Siempre he estado especialmente orgulloso de «el arte de marcharse»
(die Kunst des Abmarsches), Paul Ehrlich
Para Alejandro Escudero
Hace unos días escuché una conferencia realmente excelente de Yayo Herrero, una teórica del ecofeminsmo magníficamente preparada en lo suyo y que además sabe comunicarlo con claridad y compromiso. Sin embargo, al término de la ponencia Herrero planteó su punto de vista acerca de las tareas a que nos obligan las tremendas amenazas del presente, y entonces, tras señalar que no cabe ser ingenuos y que los antaño denominados «poderes fácticos» desde luego no se van a dejar convencer así como así, Herrero lanzó la idea de que para poner en marcha las transformaciones necesarias e implementar una cierta mentalidad y praxis ecofeministas en Occidente haría falta no sólo escribir, estudiar y debatir mucho sobre ello, sino también valerse del Arte, por medio de películas, documentales e incluso instalaciones, dijo, que cambien sensiblemente la percepción de la gente.
Aquí mi asombro: cuando dijo que no había que ser ingenuos, por un instante pensé que iba a ponerse revolucionaria, que iba a apelar al uso inevitable de la fuerza (como se ha hecho siempre, desde el propio Engels hasta Santiago Alba, por ejemplo en un texto de su Nadie está seguro con un libro en las manos, 2018), pero no, todo lo contrario. Resulta que si un público considerablemente minoritario acude a una galería de arte -o al Matadero de Madrid, pongamos por caso- para contemplar una performance sumamente sesuda de un artista japonés acerca del calentamiento global entones estaremos salvados.
Es como cuando Tom Wolfe se reía por escrito de Leonard Bernstein por recibir en su lujosa casa del edificio Dakota a los líderes de los Panteras Negras, a fin de presentárselos a sus amigos ricos con inquietudes sociales. ¿Una pescadera de Vallecas, esa con las que comparaba con tan fino clasismo hace años Félix de Azúa a Ada Colau, va a vestirse de largo para acudir al evento y cobrar conciencia del necesario advenimiento del ecofeminismo a la historia del género humano?
No, desde luego, pero Yayo añade, en el turno de preguntas, que aquellos pocos que sí lo hagan se sentirán hermanados, empastarán sus afectos, irradiarán alegría y por último harán -pero esto no lo dice, porque honradamente no lo piensa- greenwashing en sus cabezas hasta la semana siguiente. Y este es, en mi opinión, el problema de la izquierda: se olvida rápidamente de su propósito fundamental, que es sin lugar a dudas el bien común.
En su lugar, tiende a atormentarse o a fingir que se atormenta por la naturaleza fragmentada y dividida de la propia izquierda. «¡Me duele la izquierda!» podría ser el lema de cada delicado espíritu de esa noble estirpe ideológica, al igual que cuando la intelectualidad española lamentaba la pérdida de Cuba y sufría por la pobre y relegada España.
Si te duele la izquierda, amigo mío, o tienes un infarto o vas derechito a otra derrota electoral, la enésima. No digamos ya en España, el país más inmaduro políticamente de Europa y parte del extranjero, donde para colmo el espectáculo de la agonía de la izquierda lo orquestan los propios interesados en la vía pública, para regocijo de sus rivales.
Hoy mismo, Gabriel Rufián o Ramón Lobo han asomado a sus respectivas tribunas a meter la pata, con mucho arte, sí, pero a meter la pata bien al fondo. Divide et vincere es una frase que se atribuye a Julio César, pero es que él la empleaba para sus enemigos, mientras que nuestra izquierda se lo aplica a sí misma en un ejercicio de automutilación incesante que recuerda más bien al Almirante Nelson. Incluso Nelson es famoso por su estupenda frase, todo un compendio de estrategia: «déjense de maniobras y vayan a por ellos».
Las «maniobras», sin embargo, son la esencia misma de la izquierda, y el mismo Errejón se tenía a sí mismo por un estratega -y vamos a terminar por admitir, por cierto, que lo es. Decenas de miles de buenas personas, que claramente lo son, enfrentados unos con otros por los medios de su acción, más que por sus fines, por el cómo hay que hacer las cosas, no por lo que vamos a lograr con ello, como si no hubiesen aprendido nada de la muy ingrata experiencia del llamado «comunismo real».
Kant estableció que la moral está en el «cómo», de acuerdo, de tal manera que no sólo debo hacer la cena a mis hijos, sino que además debo hacerla -este ejemplo va contra Kant, permítaseme la licencia- con amor y con sentido de la nutrición saludable.
Pero eso es la moral, no la política. En política hay que ser como otro Nelson, Nelson Mandela, capaz de darle coba a sus carceleros y más tarde a la mismísima reina de Inglaterra (fue el único hombre que se dirigía a ella con un apócope cariñoso) a fin de conseguir sus objetivos políticos en Sudáfrica. Mandela personificó, casi en exclusiva hasta donde yo pueda recordar, la distinción weberiana entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad a favor de esta segunda como también quería el gran sociólogo. Aplicó su indudable carisma -también teorizado por Max Weber- justamente a contener la furia de los principios para fomentar las mejores consecuencias. Es decir, entendió, a diferencia de otros líderes-intelectuales finalmente monstruosos del s. XX, que es innecesario arrancar por las malas lo que se puede conseguir por las buenas. En este sentido, él fue, más allá de Gandhi, y quizá con Gorbachov, la lección más valiosa de aquel siglo de espanto y de espantos.
