David Lagunas, Universidad de Sevilla
La serie El colapso muestra cómo en una sociedad rica, la francesa, se produce un colapso económico de un día para otro: los ciudadanos-consumidores se dan cuenta de que no tienen alimentos que comprar en el supermercado, la gasolina es escasa, la tarjeta de crédito no funciona… Y se desata la locura y la lucha por la supervivencia entre las personas, presas del pánico: se impone el instinto de supervivencia y la violencia, la guerra de todos contra todos por sobrevivir.
Se trata de una reflexión acerca del impacto de la globalización, la expansión ilimitada del capitalismo neoliberal y el acelerado cambio climático como la consecuencia del “progreso” humano y la devastación de nuestra forma de vida.
Películas y amenazas
Hasta Blade Runner, las películas de ciencia ficción presentaban un mundo, o bien polucionado y la humanidad casi desaparecida (Soylent Green –los humanos como caníbales–; 1997, rescate en Nueva York; El planeta de los Simios), o bien un avance tecnológico amenazante (Planeta prohibido; THX 1138, Terminator, Matrix…).
La película de animación Wall-e muestra el planeta tierra destruido. En Koyaanisqatsi (1982), la cinta de Godfrey Reggio, la primera imagen muestra unas pinturas de los indios Hopi en una cueva que representa sus profecías acerca del fin del mundo. Describen la llegada de “una vida loca, vida en tumulto, en desintegración, desequilibrada, una condición de vida que clama por otra manera de vivir”.
El filme muestra cómo el mundo desarrollado destruye la naturaleza y la tecnología que ha impuesto sus formas: acero y metal, gasolina y electricidad. De ahí las imágenes de forma repetitiva y acelerada de los rostros de gente alienada, guetos, miseria social, el ritmo de vida desquiciado, los atascos de tráfico, salchichas o cigarrillos en la cadena de producción en masa. Lo que los físicos llaman entropía: el desorden.
No hace falta una bola de cristal para reconocer estos problemas y cualquier científico sabe que no tenemos mucho tiempo para evitar la destrucción del planeta.
David Wallace-Wells muestra en El planeta inhóspito (2019) que el cambio climático es una expresión de nuestro fracaso en crear un porvenir y nos conduce directamente a hambrunas, plagas, un aire irrespirable, migraciones cada vez más masivas, conflictos armados globales y el colapso económico.
Un presente consumista de economía depredadora
En El colapso ya no es el futuro, sino nuestro presente, el que es pintado de modo poco halagüeño a través de este colapso económico: el sufrimiento de las clases bajas y los oprimidos, la naturaleza destruida (ecocidio), el dinero no tiene valor porque no se puede comprar nada, consecuencia de la aceptación pasiva de un sistema económico depredador en nombre del progreso y del consumo irracional.
Ni siquiera la tecnología ha evolucionado. La serie nos interpela: ¿Qué ocurriría si se produjera el colapso mundial, si el consumo se detuviera de golpe, si hubiera escaso combustible en las gasolineras, si faltara la comida en el supermercado? ¿Huiríamos de la ciudad al campo? ¿Se desataría el peligro nuclear? ¿Cómo reaccionaríamos ante este colapso? ¿Los ricos y los pobres por igual? ¿Y en otros países? ¿Y en otras culturas? ¿Sería el fin de la humanidad? ¿O el del capitalismo?
En todo el mundo las personas pertenecientes a las sociedades de mercado o sociedades de consumo son propensas al mismo tipo de problemas de desorganización, falta de cooperación, intereses personales y falta de visión a largo plazo. En todos los estados nacionales, en todos los grupos culturales y en todos los grupos étnicos más o menos en la órbita del capitalismo industrial y financiero la gente tiende a reaccionar de manera similar: pérdida de sociabilidad y de significados culturales, junto con los efectos trivializantes de los medios de comunicación.
Seguimos sin contar con instrumentos intelectuales para pensar acerca de la necesidad de un contrato social global, de una sostenibilidad social en términos de convivencia.
Nosotros reclamaríamos nuestros derechos
Por eso, la reacción ante este colapso sería, primeramente, invocar nuestros derechos adquiridos como consumidores: derecho a conducir el coche, tener alimentos en el supermercado, dinero o tomar un avión para ir de vacaciones. O arrasar con el papel higiénico, la harina o el alcohol en los supermercados como vimos en las primeras fases del Estado de alarma y confinamiento en España.
La serie invita también a comprender la falta de acción de los ricos y privilegiados, que continúan viviendo de manera insostenible, trazando un perfil psicológico justo como las respuestas a este colapso desde la posición de las clases trabajadoras en base a la lucha por la supervivencia ante el miedo.
