiera ofrece un premio al final). Tal como yo lo veo, pues, un mundo cada vez más regido únicamente por la “causa eficiente” es bastante más rico en fuerza bruta de producción y consumo, pero considerablemente más uniforme e inhumano que cuando contábamos con las cuatro causas aristotélicas, pero esto es algo que la Ciencia jamás va a reconocer…
La cuestión de la causa, de la “aitía” helena, es, sin sombra de duda, la clave de bóveda de la ciencia y filosofía occidentales. Las trasformaciones más decisivas y bruscas de nuestra tradición han tenido lugar en torno a la comprensión del concepto de causa, si se mira bien. Fue el entendimiento de la causa lo que separó a Aristóteles de Platón, produciendo el cisma filosófico más recurrente de nuestra historia, puesto que al discípulo le resultó finalmente intragable que lo inteligible pueda producir lo sensible, y de ahí que acertase a poner la producción, el automovimiento, en el seno mismo de lo natural inmanente. Algo semejante se puede decir respecto de Descartes y Hume, la impugnación más archifamosa del concepto de causa. Aquí, lo que Hume argumentó fue sencillamente que si la filosofía tiene ahora su punto de arranque y fundamento en la conciencia subjetiva, entonces Descartes nos toma el pelo al tratar de convencernos de que, en todo caso, el Yo porta huellas o rastros de conceptos que no son, o que proceden del exterior de, el Yo, lo cual es una manifiesta contradicción por no decir un juego de manos digno de un prestidigitador de tercera –si son conceptos, René, habíamos quedado, acuérdate, en que por “concepto” hablábamos de lo concebido por el cogito, así que dime cómo pueden venir de fuera o fundamentar al propio fundamento. Menos mal que Tomás de Aquino y muchos otros eran ya pasto de los gusanos hace mucho tiempo, porque si no el clamor por tan especiosas lucubraciones hubiera llegado al mismísimo Cielo… (hay otro chiste grafico, esta vez dedicado a Hume: una criada suya con una barriga bien prominente le reprocha al filósofo que cómo tiene la desfachatez que alegar que ese “efecto” en su vientre no tiene por qué tener conexión necesaria alguna con la “causa” que quizá lo engendró…)
Kant, en cambio, hubiera ameritado un mayor respeto por parte de Aristóteles o Tomás. El par “causa-efecto” existe porque sin él sencillamente toda certeza científica sería imposible, y es un hecho que la ciencia no es una quimera, puesto que Isaac Newton y otros han realizados adelantos asombrosos. Kant lo plantea todo de modo magistral, pero es difícil disimular el carácter voluntarista de su sistema. De hecho, el propio Kant confiesa que la Razón Práctica es prioritaria, y Fichte ya no se corta y da el paso siguiente: en efecto, hay ciencia, Wissenschaftlehre, porque el sujeto se autopone en la acción. Más claro el agua. El tercer momento histórico en que el concepto de causa puso patas arriba el pensamiento fue valiéndose, por así decirlo, del tándem Hegel/Marx. No otra cosa es la inversión de la dialéctica hegeliana de las que los marxistas tantas lenguas se han hecho, en nombre sobre todo de Louis Althusser, que en mi opinión hizo un flaco favor a la hermenéutica filosófica. Porque si dices que en lo que se equivocó el gran Hegel es en que es la producción material la que causa la producción inteligible, y no al revés, entonces lo que obtienes es sustituir la arché detentada por el Estado moderno por la Revolución, y con eso, nada más y nada menos, efectivamente colocas en la cabeza lo que antes estaba en los pies… La lección que todo esto ofrece es que hoy ya hemos accedido a la conciencia de que todo proceso, natural o social, es multifactorial, de manera que establecer un delimitado cuadro de causas no sólo es insultantemente reduccionista, sino que además hiede bastante a ideología en el estricto sentido marxista.
¿Cómo debemos pensar, entonces, si incluso el enlace “causa-efecto”, que es tan básico para el discurso racional como el principio de contradicción, se torna un problema? Yo creo que lo que hay que hacer es admitir que no podemos poseer una explicación completa de nada, pero que eso no paraliza al saber. Porque siempre se puede ser honesto y confesar que cuando se busca una explicación de hechos naturales[2] o sociales (y si esta distinción sigue vigente fuera del esquema de El conflicto de la facultades, como aducía Kant…), lo que se está haciendo es querer satisfacer un interés, del tipo que sea, y por tanto colmar un télos. Ni Dios mismo podría conocer todas la causas de un fenómeno, pero lo que sí podemos es fijar una posible línea teórica de acción de acuerdo con un fin determinado, sin que ello cierre o prohiba o haga ridículas otras investigaciones posibles. O dicho de otra manera: que volvemos a la gallina, que el huevo es un prodigio de volumetría biológica pero viene después, desde un punto de vista no cronológico, diga lo que diga el viejo o nuevo evolucionismo. “¿Qué fue antes, el huevo o la gallina?”, preguntan aquellos que se percatan de lo arduo que es dar razón hasta del más insignificante de los hechos. Pues lo que fue antes, en puridad, y si yo no me equivoco, no es ni una cosa ni otra. Lo que siempre está antes es la aitía, la categoría de causalidad, de la que echamos mano cuando necesitamos algo que no puede ser obtenido por medios meramente prácticos, instrumentales o manuales.
Notas
[1] En la consulta del médico están aguardando un huevo y una gallina en la sala de espera; una voz desde el interior del despacho del doctor traspasa la puerta: “¡que entre el primero!”)
[2] Por cierto, no sé si nadie se ha dado cuenta de que la tan aclamada Teoría del Bing-Bang, que no por casualidad propuso un cura, o es teológica Causa Sui, o es el supersticioso retorno de la criticada generación espontánea…