El malvado descansa algunas veces; el necio, jamás
José Ortega y Gasset
Las adjetivaciones que proporciona la RAE respecto al término «necio» abarcan básicamente la totalidad de los significados pertinentes que analizaremos posteriormente: «ignorante, que no sabe lo que puede o debe saber»; «imprudente o falto de razón»; «terco y obstinado en lo que hace o dice»; «dicho de una cosa que se lleva a cabo con ignorancia, imprudencia o presunción».
En latín, «nescius», «nes», sin «scire», saber, no denota explícitamente la característica propia de la necedad, es decir, el acto voluntario de renunciar obstinadamente al conocimiento. Es decir, está claro que a diferencia del ignorante, que simplemente no conoce una parte de la realidad por falta de preparación, estudio o experiencia, el necio radica puntualmente en que, pudiendo aprender, decide no querer hacerlo y en su lugar abrazar ciegamente un punto de vista de la realidad construido con la precariedad de su razonamiento o con las fuentes dudosas del mundo del «se dice».
Otra manera de caracterizar la vida necia es a través del mecanismo de repetición constante, por pereza, de opiniones infundadas e injustificadas proferidas por los medios masivos de comunicación: el necio se identifica inmediatamente cuando sostiene un argumento erigido sobre la base de haberlo aprendido por televisión o redes sociales. En este sentido, el sujeto necio es crédulo ante la estupidez y el engaño de manera fácil, y muestra mucho escepticismo hacia las ciencias y los conocimientos rigurosamente adquiridos, en cualquier campo del saber que sea. En otras palabras, el necio prefiere mantener la mentira o la simple opinión no contrastada racionalmente porque le brinda satisfacción no tener que someter a un proceso de discernimiento aquellos asuntos que le son presentados como resueltos.
Llegados a este punto, es interesante ver cómo se asocia el necio al «anóêtos» griego, comprendido como aquel falto de inteligencia y comprensión, pero también de sensatez y razón. El prefijo griego «a» denota carencia, falta, imposibilidad; de allí provienen términos como «apolítico» y «asocial», que se vinculan directamente con la noción de «ídíotes», «ídíota», entendido como el individuo que solo se preocupa por los asuntos privados, desconociendo e incluso despreciando todo lo que tenga que ver con «lo común». Y no es casual esta asociación que hacemos de significancia: el necio, amante de la mentira y la pereza de pensamiento, suele ser también un ídíota que se jacta de no participar en absoluto en la vida pública bajo ningún punto de vista.
Como habrán podido apreciar, apreciados lectores, la combinación es fatal: se detesta el conocimiento racional y crítico al mismo tiempo que se ama la extrema individualidad mediante el desprecio a lo comunitario, logrando así un repugnante perfil humano que se convierte en un gran peligro. Bajo el disfraz de ser pretendidamente intrascendente, el necio ídíota generalmente atenta contra la conformación de un orden o bien común, ya que no solo se hace daño a sí mismo, sino también a todos los que lo rodean, dado que es incapaz de proteger ni siquiera a sus seres más cercanos. Tampoco es menor el detalle de que este tipo de personalidad es extremadamente narcisista: en su incapacidad para reconocer a cualquier otro, pretende que el mundo sea un reflejo de su estupidez.
Ahora bien, preguntémonos lo siguiente: si este modo de vida maleducado es tan nocivo y despreciable, ¿por qué impera en la sociedad actual como el perfil normalizado de ciudadano funcional y común? Si, como sostuvo Aristóteles en su Metafísica, el saber produce un placer inconmensurable, ¿por qué el necio, voluntariamente, se niega a querer conocer las cosas, sus causas y sus consecuencias?
Ver durante más de seis horas noticiarios, programas estúpidos de entretenimiento, realitys o reels en redes sociales son, sin duda, la antítesis de la búsqueda placentera del saber de la que nos hablaba Aristóteles. Ahora bien, si es tan común y masivo dicho consumo, se debe justamente a que produce un placer de menor importancia e intensidad, pero con un gran potencial adictivo, mientras que el gozo del conocimiento intelectual no idiota, si bien puede llegar a ser extremadamente hermoso, requiere voluntad, esfuerzo, tiempo y paciencia. ¿Se nota la diferencia? Mientras que uno actúa como dopamina en comprimidos de rápida acción, el otro se rige por la serotonina que se produce en la búsqueda consciente de un acercamiento a la realidad y su correspondiente comprensión coherente.
