«Los elementos esenciales de la felicidad son simples, tan simples que las personas sofisticadas no son capaces de admitir qué es lo que realmente les falta»
Bertrand Russell
Lo admito: leí libros de autoayuda. Sí esos que presentan soluciones universales para ser feliz y que mi psicóloga detesta. Es cierto que sale mucho más económico comprar uno de esos libros que ir a terapia durante meses o años. Pero es verdad, como dice ella, que cada persona es un mundo y que las soluciones prefabricadas no alcanzan.
Sin embargo, existe un libro que me animo a recomendar, incluso, a mi psicóloga. La conquista de la felicidad, publicado en 1930 por un brillante filósofo, matemático y escritor, Bertrand Russell (1872-1970). Encima, desde este año, es una obra libre de derechos de autor y, por lo tanto, muy accesible.
El autor pertenecía a una familia aristocrática británica: era el tercer conde de Russell. Huérfano desde los seis años, quedó a cargo de su abuela, lady Frances Elliot. Tímido y solitario de niño, fue en la Universidad de Cambridge donde comenzó a participar de todo tipo de debates y a convertirse en un intelectual todoterreno. Padre de la filosofía analítica moderna, partidario del pacifismo, su obra literaria mereció el Nobel en 1950.
En la primera parte de La conquista de la felicidad, brinda un diagnóstico que me cautivó: «las causas psicológicas de la infelicidad son variadas, pero todas tienen algo en común. La típica persona infeliz (…) ha encauzado su vida en una única dirección, dando excesiva importancia a los logros y ninguna a las actividades relacionadas con ellos». Su ejemplo es el hombre primitivo, quien le daba importancia a la presa que conseguía mediante la caza, pero también disfrutaba de la caza, per se.
También me sacudió cuando leí que «las personas que se sienten desdichadas, como las que duermen mal, siempre se enorgullecen de ello (…). No creo que el hecho de ser infeliz indique ninguna superioridad mental (…). La razón no representa ningún obstáculo a la felicidad; es más, los que atribuyen sus penas a su visión del mundo están anteponiendo el carro delante de los caballos: son infelices por alguna razón de la cual no son conscientes».
La vanidad, cuando sobrepasa cierto límite, mata el placer que ofrece toda actividad por sí misma y conduce a la indiferencia y al hastío.
Pero, además de adelantar a tanto gurú de la autoayuda, Russell recupera su vigencia en plena era de las redes sociales.
Una de las causas de infelicidad está vinculada con el narcisismo. En principio, dice, no tiene nada de malo. Sin embargo, alerta que «la vanidad, cuando sobrepasa cierto límite, mata el placer que ofrece toda actividad por sí misma y conduce a la indiferencia y al hastío».
Las redes sociales favorecen el narcisismo a fuerza de sumar likes, «amigos», seguidores, corazoncitos y comentarios favorables. Pensábamos que nada tenía de malo, que solo era un juego. Pero, convirtieron a millones de personas anónimas en víctimas de la opinión pública, de la mirada de los otros que, como césares modernos, aprueban o desaprueban sus conductas.
Esto produce otra de las causas de la infelicidad: el miedo a la opinión pública. «Muy pocas personas son felices sin que su modo de vida y su concepto de vida sean aprobados (…) por las personas con las que tienen relaciones y, especialmente, por las personas con las que conviven», admite.
Enseguida agrega: «creo que, en general, se hace demasiado caso a las opiniones de los otros, tanto en asuntos importantes como en asuntos pequeños». Por eso «como regla básica, uno debe respetar la opinión pública lo justo como para no morirse de hambre y no ir a la cárcel (él mismo estuvo preso un tiempo), pero todo lo que pase de ese punto es someterse a una tiranía innecesaria (…). Ser auténticamente indiferente a la opinión pública es una fuerza y una fuente de felicidad».
Las redes también fomentan la envidia, otra de las fuentes principales de la desdicha. «La persona envidiosa no solo desea hacer daño (…), además la envidia la hace desgraciada. En lugar de tener placer de lo que tiene, sufre por lo que tienen los demás (…). El hábito de pensar por comparaciones es fatal».