Mandela personificó, casi en exclusiva hasta donde yo pueda recordar, la distinción weberiana entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad a favor de esta segunda como también quería el gran sociólogo.
Sin embargo, entre todo el ruido de la sempiterna lucha intestina de la izquierda, he libado sagrada hidromiel. Se trataba de un artículo de Marina Echebarría en para CTXT titulado A la mierda la pureza! ¡A la mierda la ilusión!, y que debería inscribirse con letras de oro en la Universidad Von Humboldt de Berlín Este, donde ya consta la Undécima Tesis de Feuerbach.
Decía, sabiamente:
«A la mierda la pureza que no te permite contribuir al bien común si no es bajo tus condiciones. Esto va de conservar lo ganado y de seguir avanzando para que la gente viva con dignidad. Para algunas, quizás, es sencillamente la oportunidad de poder vivir.
«A la mierda las críticas al compañero/rival que necesitas. Porque le necesitas. Una cosa que se aprende cuando perteneces al activismo ultraminoritario es que el rival con el que compites no es el enemigo. Más aún, que cuando la cosa viene mal dada es el único al que tienes a tu lado.
«A la mierda si estás ilusionado o no. Mejor si eres capaz de ilusionarte, pero si no, esto es como la necesidad de levantarse el lunes para currar. Es algo que se debe hacer. Si tienes una mínima conciencia política, si tienes necesidad de un Estado social, si tus derechos dependen de que no gobierne Vox, si tus servicios son públicos porque no eres rico como para prescindir de lo público, si crees que es necesario hacer algo con nuestra ecología, si crees que el sistema económico, energético, social y político están en crisis y hay que atreverse a pensar un futuro mejor, entonces, a la mierda si tienes ilusión o no, pero movilízate y vota».
Eso de «tener ilusión» es como pedirme a mí que sólo haga la cena a mis hijos cuando «esté motivado», y eso de ser puro no es más que fariseísmo tal como lo entendía Sánchez Ferlosio, es decir, construir el bien de uno por oposición al presuntamente evidente mal de los demás. Yo no soy nada de filosofía o ascéticas orientales, pero creo que el célebre signo del Yin y el Yang (que en realidad, y según parece, en tanto símbolo gráfico se llama «Taijitu» en el taoísmo) tiene su fundamentum in re, de modo que es algo cierto que el mal contiene una gota de bien en su interior, así como el bien una gota de mal en el suyo propio, y que ambos de alguna manera se abrazan.
Por eso el deseo de ser puro termina siempre fatal, como observó Weber, porque no tiene en cuenta el agujero de impureza que horada su seno, y por eso conviene mejor mirar fuera de uno, más en el juicio de consecuencias que en el juicio de intenciones -las intenciones son nouménicas (dudo de si inconscientes…) incluso para el propio interesado.
Decía Simone Weil, que es la única filósofa que yo conozca que ha construido su teoría directamente a partir de su práctica vital, y sin apelar a otros autores o corrientes anteriores que pudieran servirle de andaderas: «Sin duda, el tabaco, el alcohol, etcétera, son vicios que un santo debe evitar, pero también la santidad es algo que los seres humanos deben rehuir». O dicho con otras palabras, esas que remedan al Bill Clinton de los noventa «¡Es el bien común, estúpido!».
Personalmente, tengo en grandísima estima y le estoy muy agradecido a Irene Montero, pero encuentro cierta pauta común en temas de actualidad que involucran personalismos parece que irrenunciables. El rey emérito rehúsa dejar de hacer lo que perjudica a la monarquía, las petroleras se agarran a la integridad de sus negocios con uñas y dientes, Joaquín Sabina, por ir a lo mundano, tampoco parece querer abdicar en favor de Pancho Varona… Igualmente, Pablo Iglesias se empecina en no borrarse políticamente para dejar paso a Yolanda Díaz, y sorprende el descrédito en que se halla el sacrificio individual en aras del bien público en esta civilización nuestra que se dice hija del cristianismo, pero que parece decantarse más por El Príncipe de Maquiavelo.
Y este es, en mi opinión, el problema de la izquierda: se olvida rápidamente de su propósito fundamental, que es sin lugar a dudas el bien común.
Cada uno, naturalmente, que haga lo que le parezca, pero yo mandaría a la mierda también al Santo Grial de la misteriosa Identidad Genuina de la Izquierda, saldría, como el Rey Arturo de John Boorman «a defender lo que fue» y, para rematar, uniría mi voz a la de Nelson, Horatio Nelson: por el amor de Dios, déjense de maniobras y vayan a por ellos…