En la primera parte de su célebre trabajo, Diferencia y repetición, el filósofo francés Gilles Deleuze realiza una caracterización del concepto de ley en su sentido natural y moral. Este es particularmente iluminador del sentido de los dos conceptos clave deleuzianos que protagonizan el título de la obra, la diferencia y la repetición. En este breve texto trataremos de realizar una presentación de todos estos conceptos deleuzianos.
La distinción entre repetición y la generalidad es la primera que presenta Deleuze en la introducción. Una distinción que, mantiene, resulta extrema. Por un lado, en la generalidad un término se puede cambiar por otro. Es la relación de un concepto con todos sus referentes, es decir, la generalidad del término “pizarra” se utiliza para referirse a distintas singularidades, a distintas entidades. Con “pizarra” podemos referirnos a una pizarra de la Universidad de La Habana o a la pizarra de cualquier otra universidad. Esto constituye una generalidad. Por otra parte, una repetición es lo insustituible. Cuando digo ‘pizarra’, me refiero exactamente a esa “pizarra” repetida n veces. La tesis fundamental que se defiende en Diferencia y repetición es que la repetición es completamente imposible. Por ende, mientras que la generalidad es una especie de artificialidad realizada, digamos, por una mera cuestión de “economía lingüística”, la diferencia es lo que hay de hecho.
La tesis fundamental que se defiende en Diferencia y repetición es que la repetición es completamente imposible. Por ende, mientras que la generalidad es una especie de artificialidad realizada, digamos, por una mera cuestión de “economía lingüística”, la diferencia es lo que hay de hecho.
Aquí nos encontramos con que, tal y como admite el autor, llevar esto a la praxis implicaría una agresión contra el lenguaje. Como se vislumbra en el relato de Funes El Memorioso de Jorge Luis Borges, pensar es olvidar la diferencia, abstraerse. Llevar la propuesta deleuziana hasta sus últimas consecuencias implicaría tensionar de tal forma el lenguaje que la comunicación sería inviable, incluso el lenguaje mismo. Para ser coherentes y evitar cualquier tipo de generalización conceptual, tendríamos que presentar cada diferencia con un concepto distinto, lo cual resulta impensable. No podemos equiparar el lenguaje con la realidad.
Así, para Deleuze, la ley es una manifestación de la generalidad en cuanto que ella misma engloba una serie de singularidades a partir de los términos o características de semejanza que ella misma establece. La generalidad de un concepto es la ley. Dentro de las leyes de la naturaleza establecidas desde el ámbito científico, se presupone una especie de relación constante entre dos o más variables. Se sobreentiende que existe una regularidad en la naturaleza, una especie de repetición constante. Pero, tal y como sostiene Deleuze, estos ciclos naturales no suponen, en ningún momento, repetición alguna. La cual, reiteramos, es irrealizable. En su ansia de comprender los fenómenos naturales, la ciencia presupone una especie de pseudorepetición. En la ley se engloba, a partir de una serie de conceptos mínimos, una gran disparidad de fenómenos diferentes que se consideran semejantes en virtud de las normas por la misma ley establecidas. Aunque de hecho sean ontológicamente distintos, en relación con los conceptos establecidos, se contemplan las semejanzas.
En lo que respecta a la experimentación “de laboratorio”, sucede esencialmente lo mismo. A partir de una serie de “medios cerrados” y en función de un número mínimo de “factores previamente seleccionados”, se pretende encontrar la repetición de un fenómeno. Lo cual permitiría, a su vez, la formulación de la ley. Los experimentadores establecen previamente una serie de condiciones limitadas, seleccionadas arbitrariamente por ellos mismos, para llevar a cabo el experimento. Una vez llevado a cabo, se analiza el fenómeno resultante en busca de la igualdad. Este análisis es, asimismo, llevado a cabo siguiendo una serie de patrones de igualdad establecidos previamente. Nos dice Deleuze que dos como mínimo, por ejemplo, el espacio y el tiempo para el movimiento de un cuerpo en general en el vacío.
