Imagen de Dariusz Sankowski
Existe la creencia de que el arte es el lujo de los desocupados, que solo quienes tienen los problemas de la vida práctica resueltos pueden dedicarse a disfrutarlo, y que para crearlo hacen falta amplios conocimientos y años de educación académica. En franca oposición a estas ideas, a través de esa pequeña obra maestra que es El cuentero, Onelio Jorge Cardoso nos recuerda la importancia que la fantasía y la fabulación tienen para el hombre, más allá de su nivel económico o cultural.
Esta historia sencilla, protagonizada por un grupo de cortadores de caña, pobres y probablemente analfabetos, es el cuento que explica su mera existencia y su aparición espontánea en cualquier comunidad.
El cuentero da testimonio del papel crucial que la capacidad de narrar juega en la espiritualidad humana, desde su forma más baja y vilipendiada, el chisme, hasta las obras situadas en la cumbre del pensamiento universal; desde las múltiples generaciones de poetas que memorizaban las epopeyas de sus pueblos para luego cantarlas en verso, hasta el rito moderno de la telenovela. Un papel cuya trascendencia va del individuo –que se construye a sí mismo al articular de manera inconsciente los hechos de su vida en una narración donde lo más auténtico de su personalidad se manifiesta–, a lo social, a la ficción como forma de comunicación y soporte psíquico, como creadora de vínculos por medio de las emociones compartidas, e incluso, como proyección hacia futuros y mundos más o menos posibles.
Ese tipo de experiencia colectiva es la que se disfruta junto a los personajes rudos de Onelio mientras ellos escuchan a Juan Candela, el cuentero. Un acto en apariencia prescindible, pero que poco a poco pasa de entretenimiento a necesidad, porque todos poseemos por igual el deseo de lo maravilloso y lo imprevisto, el ansia de lo bello, y la sensibilidad para apreciarlo.