Recuerda también al egoísmo de las clases superiores en la película El Hoyo que comenté en Youtube. Como muestra, el capítulo 2 de El colapso ambientado en una la gasolinera: ¿Qué haríamos como padres si tenemos dos hijas que alimentar? ¿Robaríamos un coche de otra familia en la gasolinera para que nuestras hijas sobrevivan?
Los antropólogos no tenemos todas las respuestas, pero creemos que debemos plantear las cuestiones correctas para hacer una llamada al cambio y convencer a quienes tienen el poder para cambiar la economía global, salvar el planeta y a la humanidad de la extinción.
¿Reaccionarían igual todas las sociedades?
Muchas sociedades y culturas no reaccionarían, como nosotros, de esta manera violenta, individualista, egoísta e insolidaria, como consumidores presos del pánico en estos tiempos de creciente desigualdad socioeconómica y depredación ambiental.
Reaccionarían en base a las normas de reciprocidad (intercambio de bienes y trabajo) y el don (el regalo desinteresado y la obligación de “dar, recibir y devolver”) que aparecen en sociedades y civilizaciones (cazadoras-recolectoras, pueblos ágrafos, economías primitivas…) no sometidas a los imperativos de la economía capitalista y ajenas a la economía de mercado. La cultura de la reciprocidad también incluye tanto a las formas de reciprocidad “moral” y de tipo paliativo entre amigos y parientes (caridad, compasión…) que coexisten en el capitalismo. Por ejemplo, la celebración de la Navidad es un residuo de la antigua cultura de reciprocidad en las sociedades occidentales.
Los inuit
¿Cómo responderían ante una situación de crisis económica estas sociedades? Escogemos una de ellas, los inuit (esquimales) del noroeste de Alaska, estudiados por Robert F. Spencer en proceso de ser absorbidos por el capitalismo global.
Los inuit, ante una crisis como esta, reaccionarían cooperativamente, buscando el beneficio colectivo. La economía occidental es un sistema cerrado que solo crea riqueza y al que la sociedad tiene que adaptarse, y no posee una teoría económica del entorno natural ni del equilibrio población-recursos, sino que es una teoría económica basada en el beneficio y en la desigualdad de ingresos.
Por el contrario, la economía esquimal está diseñada para crear sociedad, no riqueza. Los inuit se encuentran en una situación de equilibrio demográfico y ecológico con el entorno natural, una forma de sostenibilidad global que proviene de una sociedad más cooperativa. No funcionan en el mercado, sino en el medioambiente.
Si bien la economía occidental se basa en la responsabilidad individual del trabajo, la economía esquimal no tiene interés en acumular o generar ganancias. Este tipo de problemas se han resuelto políticamente de tal manera que la economía es concebida para crear sociedad, no riqueza: se intercambia comida, ayuda, favores, regalos, para crear una responsabilidad colectiva ritual, en equilibrio demográfico y ecológico con el medioambiente.
Los esquimales han creado una sociedad cuya construcción no es económica, sino social, y están culturalmente predispuestos a cultivar la paciencia, el cálculo y la tranquilidad en beneficio de la sociedad.
Vivir en sociedad cooperativamente
La solución no pasa por imponer recetas institucionales de arriba a abajo, sino por aprender de abajo a arriba, por aprender de la experiencia de siglos de relaciones armónicas con el medioambiente, con la naturaleza y con otras personas, viviendo en sociedad cooperativamente.
Petronila Pérez Velázquez es una profesora bilingüe mixteca de la comunidad de Santiago Amoltepec, en Oaxaca (México), con quien estamos trabajando en varios proyectos:
“El lema de mi papá es ‘produce tu propio alimento’. Aún la tierra todavía no está maleada y todavía no la acostumbran con tanto químico. Con dinero o sin dinero la vida es feliz. No necesito dinero, solo cultivar nuestro maíz. ¡Qué más le podemos pedir a la naturaleza! Debemos ejecutar las acciones para obtener alimentos. Aunque queramos consumir los derivados que hay será imposible. Y transmitir los conocimientos con los más pequeños e ir heredando. De lo contrario, estas prácticas se perderán”.
Las palabras de Petronila advierten de que las personas se encuentran cada vez más fuertemente especializadas y desconectadas de la producción de alimentos y bienes básicos, y que el cambio climático puede destruir irreparablemente nuestras habilidades para retornar a las prácticas agrícolas.
Para concluir, un mito andamán que se refiere al colapso: la vida futura llegará al apocalipsis “cuando ya nadie se case ni sea entregado en matrimonio”, es decir, la desintegración social. Este sería el final de eso que llamamos ‘la sociedad’, esta riqueza que cultivan los inuit y tantas otras civilizaciones, y que el neoliberalismo ha arrinconado. “No existe la sociedad”, decía Margaret Thatcher.
David Lagunas, Profesor de antropología, Universidad de Sevilla
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.