De esta forma, lo que pretende Deleuze no es atacar la ciencia o su metodología, sino más bien poner de manifiesto su forma de actuar y señalar formas de pensar alternativas.
En general, lo que se lleva a cabo en la experimentación científica es la constatación del paso de una generalidad (la de la naturaleza) a otra generalidad (la de la ley de la naturaleza), en base a una serie de características de semejanza establecidas de antemano. De esta forma, lo que pretende Deleuze no es atacar la ciencia o su metodología, sino más bien poner de manifiesto su forma de actuar y señalar formas de pensar alternativas. Una forma de pensar alternativa, la suya, en la que se respete la diferencia y se admita la imposibilidad de la repetición pura.
En esta línea señala otro tipo de ley basada en la supuesta existencia de repetición, la ley moral. Una de las pretensiones fundamentales de la ética es la universalidad. Como sabemos, la ética pretende proporcionar una teoría o ley moral válida para toda situación o contexto moral que se consideren iguales. De la misma forma que la ley natural científica, una igualdad o incluso semejanza establecida a partir de unos patrones delimitados previamente. Esto resulta claramente entendible ya que, se pregunta Deleuze, “¿de qué serviría la ley moral si no santificase la reiteración y si no la volviese posible…?” La ley moral, para que se considere posible como tal, debe tomarse, por un lado, como superior a la ley natural, superior a la simple “repetición” que en ella, se supone, se da. De otro modo caeríamos en una suerte de determinismo. Pero, simultáneamente, para que en la práctica se pueda llevar a cabo, la ley moral tiene que funcionar como una ley natural, es decir, presuponiendo la existencia de repetición. La ley moral sólo puede funcionar si se aplica igual a los distintos casos, sin observar la diferencia. Por ejemplo, sin observar la diferencia que existe en todos y cada uno de los asesinatos que se produjeron, se producen y se producirán.
El ejemplo paradigmático que Deleuze nos señala se halla en el imperativo categórico de Kant. Este constituye el ejemplo más claro de cómo la generalidad excluye las diferencias, que de hecho existen en todo caso. Es presumible, en definitiva, que la práctica moral adecuada para Deleuze, sea aquella que contemple cada caso, sin establecer generalidades.
Si bien en el caso de la ley natural decíamos que esta se sustenta en una supuesta repetición en la naturaleza, la ley moral se cimentaría sobre la generalidad de la costumbre. A este respecto, Deleuze, dentro de la generalidad de la costumbre o el hábito, distingue dos órdenes: el de las semejanzas, que es la conformidad que está en línea con la generalidad, la pseudorepetición; y el hábito verdadero, que está en relación con la repetición en el aspecto que admite la diferencia.
Por último, nos encontramos con dos formas de poner de manifiesto los falsos supuestos sobre los que se asienta la ley moral: la ironía y el humor.
La ironía, primera forma de invertir la ley moral, se basa en la denuncia de los principios que hay detrás del principio que se considera universal. Con la ironía se pone de manifiesto lo que no se reconoce, lo que hay detrás de la ley.
Por ejemplo, si tenemos en cuenta el principio que nos dice que no debemos robar, ironizamos cuando decimos: “está mal robar 1000 dólares de los 227.500 millones que tiene Elon Musk para dárselos a una familia pobre”. En segundo lugar se sitúa el humor. En el humor, según Deleuze, lo que hacemos es llevar el principio o la ley a sus últimas consecuencias. Tomar la norma de una forma tan rigurosa que se manifieste lo absurdo de esa norma. Por ejemplo, tomando el mismo principio de no robar, el humor invierte la ley moral cuando decimos: “no debes robar una botella de agua de una gran cadena de supermercados aunque alguien esté a punto de morir deshidratado, y no tengas dinero ni ningún otro medio para ayudarlo”. O, incluso, este recurso del humor lo encontramos en la declaración de Eichmann durante su juicio en Jerusalén, cuando justificó sus antiguas acciones afirmando que él había seguido la guía del imperativo categórico kantiano. La máxima fue obedecer las órdenes de los superiores: “Hubiera matado a mi propio padre, si me lo hubieran ordenado”.