La existencia de Dios, asi como las pruebas de ello, constituye uno de los problemas más famosos de la Filosofía. Existen tres pensadores que trabajan el problema de una forma totalmente nueva y necesaria para las tareas urgentes de su época. Nietzsche, con su “Dios ha muerto”, anuncia la caída de paradigma moral de la cosmovisión moderna. Sus reflexiones están abundantemente tratadas y existen pocos resquicios de tal afirmación que no hayan sido escudriñados. Jung, en su “Respuesta a Job”, no anuncia la muerte de Dios, pero relata un momento de su existencia en donde un mísero mortal se plantó ante él, le echa en cara su inferioridad moral, y lo obliga hacerse carne en Cristo.
Ambas nociones, aunque devastadoras, implican la realidad de Dios. Pero existe una tercera posición, más hereje, aquella que afirma que Dios ni existe ni tiene necesidad de existir, puesto que su existencia es virtual y contingente. Dios, para Quentin Meillassoux, es un Dios por venir, un Dios por nacer.
Un problema fundamental de toda teología es brindar una explicación coherente acerca del mal. En los griegos no existía tal problema, las penurias del hombre provenían de desafiar el destino impuesto por sus dioses.
El problema del mal, imbuido de auténtica médula filosófica, comienza con el neoplatonismo, se desarrolla en el encuentro de estoicismo y cristianismo primitivo, y se cimienta en la patrística de San Agustín. Para el santo de Hipona, tiene un carácter ontológico: el mal es lo más alejado de la luz de la divinidad. En una reinterpretación de Aristóteles, en donde Dios es la pura forma, aquí el mal es la materia inerte desprovista totalmente de espíritu. Dicho en otras palabras: el mal es el cuerpo. Ello determina una relación entre martirio y corporalidad como signo característico del cristianismo.
La modernidad, que hereda el espíritu antropocéntrico del renacimiento, no se puede contentar con ninguna noción patrística o escolástica del mal. El mal existe, lo ven en su día a día, es un hecho inevitable. Dios, por otra parte, censura más o censura menos, es también un tema inevitable en su filosofía. De lo que se trata es de brindar una explicación del mal que sea compatible tanto con lo divino como con la vida diaria. Una de las explicaciones más plausibles la presenta Leibniz. En su Teodicea afirma que nuestro mundo es el mejor de los mundos posibles. Dios, en su magnificencia, escoge entre esos mundos el menos cargado de maldad. Voltaire, por su parte, nunca entenderá como el mejor de los mundos posibles podrá permitir terremoto de Lisboa de 1755, y así lo afirma en su Cándido.
Reflexiones a parte, el mal existe. Y la pregunta por su existencia cobra especial importancia en los marcos de la modernidad. Quentin Meillassoux se pregunta qué tipo de redención pueden tener las víctimas del colonialismo, los cadáveres irredentos de las revoluciones que murieron sin realizarse, así como como las almas sin consuelo del holocausto judío. Si la muerte cercana nos duele como particulares, existen muertes que claman “el horror de su muerte no sólo a sus cercanos, a sus íntimos, sino a todos aquellos que cruzan la ruta de su historia» (Meillassoux, 2012, p. 101). Esos son los muertos esenciales, aquellos que exigen un duelo esencial, pues con la redención de su muerte se podría redimir la injusticia del mundo, ese conjunto de errores individuales o no, que se asumen como manchas esenciales en la historia de la humanidad.
Dios, para Quentin Meillassoux, es un Dios por venir, un Dios por nacer.
Ante esas muertes existen dos soluciones de redención: la religiosa y la atea. El religioso, al morir, busca comprobar con el paraíso no tanto su posibilidad de disfrute ultraterreno como la redención definitiva de todas las muertes violentas que han pavimentado el camino de la historia. El ateo, por su parte, no puede entender cómo puede existir un Dios que permita el mal en el mundo, y como tal, elije la nada, el absoluto silencio ontológico como remedio de su fallecimiento. Ambas soluciones chocan con un muro, la falta de respuesta de la divinidad con respecto al problema del mal y la redención. Dicho de otra forma, achacan a Dios algo de lo que, muy posiblemente, no tenga culpa alguna. Ante el problema de la existencia o no de Dios, Meillassoux contrapone en su “inexistencia divina” la osada teoría de que no se puede culpar del mal a Dios, porque Dios no existe. Dios, a lo sumo, podrá existir.
