Desolación de la filosofía

¿Qué podría aportar la enseñanza de la filosofía al alumnado de la educación secundaria? La respuesta más habitual tiene que ver con vaguedades sobre el pensamiento crítico, en vez de discutir el entramado conceptual de la nueva ley educativa
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Por Xandru Fernández

Hace algo más de medio siglo, Manuel Sacristán y Gustavo Bueno protagonizaron un duelo dialéctico sobre el lugar que la filosofía debía ocupar en los estudios llamados “superiores”, esto es los universitarios. Sacristán defendía la virtual desaparición de las secciones y facultades de filosofía y apostaba por la figura de un Instituto Central de Filosofía, orgánicamente coordinado con todas las áreas de conocimiento de las universidades. Bueno, por su parte, sostenía que la filosofía constituía un saber sustantivo que la legitimaba como facultad universitaria independiente. Eran tiempos de estertores autocráticos, horizontes utópicos y aspiraciones reformistas. La alternativa reformista venció a la propuesta revolucionaria: perdió Sacristán y ganó Bueno.

Desde entonces, hemos vivido en España unos diez mil cambios educativos, y en todos ellos el lugar de la filosofía en la educación secundaria ha sido objeto de discusión de sobremesa y periodismo de guerra. Pero no hemos vuelto a tener un debate del calado de aquel entre Sacristán y Bueno. También es verdad que lo que ellos abordaban, como se ha dicho, era el lugar de la filosofía en los estudios universitarios, donde reina una especie de pax capitalista que ha declarado superflua a la epistemología. La educación secundaria, por su parte, no invita al lucimiento del intelectual mediático y es la gran desconocida del profesorado universitario, cosa insólita, pues no hay profesor que no haya sido antes alumno. En cuanto a los legisladores, sus esfuerzos se centran en tratar de disimular la selección del alumnado en función de su origen social. Les está yendo razonablemente bien: el ascensor social lleva parado entre dos pisos desde los tiempos de Villar Palasí.

¿Qué podría aportar la enseñanza de la filosofía al alumnado de la educación secundaria? La respuesta más habitual entre los defensores de esa asignatura (que nunca existió en la Educación Secundaria Obligatoria salvo como optativa en los últimos años) tiene que ver con vaguedades sobre el pensamiento crítico, el enseñar a pensar, “la agudización de la capacidad crítica del estudioso y el robustecimiento de su capacidad de entenderse en el mundo”, en palabras, sin duda sarcásticas, de Sacristán. Perspectiva desoladora, si con ella se da a entender que, del resto de las asignaturas (es decir, de todas), ninguna enseña a pensar ni fomenta el pensamiento crítico. Nadie se cree que así sea, pero continuamos subidos al cliché porque qué pereza replantearnos otra vez los fundamentos del saber.

Tampoco podemos presumir en nuestra época de que la filosofía sea un poderoso artefacto epistémico sometido al hostigamiento de un poder temeroso de su capacidad subversiva: hace tiempo que la filosofía académica malvive como simple depositaria de un saber anticuario, era cuestión de tiempo que alguien se diera cuenta.

La filosofía fue la respuesta del mundo mediterráneo a las necesidades formativas de sus elites urbanas. Ella misma constituye y configura el sistema educativo en estado puro: es su membrana, su citoplasma y su núcleo (la cáscara, la clara y la yema del huevo estoico). Su propio desarrollo, más la proliferación de disciplinas alternativas, a veces incompatibles entre sí, hacen de la filosofía un sistema inestable, sometido constantemente a revisión. Esa revisión puede suponer una verdadera cancelación: cuando la sociedad siente que ya no es necesaria, manda a la filosofía al rincón de pensar, la expulsa de las aulas, cierra sus escuelas. Lo hizo el emperador Justiniano en el año 529, culminando así la cancelación religiosa de la filosofía clásica, y en nuestros días estamos próximos a un gesto similar, después de casi dos siglos profundizando en lo que yo llamaría la cancelación positivista de la filosofía. No perdamos de vista, sin embargo, que lo que hizo Justiniano fue dar solamente el tiro de gracia a una filosofía impotente frente al empuje del fanatismo cristiano. Tampoco podemos presumir en nuestra época de que la filosofía sea un poderoso artefacto epistémico sometido al hostigamiento de un poder temeroso de su capacidad subversiva: hace tiempo que la filosofía académica malvive como simple depositaria de un saber anticuario, era cuestión de tiempo que alguien se diera cuenta.

Si el deseo de saber que constituye la raíz etimológica y la disposición fundamental de la filosofía fuese algo más que un eslogan resultón, carne de meme con cita apócrifa de Kant o Fernando Savater, seguramente estaríamos discutiendo el entramado conceptual de la nueva ley educativa: qué queremos enseñar y para qué, qué queremos conservar y por qué, qué sentido tiene evaluar a un alumnado cada vez más heterogéneo sin tener en cuenta las desigualdades materiales que a menudo hacen de la innovación pedagógica un simple barniz ideológico al servicio de los que menos necesitan un sistema educativo robusto y cimentado en la observación y la experiencia. Estaríamos haciendo filosofía en lugar de defenderla en su condición estatuaria, una guerra simbólica que, de nuevo, ganarán los que menos tienen que perder.


Desolación de la filosofía ha sido publicado por CTXT.

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