Causa principal de las enfermedades en filosofía –un régimen unilateral: se nutre su pensamiento con una clase de ejemplos.
Investigaciones filosóficas, L. Wittgenstein
En segundo o tercero de facultad recuerdo que me dio por hacer un trabajo como quien dice a pelo que nos había sido encomendado en la asignatura de Miguel García-Baró. Quiero decir que decidí no consultar ningún libro ni citar ningún autor, para plantear en cambio una situación imaginaria y buscar en ella, desnudo y con mis solas fuerzas, el famoso y cacareado “sentido del ser”. Así que lo que hice fue describir un pantano, tal vez por la influencia inconsciente de Alan Moore, y a partir de ahí escribir una tanda de páginas sin rumbo claro, pero al menos algo razonadas, acerca del “ser” de la rana frente o complementariamente al “ser” del agua estancada o de un caimán que repta hacia la arena, etc. Creo que lo que me salió fue algo así como la distinción entre la esencia y la existencia de Tomás de Aquino, pero mal, o sea, que no hice más que aplicar el sentido común de alguien con muy poca cultura filosófica perteneciente a la tradición occidental y para colmo nacido en un país católico, pero de todos modos obtuve un sobresaliente por el esfuerzo. Porque, en efecto, cuanto menos desde Platón (aunque Diógenes Laercio señala que lo tomó de algún otro) en el pensamiento de este lado del mundo ser equivale a ser-algo, es decir, a una determinación determinada, valga la redundancia, y de ahí que Martin Heidegger tuviera completa razón al decir que habría que examinar cuidadosamente por qué la Metafísica fue así alumbrada y cuál era entonces su fundamento, su “doble fondo” por decirlo de otra manera.
En caso contrario, a todos, filósofos o no filósofos, lo que nos sale espontáneamente es puro tomismo: la esencia es una determinación, como ser-rana, ser-agua o ser-caimán, y por tanto el hecho de ser, la “existencia”, tiene que venirle dada de fuera. Esa manera de ver no varía demasiado en la ciencia y filosofía occidentales incluso cuando Kant le imprime un cierto giro y nos explica el por qué la existencia no puede ser considerada un atributo, para pasar a configurarse como una “posición absoluta de objeto”, pero eso es algo tan desmesurado -la espita del idealismo alemán- que merecería de texto aparte y firmado por mejor pluma.
En términos actuales, la esencia del agua por ejemplo es H20, y eso es el ser-qué del agua, su determinación (que, por cierto, el agua es todo menos un “elemento”: es, por lo visto, el compuesto material más extraño en su comportamiento que conozcamos del universo, y hay quien apunta que en realidad está formada de otros dos líquidos más primitivos y oscuros…) Platón, naturalmente, no podía tener la menor noción -y encima parece que era enemigo de Demócrito, coetáneo suyo- de química, que comenzó a desarrollarse en su forma legaliforme en el s. XIX, de manera que H2O es un mal ejemplo, y además anacrónico, para ilustrar lo que es una Idea (eidos/eide) platónica. No obstante, creo que se ve bien que H2O no es exactamente agua, porque H20 es una fórmula, sólo captable por el entendimiento. Nadie puede zambullirse en la H, bucear bajo el 2 y emerger en el O, porque estamos ante la idea química del agua, no ante un caso sensible del líquido elemento. Que la esencia de un conjunto de entes sea sin embargo y en cierto sentido de otra naturaleza que esos entes, es el gran descubrimiento de Platón y su gran perplejidad, y quien no entienda del todo bien este hallazgo no entenderá nada -¡pero nada de nada!- de lo que trata la disciplina conocida como “Filosofía”, confundiéndola con alguna suerte de saber sapiencial sobre la vida en general.
