Foto por: Wengang Zhai
Quien intenta navegar por el mar tormentoso y turbio (aunque no por ello menos profundo o genesiaco) de la filosofía hegeliana, se enfrenta a un obstáculo aparentemente insalvable: desde el comienzo mismo se evidencia que en cada uno de los momentos demostrativos se está apelando a un cierto espíritu o idea total sin la cual no es posible «entender», menos «comprender» el desenvolvimiento mismo de lo que se demuestra (y ya se sabe que el dominio de la lógica formal apenas nos sirve para intuir que está siendo abolida, demolida).
Y así, impulsado por esta fuerza apenas intuida pero irresistible, esta idea total va creciendo en el espíritu finito del navegante, y cuando este llega al final del viaje sabe, además, de que ha de volver a comenzar, que ese viaje total lo ha vislumbrado durante el trayecto. Pero la falacia de la necesidad de abarcar lo extenso-hegeliano como forma de comprensión (comprender, abarcar), le impide aquietarse en alguno de los momentos del trayecto donde la sensación de totalidad o de prefiguración de la totalidad sea particularmente intensa, y por lo tanto queda privado de la posibilidad del conocimiento punzante, cualitativo, hacia dentro.
A propósito de la conveniencia de combinar sabiamente las estrategias cognitivas de movimiento-aquietamiento en el proceso de aprendizaje de totalidades, recuerdo la famosa frase de Pascal «la naturaleza es una esfera infinita cuyo centro está en todas partes, y su circunferencia en ninguna». Se tiene la sensación de que se avanza sin avanzar, de que siempre se ha estado (y nunca) donde se llega, de que el fin es el comienzo y es el medio. Resulta paradójica toda forma de interacción cognitiva con el sistema hegeliano (y con cualquier sistema de pensamiento) que privilegie lo extenso sobre lo intenso, lo cuantitativo sobre lo cualitativo, en la medida en que es imposible conciliar el espíritu de sistema orgánico con un intento de aprehensión fundado en premisas mecanicistas.
