Aida Míguez Barciela, Universidad de Zaragoza
¿Qué son el sol, la luna y las estrellas? ¿Y el arcoíris y el fuego de San Telmo? ¿Y los vientos, los truenos y los cometas? ¿Y las imágenes que vemos cuando no vemos nada, sino que dormimos y soñamos? ¿Qué significa un pájaro que vuela a la derecha? ¿Y un terremoto? ¿Y un episodio de locura?
No hay una respuesta neutra a ninguna de estas preguntas. Toda respuesta está cultural, lingüística e históricamente condicionada. Hoy en día preguntaríamos a físicos y a psiquiatras, o simplemente nos echaríamos a reír (¿qué más da hacia dónde vuela un pájaro?).
Un griego antiguo, en cambio, diría que la tempestad, el sueño y la locura son las señales de los dioses inmortales, que quieren dar a entender algo a los mortales. En su horizonte de comprensión ninguna de esas cosas son fenómenos casuales, arbitrarios o irrelevantes, sino que suceden por algo, muestran algo y trasladan algún mensaje que debe ser descifrado por especialistas.
Los adivinos eran los expertos en escudriñar el movimiento de las aves o las entrañas de un animal durante un sacrificio. Presentaban el sentido de lo que ocurría en el entorno, en las enfermedades y en los sueños indicando su “causa”, así como las pautas de conducta a seguir en consecuencia.
Homero y los signos
En los poemas de Homero pueden encontrarse mil ejemplos.
Antes de que los aqueos (los griegos de los que hablan la Ilíada y la Odisea) emprendan el viaje a Troya para recuperar a Helena, Zeus les envía un gran signo: una serpiente de color sangre que ataca un nido de pájaros oculto entre las hojas de un plátano y devora a las crías y a la madre. El dios petrifica la serpiente y el adivino interpreta la señal: los aqueos combatirán en Troya tantos años como aves han sido devoradas.
La Ilíada también describe cómo la diosa Atenea desciende a la llanura de Troya parecida a la estrella luminosa que Zeus envía como señal para guerreros y navegantes.
Otras veces Zeus extiende en el cielo un arcoíris que significa “guerra” o “invierno de frío extremo”. Y semejantes al arcoíris son también las serpientes que luce sobre su coraza Agamenón, el líder de la expedición de los aqueos.
Cuando Príamo, el anciano rey de Troya, está a punto de partir hacia el campamento enemigo para recuperar el cadáver de su hijo Héctor, primero ruega a Zeus que le envíe su pájaro predilecto. Al instante, este envía la más perfecta de las aves, que es, por lo mismo, la más significativa: el águila negra, la cazadora sombría.
En la Odisea, Penélope se duerme derrotada por la nostalgia de Odiseo. Entonces la diosa Atenea construye un espectro similar a su hermana, que vive muy lejos de Ítaca. El fantasma se cuela por la cerradura de la puerta, se coloca junto a su cabeza y le habla mientras duerme. Luego se desvanece en el aire y Penélope despierta con el corazón reconfortado.
Y cuando Odiseo ciega el ojo del cíclope Polifemo, este pide ayuda a los cíclopes vecinos. Llegan a su cueva y le escuchan gritar desde dentro “Nadie me destruye mediante engaño”. Así que vuelven tranquilamente a sus casas diciendo que “contra la enfermedad de Zeus” (la locura) nada puede hacerse. La broma no solo arranca carcajadas (los cíclopes no saben que Odiseo ocultó su nombre y le dijo a Polifemo que se llamaba “Nadie”), sino que expresa cierta interpretación de la demencia.
El proyecto de la “filosofía”
Todos estos acontecimientos –la espantosa serpiente, el poderoso vuelo del águila, la estrella que rasga el cielo, etcétera– no son fenómenos vacíos. Tampoco son eventos carentes de significado, o susceptibles de llenarse con el significado arbitrario que uno quiera prestarles.
Es cierto que a lo largo de la historia griega dejan de ser las señales singulares de algún dios que guía, advierte o consuela, y empiezan a ser meras variantes de algún tipo de fenómeno general.
La razón de este vuelco es lo que suele conocerse como “el comienzo de la filosofía” (s. VI a.e.c.), cuyo proyecto no consiste en comprender “por fin” los fenómenos, pues antes también se los comprendía. Lo que hace es empezar a reducirlos, tipificarlos y nivelarlos, y esto afecta irreversiblemente a una manera integral de ver y decir las cosas que las singularizaba, no las aplanaba.
Este nuevo proyecto discursivo redundará en la ruptura entre “ciencia” y “literatura”.
En el marco del nuevo discurso, la locura ya no es la impronta de Zeus, sino una enfermedad ni más ni menos divina que cualquiera otra. Tampoco las luces que brillan a veces sobre los mástiles de los barcos son ya los Dioscuros, tal como un griego diría por defecto, sino simples nubecillas que se mueven de un modo peculiar. Y otra simple nube es también el arcoíris, que pierde por ello su identidad como diosa o señal de los dioses y se convierte en “meteoro”, es decir, algo que cuelga en el aire sin misterio alguno.
Por lo mismo, la persona que interesa tener cerca en el barco que se hace a la mar o en la aventura de la guerra no será ya un gran lector de las señales y los gestos divinos, sino más bien… ¿cómo designarlo?
La ambigua condena de la “meteorología”
Los propios griegos llamaron “meteorólogos” (o “meteorosofistas”) a los personajes que reinterpretaban no solo los fenómenos atmosféricos, sino también los sismológicos y los astronómicos. Y en la segunda mitad del siglo V a.e.c. los procesaron por la “impiedad” que asomaba en esos atrevidos intentos de explicación reductiva y eliminativa.
Porque si el arcoíris, el cometa y el sol no son dioses ni señales de dioses sino solo “meteoros”, entonces no comunican nada, no significan nada, ni hay ya tampoco mirada alguna que observe y sancione las cosas de los hombres.
Helios, el sol, lo ve todo desde lo alto, por lo que puede detectar los crímenes y las infracciones. Pero si no es un dios, sino una piedra incandescente (algo así habría dicho Anaxágoras), la piedra nada ve y nada le importa; no mira ni juzga ni condena, y sin mirada que acuse estaría permitido hacer lo que se quisiera.
Este vuelco quizá suene liberador en los oídos de un contemporáneo, pero no en los de un griego antiguo, que perece en el cortocircuito que él mismo ha producido: si los dioses no son, ¿qué hacemos todos los días en altares y templos?, ¿para qué las fiestas y los coros de los dioses?, ¿para qué los poemas?
Los “meteorólogos” han hecho de las nubes sus diosas (así lo vemos en la comedia de Aristófanes). Pero estas nuevas “diosas” que se bastan solas para explicar una pluralidad de fenómenos distintos (ellas llueven y truenan) hacen finalmente superfluos a los dioses mismos.
Las nubes y su papel explicativo son una manifestación más del proyecto de nivelación universal de los fenómenos que emprende Grecia en general (mediante novedades como la escritura de las leyes y la monetización), no solo la llamada “filosofía griega”.
Aida Míguez Barciela, , Universidad de Zaragoza
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.