El ocio, el quietismo sedentario en una isla-doctrina, no es condición del filosofar, sino de la institución de una filosofía. Pero si el filósofo no se atreve a abandonar la isla una vez civilizada, si no se atreve a soplar el castillo de naipes donde cómodamente habita, corre el peligro de convertirse en una «cosa».
Del filósofo en fuga
El escepticismo antiguo, aunque amenazado de caer en una contradictio in adjecto, constituye una magnífica terapia como memento para el filósofo de su condición de buscador, de viajero. El ocio, el quietismo sedentario en una isla-doctrina, no es condición del filosofar, sino de la institución de una filosofía. Pero si el filósofo no se atreve a abandonar la isla una vez civilizada, si no se atreve a soplar el castillo de naipes donde cómodamente habita, corre el peligro de convertirse en una «cosa», un ornamento más de su construcción, el primero en desaparecer en ese proceso ineludible que convierte en ruinas las mansiones más fastuosas. Ello explica el fuerte sentimiento de nostalgia que experimentan los filósofos al contemplar el mar, aun aquellos que viven inmersos en instituciones filosóficas de proporciones continentales. Por ello el filósofo no siempre busca, sino que a veces — cuando se atreve a ello— huye.
Arquitectura evanescente
La influencia del paisaje en la orientación y configuración del pensamiento filosófico no es una cuestión desdeñable. San Agustín leyó a los filósofos griegos, los cuales gustaron de estructurar sistemas arquitectónicos de ideas, con afán de erigir verdaderas ciudades conceptuales, a imagen y semejanza de esa Atenas que era considerada por ellos el centro del mundo antiguo. Pero el padre de la Iglesia se enfrentó al arduo problema de intentar conciliar aquellos diseños con el que le era más propicio para la fe: el sugerido por el desierto. Toda ciudad que a su paso encuentran las caravanas de beduinos es una alucinación provocada por la expectativa y la sed. Expectativa de ver lo humano en las figuras de los astros; sed como falsa curiosidad que ya sabe lo que busca. Y es por ello que su construcción y exploración del laberinto en el centro del cual se esconde Dios -el alma- se desdibuja progresivamente en el Misterio, inextenso y atemporal.
De la visión aguda
Creo que es Will Durant (cuyo modo desenfadado e irónico de narrar las doctrinas filosóficas, no está de más decirlo, debería convertirlo en un autor más consultado) quien comenta, a propósito del término aristotélico entelequia, que constituye en sí mismo toda una filosofía. Esta observación resulta sumamente sugerente en varios sentidos. Primeramente, y teniendo en cuenta que se realiza sobre el primer gran filósofo-arquitecto de un sistema de pensamiento, nos adelanta la idea de un sistema dentro de otro, o quizás incluso la de una filosofía lo suficientemente orgánica como para contenerse toda en cada una de sus partes fundamentales (lo cual me recuerda la idea de Wittgeinstein de toda la matemática contenida tautológicamente en sus axiomas). Claro está que se entiende aquí «sistema» como una totalidad compleja no reducible a la mera suma de sus partes, pero el sentido común no siempre consigue elevarse a consideraciones tan «complejas», y normalmente termina o comienza haciendo el elogio del «todo» por encima de la «parte», y puesto que me inquietan sobremanera estas preconcepciones tan difíciles de remover, creo conveniente intentar el elogio del grano de arena en la medida en que a su vez esto significa intentar el elogio de la visión intelectual aguda, aquella capaz de reconocer en el matiz microscópico todo el reloj.