Filosofía en Occidente no tiene nada que ver con pensar sobre el sentido del Universo o sobre el Más Allá, Filosofía consiste en tomar postura acerca del estatus ontológico de las eide tal como las intuyó -o explanó- Platón. Y ocurre que el dicho problema no estriba en la forma de repartir la Idea-una entre las cosas-múltiples, tal y como nos hace creer el propio Platón, de tal manera que, claro, ya ha blindado su premisa fundamental, sino al revés: el problema es resolver cómo es que la Idea puede ser una y singular, dado que en tal caso ha de ser ya concreta y no universal. El nominalista George Berkeley lo vio muy bien en el prólogo a su Tratado sobre los principios del conocimiento humano, de 1710: el triángulo ideal, aceptando que existe, ¿es isósceles, escaleno o rectángulo? No puede ser ninguno de los tres, pero tiene que ser los tres a la vez, o no los representaría a todos.
Pero esto es un absurdo integral, desde el punto de vista platónico, supuesto que tiene que existir un triángulo ideal en alguna parte y no sólo como regla intuitiva -en potencia, por así decir- de construcción de triángulos, que fue lo que insinuó allí Berkeley y remató más tarde Kant, que le había leído concienzudamente. Porque si existe como tal en el topos hyperouranos, y la psyché lo ha visto y puede verlo aún, entonces es irremisiblemente una idea concreta, no en absoluto una general. Otro ejemplo, aunque los ejemplos tengan ciertamente el peligro que apuntaba Wittgenstein: el rostro “ideal” es, para Platón, un rostro determinado, en acto, ahí presente en el kosmos noetós; en tanto que es en acto, por supuesto difiere de los demás rostros sensibles y por consiguiente precisamos de otra idea general que los englobe a todos, precisamente la formidable crítica de Aristóteles, conocida y mal comprendida como “el tercer hombre” -no el de Graham Greene-, que, creo, sentencia la cuestión para siempre.
La gran mayoría de los matemáticos actuales deben ser kantianos, porque “compón una figura cuyos ángulos sumen 180º” es una instrucción que el concepto da a la intuición, o sea, una operación de la Imaginación Trascendental, pero parece claro que antes no hay triangulo ideal presente propiamente dicho, que es lo que obstinadamente exige Platón a través de muchos argumentos y también de muchos mitos. Que ese presente sea el de una eternidad congelada, y por tanto superior al presente espectral del tiempo común, del cual es fuente, son ya trucos de Platón para no apearse del burro, tal y como yo lo veo. Porque sí hubiese triángulo ideal en acto (y por tanto el concepto sería su copia mental, no la regla de su construcción, que como tal regla no es ella misma triangular), primero surgirían los problemas de no-universalidad ya señalados, y, luego, habría que reconocer que le afecta alguna forma de sensibilidad, puesto que puede ser contemplado inequívocamente (y sería tachar la escritura de Platón el negar que ésta es su metáfora más recurrente, la de la visión de lo inteligible). Que luego Platón insista en aquello de que “es que contemplar con la razón en nada se parece a la vista sensible, etc., etc.” no evita en absoluto el problema, dado que la idea está ya trazada desde siempre. Por eso el ejemplo del rostro me parecía el más gráfico, con la ventaja de que el matemático no mete allí sus rigores. Al rostro ideal deberíamos ponerle hasta nombre propio, hasta tal punto es uno entre muchos, y no uno de muchos como se pretende. Tampoco serviría aquí que Platón replicase que es el más perfecto de todos, ya que hasta el mejor o más excelente es sin duda uno particular…
En fin, aún sin duda genialmente, más que en jardines, Platón nos metió en turbios pantanos, como el de mi ejercicio bisoño aquel, o en charcos, como los del poema de Gimena Ruíz Blanco:
El charco de Platón
El prisionero mira abajo y ve
el reflejo del pájaro, de la luna y del árbol
Lo que allí no ve
es la rana verde junto a la hoja verde
es la rana marrón junto a la hoja marrón
es la rana gris junto a la hoja gris.
Y tampoco ve
que las tres son una y la misma rana
que, a la vez,
es y no es.