Para entender esta tesis, antes se debe comprender el pensamiento de Meillassoux. Tal tarea, como en muchos otros casos, se resiste a la brevedad, lo cual no implica que no se intente. En Después de la finitud (Meillassoux, 2015), su presupuesto principal es asumir a Kant como un parteaguas del pensamiento occidental. Con Kant, el sujeto retira toda afirmación de existencia de entes necesarios en el mundo, y repliega la necesidad al sujeto. O sea, que considera que no podemos concebir nada necesario fuera de la verdad intersubjetiva de la comunidad de seres humanos poseedores de raciocinio. Ese repliegue, necesario en su época ante las objeciones de Hume hacia la metafísica, se continúa desarrollando en la contemporaneidad, hasta el punto de que existen filosofías que niegan todo tipo de acceso al mundo fuera del sujeto y sus objetos. Meillassoux no busca salir de esa visión, pues considera que hacerlo implicaría retornar a la metafísica, a volver a conferir verdad a cosas externas a nuestra capacidad de conocer. Al contrario, en un movimiento brillante y polémico afirma que nuestra hermeticidad contemporánea al afuera, implica que todo es posible, que lo exterior al sujeto es un hipercaos que implica la absoluta contingencia.
Entre tantas cosas posibles, cabe la posibilidad de que nazca Dios, y con su nacimiento, borre con su vendaval de fuego todos los males del mundo. Dando, finalmente, redención a toda esa masa irredenta que anhela justicia por su muerte. La apuesta de Meillassoux, poesía aparte, significa que no debemos cejar en el empeño de buscar un mundo mejor, de justicia social y distribución equitativa de la riqueza. El fracaso de las revoluciones pasadas, de las transformaciones justas, constituía antes de Meillassoux una carga horrible para la humanidad, pues se pregunta constantemente si toda la sangre de los errores del pasado tendría sentido a la luz de un bien mayor. El tren del progreso, que en su camino justificaba las muertes sin redención en pos de una sociedad mejor futura, dejaba de ser una alternativa para la filosofía. Si la sociedad de justicia social es un anhelo que tiene su materialidad sólo en el campo de lo posible, todo fantasma irredento tiene sentido, pues el pasado solo ha pavimentado el camino de lo posible, solo ha puesto en manos de la humanidad la posibilidad de un mundo mejor, susceptible a derrumbarse o no por el caótico e imperceptible aleteo de una mariposa.
El Dios por venir, el Dios por nacer de Quentin Meillassoux, provee una reinterpretación fresca al problema del mal. Una reinterpretación cuya originalidad descansa en que no pone sobre los hombros de los vivos la redención de los muertos: en tanto Dios siempre ha sido posible, la ausencia de su nacimiento solo implica que la humanidad ha fallado en marchar como una sola. No implica borrar la historia, pues las muertes horribles están y permanecerán como historias particulares a no repetir, pero pondrá, por primera vez, al ser humano en un presente preñado de futuro, pues lo invitará a la posibilidad del nacimiento de Dios. Una forma de coexistencia humana que resuelva las contradicciones, que disipe las vorágines del odio, que presente, en suma, una forma de la existencia sostenible con nuestro planeta y con nosotros mismos.
Referencias
Meillassoux, Q. (2012). Duelo por venir, Dios por venir. En El nuevo realismo: La filosofía del siglo XXI. Caja Negra.
Meillassoux, Q. (2015). Después de la finitud: Ensayo sobre la necesidad de la contingencia. Caja Negra.
Interesante nota de autor.
Un saludo.