Carlos Rico Motos, Universidad Pontificia Comillas
Polarización, discordia, mentiras, desconfianza… Palabras que describen la actualidad de nuestras democracias, un tiempo de “pluralismo sin debate” en afortunada expresión de Bernard Manin. La paradoja de nuestra época es que seguimos legitimando la democracia liberal en base a un ideal moral cada vez más alejado de la realidad.
Nuestra esfera pública se desliza por una pendiente en la que la discusión razonada sobre el interés general va dejando paso a un circo posmoderno donde la perversión del lenguaje, la descalificación del adversario y los “hechos alternativos” lo contaminan todo.
Aunque ningún fenómeno social complejo responde a una sola causa, es evidente que internet y las redes sociales han deteriorado notablemente tanto el fondo como la forma de la competición política. Nunca antes la visión sobre el impacto social de una nueva tecnología había girado tan rápidamente del optimismo al desaliento: en la actualidad, las dinámicas generadas en el espacio virtual nos alejan del debate informado, sosegado y con voluntad de entendimiento que, al menos en teoría, se presenta como signo distintivo de una democracia de calidad.
En primer lugar, la desintermediación de la comunicación pública ha supuesto una alarmante devaluación del valor de la verdad. El gran problema de la democracia moderna, diagnosticado por Schumpeter a mediados del siglo pasado, es que los ciudadanos no están dispuestos a asumir el enorme coste de tiempo y esfuerzo que supone estar bien informado sobre cada uno de los asuntos que ocupan el debate político.
En las sociedades complejas, este problema estructural solo puede ser parcialmente mitigado mediante intermediarios especializados capaces de seleccionar la información relevante, contrastarla con rigor y exponerla de forma comprensible a la opinión pública, estableciendo mecanismos de control de los sesgos en los que a menudo se incurre de forma inconsciente.
Problemas para distinguir entre información veraz y falsa
Dicha tarea ha venido correspondiendo fundamentalmente al periodismo y los medios de comunicación tradicionales. Sin embargo, la revolución tecnológica permite que, hoy día, cada ciudadano sea a la vez receptor y emisor directo de contenidos políticos en la red. Sin intermediarios encargados de ejercer un control previo de calidad, el espacio virtual de las redes sociales se llena de mercancía averiada –bulos, datos sesgados, teorías conspirativas– y se vuelve cada vez más difícil separar la verdad de la mentira.
Según datos del Eurobarómetro, en 2018 casi un 40% de los españoles afirmaba tener problemas para distinguir información falsa de la que no lo es. El problema añadido es que, según otro estudio publicado ese año por la revista Science, las noticias falsas se propagan con más velocidad y llegan más lejos y a más personas que las verdaderas. Y somos nosotros quienes las difundimos masivamente con nuestros teléfonos.
¿Por qué tendemos a difundir noticias falsas?
Tendemos a difundir noticias falsas en parte porque nos atrae su espectacularidad y en parte porque muchas veces dicen lo que nos gustaría que fuese verdad. Los seres humanos tenemos una tendencia natural a quedarnos con aquella parte de la realidad que confirma nuestros prejuicios, ya que el coste emocional de rectificar creencias arraigadas es demasiado grande (sesgo de confirmación le llaman los psicólogos).
En la actualidad, la revolución tecnológica nos permite dar rienda suelta a este sectarismo innato. Internet y las redes sociales han fragmentado la esfera pública en miles de burbujas parciales -también llamadas “cámaras de eco”- en donde encontramos los datos y puntos de vista que nos reafirman en nuestras posiciones sin pasar por el incómodo intercambio con quienes piensan de forma distinta. El resultado es más sectarismo y más polarización: a día de hoy en un mismo edificio conviven personas que habitan en burbujas comunicativas tan opuestas que ir más allá de una conversación sobre el tiempo se convierte en una actividad de alto riesgo.
Finalmente, las experiencias de participación virtual -en Facebook, Twitter o WhatsApp- ganan terreno frente a otros espacios de debate. La diferencia entre debatir cara a cara y hacerlo de forma virtual es que el anonimato relaja los estándares de civismo y respeto que nos autoimponemos cuando discutimos con otros en el mundo real.
Vivimos en un clima de polarización
Además, quienes están más motivados para participar suelen ser quienes tienen preferencias más intensas, lo cual favorece un clima de polarización que convierte el espacio virtual en el campo de batalla de los más radicalizados. Dejar las redes sociales en manos de los extremistas sobrerrepresenta sus posiciones y genera un clima de cabreo permanente.
La situación se agrava cuando estas dinámicas colonizan los medios de comunicación tradicionales. En su lucha por la atención de la audiencia, los medios –especialmente la televisión– terminan recurriendo a la espectacularización y dramatización de los contenidos que presentan al público, aun a costa de contribuir a su banalización.
En paralelo, la proliferación de emisores de contenidos impactantes –vídeos, tuits, rumores– han provocado una aceleración sin precedentes del tempo informativo, lo cual impide una reflexión profunda sobre los asuntos que se suceden compulsivamente en la agenda política.
Lejos de contrarrestar esta tendencia, las élites de los partidos se suben con entusiasmo al carro de la nueva (in)comunicación política porque calculan que ello contribuye a maximizar sus expectativas electorales a corto plazo, al precio de aumentar el cinismo y la desafección ciudadana.
Deterioro del debate democrático
Ante este deterioro del debate democrático, las medidas de autocontrol de los medios y las grandes plataformas de internet se han demostrado insuficientes. Puede que el actual estado de cosas sea fruto de una confluencia espontánea de factores, pero revertir esta tendencia exige correcciones meditadas en el diseño de nuestros sistemas de comunicación pública.
Estas reformas deben partir de la consideración de la información política como un bien especialmente necesitado de protección más allá del periodo oficial de las campañas electorales.
A su vez, urgen nuevos diseños institucionales orientados a incentivar la profesionalidad y el rigor en el tratamiento de la información para, cuanto menos, contrarrestar el sectarismo que campa libremente por las redes. A este respecto existen propuestas muy interesantes por parte de científicos sociales y teóricos de la democracia que, desgraciadamente, nunca ocupan el prime time de los grandes medios.
Para tener éxito, todas estas reformas deben ir en paralelo a un esfuerzo deliberado por aumentar la masa de ciudadanos críticos capaces de resistir los cantos de sirena de su propio sectarismo.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.