«La envidia, a su vez, está muy relacionada con la competencia (…). Los mendigos no envidian a los millonarios, aunque desde luego envidiarán a otros mendigos con más suerte que ellos», explica. Y agrega: «qué es lo que impide disfrutar de la existencia, le dirán la lucha por la vida (…). (Pero) lo que la gente teme cuando se enzarza en esa lucha no es no conseguirse un desayuno a la mañana siguiente, sino no lograr eclipsar a sus vecinos (…). La raíz del problema está en la excesiva importancia que se da al éxito competitivo como principal fuente de felicidad».
Las causas de la felicidad
Después de nueve capítulos de diagnósticos, Russell, finalmente, revela las causas de la felicidad. Aquí, describo solo algunas.
A la envidia le suministra el antídoto de la admiración. «Quien desee aumentar la felicidad debe aumentar la admiración y reducir la envidia (…). Para el sabio, lo que se tiene no deja de ser agradable porque otros tengan otras cosas (…). Al fin y al cabo, ¿qué es más envidiable que la felicidad? Y si puedo curarme de la envidia, puedo lograr la felicidad y convertirme en envidiable. Seguro que al hombre que gana el doble que yo le tortura pensar que algún otro gana el doble que él, y así sucesivamente».
En cambio, descarta a la modestia innecesaria como remedio. «La gente modesta se cree eclipsada por las personas con las que trata habitualmente (…). Es especialmente propensa a la envidia, a la infelicidad y a la mala voluntad». Apuesta a un término medio: «no ser excesivamente engreído, pero tampoco demasiado modesto para ser emprendedor (…). Muchos de los más eminentes (hombres de ciencia) son muy simples en el plano emocional y su trabajo les produce una satisfacción tan profunda que son capaces de encontrar placer en la comida e incluso en el matrimonio (Russell se casó cuatro veces y tuvo tres hijos)».
Todo interés externo inspira alguna actividad, a diferencia del interés en uno mismo.
En efecto, el autor anota a los científicos entre las personas más felices. Hablando de su propia experiencia, dice que se consideraba «un ser miserable» y que aprendió a centrar su atención en «objetos externos, el estado del mundo, diversas ramas del conocimiento, individuos por los que sentía afecto (…). Todo interés externo inspira alguna actividad, a diferencia del interés en uno mismo».
Aquí otra anticipación, porque reivindica el aburrimiento, algo que durante la pandemia surgió como un fantasma a derrotar con todo tipo de actividades hogareñas. «El tipo de ocio tranquilo y restaurador de los nervios se considera aburrido. Tiene que haber una continua aceleración, cuyo desenlace natural (…) será el colapso. El remedio consiste en recuperar del disfrute sano y tranquilo en un ideal de vida equilibrado».
Para alejar las preocupaciones, considera «perfectamente posible dejar de pensar en los problemas de los días normales, excepto cuando hay que hacerles frente (…). Cuando hay que tomar una decisión difícil o preocupante, en cuanto se tengan todos los datos disponibles, hay que pensar en la cuestión de la mejor manera posible y tomar la decisión. Una vez tomada la decisión no hay que revisarla a menos que llegue a nuestro conocimiento algún nuevo dato. No hay nada tan agotador como la indecisión, ni nada tan estéril».
Insiste Russell en que «los elementos esenciales de la felicidad son simples, tan simples que las personas sofisticadas no son capaces de admitir qué es lo que realmente les falta (…). Muchas personas que son desdichadas creen que sus pesares tienen causas complicadas y sumamente intelectualizadas (…) La persona desgraciada tiende a adoptar un credo desgraciado y la persona feliz adopta un credo feliz; cada uno atribuye su felicidad o su desdicha a sus creencias, cuando ocurre justamente al revés».
Finalmente, dice que «por medio de estos intereses (como el conocimiento) uno se llega a sentir parte del río de la vida (…), no como una bola de billar que no mantiene con sus semejantes ninguna relación aparte de la colisión. Toda infelicidad se basa en algún tipo de desintegración o falta de integración (…). El hombre feliz es el que no sufre de ninguno de estos dos fallos de unidad, aquel cuya personalidad no está escindida entre sí misma ni enfrentada al mundo».
En suma, quien prescinde de libros mágicos y de divanes introspectivos.