La eugenesia es como el fordismo
aplicado a la reproducción de la especie.
Julio Camba, La ciudad automática
Recuerdo un libro de ciencia-ficción de Clifford Simak, Estación de tránsito, en que el entrañable autor deja caer una idea ingeniosa de cara al remoto futuro. Ya que habitar otros planetas se nos haría tan arduo precisamente porque no tienen las condiciones mínimas para la supervivencia de nuestros cuerpos, basta con pensar un futuro en que la solución pase precisamente por desarrollar la tecnología que cambie nuestros cuerpos y los haga adaptativos a entornos distintos.
Si la montaña no puede albergar y dar cobijo a Mahoma, que Mahoma deje de ser Mahoma al abrigo de la montaña. Pues bien, esa vieja idea de Simak ya es posible, se ha puesto la semilla para que lo sea, aunque tarde siglos en ser un hecho o lo más parecido a un hecho que la ciencia-ficción pueda alcanzar (y si no hemos desaparecido antes de pura necedad).
A no mucho tardar, en efecto, visto que ya existen dos niños en el planeta que han nacido modificados genéticamente por la tecnología de edición CRISPR, y que este agosto nos sorprendieron con la noticia de que la pieza que faltaba, el cromosoma Y, ha sido ya secuenciado enteramente, parece claro que va a haber, sin duda alguna, toda una industria del mejoramiento humano, incluso animal y vegetal -ésta ya existe, los transgénicos, y no puede ser más polémica. Vayamos rápidamente a lo concreto: ¿quién va a poner el criterio de esas modificaciones y en base a qué? Ese «quién» podrían ser empresas, gobiernos, padres, todos menos el embrión modificado, por supuesto, que no podrá opinar pero que nacerá le guste o no con las reglas que su entorno ha inscrito en su cuerpo como las óptimas para su vida ¡En su propio cuerpo! ¿No pone los pelos fantasmales de la conciencia de punta? A la transmisión de las reglas de un entorno sobre una futura vida se aplicaban hasta hoy los educadores, la televisión, la casta religiosa, el Big data, etc. Pero por mucho que se esforzasen, su aculturamiento no podía pasar de una forma específica de persuasión, violenta o no, pero al fin y al cabo persuasión. De ahora en adelante, sin embargo, nacerás directamente con ello puesto, todavía más: serás ello, serás una encarnación viviente de esas reglas, a la fuerza y sin posibilidad de opción, se acabó para siempre la persuasión. Es un salto verdaderamente escalofriante, y puesto que el embrión no puede decir ni «mú», ya que el sello que le imprimirán para toda su vida no será un argumento que pueda cuestionar o refutar, todo el proceso resultará bastante antidemocrático, totalmente antiprogresista y terriblemente delicado, más delicado que nada que haya ocurrido antes en la historia humana, y por desgracia resulta difícil exagerar en esto.
En otras palabras: claro que aquel que ponga el criterio de las alteraciones lo va a hacer en nombre de la sabiduría y la moral, ¿qué demonios va a alegar si no? ¿qué han dicho todos los tiranos, sacerdotes, vendedores, padres, etc., a lo largo de los siglos? Pero mientras que el código fuente de nuestros propios genotipo y fenotipo hasta ayer exclusivamente íntimos y personales va a estar abierto por primera vez y expuesto al capricho de cualquiera, parece que el criterio para entrometerse en él no va a estar abierto en absoluto al debate de la ciudadanía, o por lo menos, y sobre todo, al curioso parecer del futuro ser así implicado. Esto está muy lejos de ponerse un corazón nuevo o una prótesis de la cadera, la prótesis no es «técnica» en el sentido de Heidegger. Lo que llamamos el azar natural (se va a empezar a decir eso muy a menudo, aunque en realidad ese presunto azar haya sido tan sabio como para hacer corazones y caderas, instituciones de justicia y lenguas variadas, por ejemplo) va a ser objeto de melancolía en el porvenir, porque, por paradojas del destino, parecerá más libre que la libertad de intervenir que se nos ofrecerá enseguida. Ya que esta última libertad, la de «produzca un hijo de cuatro brazos si lo desea y será un crack de la cocina o del baloncesto» se va a ajustar siempre a la libertad de otro, nunca del interesado, y conforme al repertorio de normas explícitas y tácitas de la sociedad de origen, que va a funcionar ahora no como cultura, sino como puro y duro sector fabril –literalmente lo que decían en Matrix: «los humanos ya no nacen: se los cultiva…»
Y, por cierto, es verdad que nuestro sistema de creencias actual abole la tortura, rechaza la esclavitud y defiende los derechos humanos, pero por otra parte incentiva la mercantilización universal, o lo que Marx llamaba «el tiempo de la venalidad universal del capitalismo». No estamos ni mucho menos preparados todavía, en mi opinión, para la compraventa global y la oferta generalizada de variantes del ser humano -variantes que terminarán por impugnar en muy poco tiempo el prototipo, habida cuenta de que ya está prácticamente impugnado por la teoría de género o por la filosofía de Giorgio Agamben, por ejemplo, los que gustan de referirse a nosotros como «nuda vida» o «cuerpos vivos»; cuerpos vivos son, también, claro, los de las lombrices en el anzuelo… De modo que hay que decirlo con todas las letras: la intervención genética, sea para «curar», o sea para «mejorar», presupone el retorno de la eugenesia a la historia del mundo, esa misma eugenesia que de modo rudimentario existió en Esparta y que se desarrolló, mucho más avanzada, en la Alemania nazi y en los EE.UU. de principios del s. XX.
Yuk Hui, el filósofo chino, apunta con razón que también el proyecto Neuralink de Elon Musk es eugenesia, con lo que tendríamos en el curso de unos pocos años una eugenesia disponible para el cuerpo, como la crianza de caballos, y otra para la mente, como en el Cociente Intelectual, si es que estas divisiones cartesianas siguieran teniendo sentido.
Gattaca, la película de 1997, denunciaba de manera magistral peligros muy reales, y no sólo porque crea yo en algo así como el espíritu humano por encima de la biología, que también. Demóstenes, por ejemplo, era tartamudo, y eso no le impidió pasar a la historia como el mejor orador de todos los tiempos. Pero no sólo por eso, digo. La idea de que el futuro consistirá en la revisión del código genético de cada uno para hacer una póliza de seguros, o para conseguir un puesto de trabajo o reproducirse o lo que sea, me parece completamente verosímil. Y es, o será, una invasión intolerable de la intimidad. De hecho, en la propia película se hace de modo paralegal, y la trampa de la que se vale el protagonista para hacer valer su tenacidad también es muy creíble. Tanto hablar de identidades débiles o no-identidades, y ahora una tecnología pionera pretenderá decirnos qué es lo que somos al margen de lo que queramos ser, y sin que tengamos control alguno sobre ello. Lo encuentro un grave, gravísimo retroceso, aunque sin duda la naturaleza ha sido una pésima madrastra muy a menudo sobre muchos infortunados seres. Aquella película mostraba eso de una manera dramática pero muy bien presentada. También Demóstenes fue hijo del amor, pero sin duda después fue hijo de sí mismo, para honra de su nombre.
No creo, repito, que estemos ni mucho menos maduros moral ni legalmente como especie para tanto transformismo, por emplear el lenguaje darwiniano (o aquel sub especie travesti de la noble tradición teatral española en tiempos del franquismo). Impera todavía y con demasiada fuerza lo que Norbert Wiener denominó hace décadas la «ciencia de la pasta gansa», y no da señales de parar. Quizá para dentro de algunos milenios, cuando reine la armonía galáctica que soñaba Clifford Simak en su novela.