Cuando Umberto Eco los denominó «legión de idiotas», se refirió no solo al amor a la cobardía anónima que representan, sino también, y esto no es menor, al asunto de la cantidad: el reclutamiento de necios idiotas ha sido sin duda exitoso en demasía, al punto tal que globalmente han dejado de ser señalados como imberbes para ser ascendidos de rango e incluso considerados referentes o héroes (y, por qué no, en algunos casos, gobernantes). Vaya logros ha conseguido la maquinaria posmo liberal: ciudadanos desentendidos de su realidad social, políticos disociados de la vida de la gente y por doquier clientes satisfechos, orgullosos y felices que danzan al son de un consumismo que los convierte cada vez más en objetos útiles para fines que desconocen, pero que paradójicamente defienden enérgicamente.
Cuando Nietzsche postuló la idea de la subversión total de los valores, no pudo prever el panorama decadente actual, pero casi proféticamente lo preanunció: el mundo de la posverdad es también el mundo vaciado de contenido ético-moral mediante mecanismos burdos de sustitución de lo bueno por lo placentero, lo justo por mi capricho subjetivo de auto-percepción singular, lo bello por lo burdo y vulgar, etcétera. El resultado de este vaciamiento no es otro que una propensión permanente hacia la nada misma como valor. Cuando la nada es considerada valor, estamos en problemas, precisamente porque abrazando el nihilismo extremo reina la inmoralidad que habilita a un individuo a no sentir ni una pizca de compasión y empatía por los demás. El ejemplo de dos delincuentes en moto arrastrando a una niña de once años, causándole la muerte por hemorragias fruto de politraumatismos, para robarle una mochila con un cuaderno, unos lápices y un celular es la prueba fehaciente de que hemos caído en una decadencia moral tan trágica que los códigos básicos de convivencia medianamente civilizada se han desdibujado. Cuando la nada es un valor, la vida, evidentemente, no tiene valor alguno.
Reformulando: el modelo de vida del necio-idiota que se rehúsa a comprender cualquier cosa al mismo tiempo que se aísla de su comunidad y que, paralelamente, se multiplica desde la virtualidad, conforma una sociedad repleta de ciudadanos individualistas y desinteresados que, al detestar cualquier forma de saber, inevitablemente repudian toda forma de convivencia. Esto nos está destrozando porque el abandono voluntario de lo que nos hace realmente humanos nos ha llevado al punto moral de pensar que nada tiene sentido ni valor alguno.
Si a todo lo declarado anteriormente añadimos, como bien sostuvo Bertrand Russell, que mientras los necios están tan seguros de sí mismos y de las estupideces que profesan, mientras que los pretendidamente sensatos están llenos de dudas, notamos la brutal retracción a la que nos vemos obligados por la fuerza mayor de la imperante masa poderosa de la idiotización. Ante este panorama, no hay muchas opciones esperanzadoras: en el dominio total de la cultura propiciadora de la necedad, generalmente las personas se pliegan a sus usos y costumbres, a sus mandatos y sugerencias, porque aparentemente es más fácil «ser parte» que «no ser parte». Esto resulta ser una hermosa contradicción pragmática para el necio, quien, aunque solo piense en su ombligo, sus intereses y sus gustos, forma parte de «lo común» y se convierte en el cliente preferido de las agendas encargadas de la distribución de contenidos.
Pero también, siempre, está la opción de resistir: hace tiempo que desde mi círculo más íntimo de amistades, e incluso familiares, me han instado a desistir de la tarea de comunicar, en medios masivos de comunicación gráfica, ideas filosóficas dispuestas allí para aquellos que las quieran abrazar, pensar, criticar, debatir, e incluso detestar. Me argumentan que nadie lee hoy en día, que nadie paga a nadie por pensar, que sería mejor producir contenidos en videos de un minuto, fáciles de comprender, comentar y compartir. Se me ha recomendado trabajar para los necios, someterme a sus intereses, gustos y exigencias, como la única vía de «éxito» representada por una divulgación masiva en la que «todos dicen» al tiempo que nadie piensa en lo que dice. Pues no. Lo siento mucho. De la misma manera en que el preso intenta escapar de la cueva descrita en el mito de Platón, siento la llamada de compartir lo poco que sé con aquellos que deseen aprender y discutir: mi público son los inquietos, aquellos que en el fondo saben perfectamente que algo no está bien en esta forma de vida espeluznante y cosificante. Con la figura del «necio-idiota», hay muy poco que podamos hacer, lamentablemente, justamente porque a aquellos a quienes la luz de la verdad les molesta, eligen ser ciegos a pesar de tener una visión física perfecta, únicamente capacitada para adorar las sombras que otros proyectan en el oscuro y triste fondo de sus cavernas placenteras y esclavizadoras.