El filósofo y profesor estadounidense William Barrett en su libro titulado «El hombre irracional» realiza una interesante crítica al «quehacer filosófico» que se había desarrollado en la modernidad, valiéndose de la metáfora de Kierkegaard respecto del «hombre distraído». En esta obra, el autor propone que, frente a los avances tecnocientíficos de la era atómica y la excesiva fe depositada en ellos, posiblemente, en un día no muy lejano, la humanidad sin darse cuenta termine por extinguirse.
En cierto sentido, este deceso guarda relación con la función subyugada que la filosofía se encontraba ocupando en las universidades y centros de estudios norteamericanos, puesto que, el creciente auge de los saberes técnicos y especializados, habían despojado a la filosofía de su labor fundamental; esto es, el interrogarse por el «sentido de la existencia humana».
Así, la filosofía en la modernidad formaba parte integral de las especialidades profesionales, esto para Barrett significó una degradación absoluta de su quehacer en sí mismo, ya que se reducía a mero «pragmatismo», equiparándose a un saber instrumental y funcional. Lo que, en estricto rigor, significaba renunciar a la esencia misma de su eminente disciplina. Evidentemente, esto llevaba a replantearse la tarea del filósofo y su puesto central dentro de las universidades, sobre todo, cuando el filósofo moderno se había transformado en una especie de imitación del hombre de ciencia, embobado totalmente por la técnica y el método científico.
Con ello, «en el mundo moderno la profesión del filósofo es ser profesor de filosofía; y el dominio del Ser habitado por el filósofo en cuanto ser viviente, no es más recóndito que un rincón cualquiera de la universidad». (Barrett, 1967, p.14).
Sin embargo, el «quehacer filosófico» no había perdido del todo su antiquísimo esplendor, pues en la medida en que los filósofos prescindieran de la institucionalidad hermética y restringida de las élites académicas, podrían volver a encontrar su vocación perdida. Recuperando así aquella tendencia comunitaria y desafiante que tanto destacaba en los filósofos griegos. De ahí que:
«La profesión filosófica no siempre poseyó el sentido estrecho y especializado que hoy se le atribuye. En la antigua Grecia ocurría exactamente lo contrario: la filosofía no era una disciplina teórica y especializada, sino un modo concreto de vida, una visión total del hombre y del cosmos, a cuya luz el individuo debía vivir su vida entera» (Barrett, 1967, p.15).
Este «modo de vida», como bien se sabe, despierta la capacidad reflexiva por medio del «asombro» y la «contemplación»; nutriéndose de la formulación de diversos cuestionamientos que involucran la totalidad vivencial del ser humano. No obstante, parece que solamente en Occidente la filosofía ha sufrido este drástico cambio, ya que Oriente ha logrado conservar en cierta medida sus orígenes.
«Aún hoy los motivos que impulsan a un oriental a abordar el estudio de la filosofía son completamente distintos de los que se observan en un estudioso occidental: para el oriental, la única razón que justifica molestarse por la filosofía es hallar liberación o paz frente a las torturas y los interrogantes de la vida. La filosofía nunca puede separase totalmente de estos propios orígenes» (Barrett, 1967, p.16).
En efecto, ya que cuando se abandonan dichos orígenes, el filósofo termina advirtiendo que su tarea no ejerce una influencia determinante en la comunidad, a diferencia del hombre de ciencia, que si influye considerablemente. Por ello, la única manera que concebía William Barrett, de recuperar el auténtico «quehacer filosófico», era por medio del «existencialismo», y aunque este movimiento nacido en Europa no gozaba de popularidad en los estrictos círculos académicos, por ser considerado un mero sensacionalismo, si lograba presentarse como la respuesta requerida para recuperar el «sentido de lo humano» aplacando el auge del saber tecnocientífico que, dicho sea de paso, había llevado a la humanidad a dos encarnizadas guerras mundiales.
Ahora bien, conviene enfatizar que las corrientes filosóficas predominantes en la época de Barrett, correspondían a la «filosofía analítica» y el «positivismo social», las que no satisfacían completamente las inquietudes existenciales del ser humano, debido a que no conseguían desarraigar el «sentimiento de vacuidad» que atormentaba al hombre moderno. Por eso, Barrett en La ilusión de la técnica, la búsqueda de sentido dentro de una civilización tecnológica, otra de sus obras destacadas, afirma: «Si la filosofía nos dice algo importante, tiene que hacerlo tocando el núcleo de la experiencia personal, porque ésta, después de todo, constituye el centro del ser de todos nosotros» (Barrett, 2001, p.254).
De esta manera, la filosofía existencialista se encuadra perfectamente con la tarea del auténtico filósofo, porque expone la vulnerabilidad ontológica que acaece en el ser humano, sin ocultar su condición de temporalidad finita y contingente; lo que, en definitiva, permite la posibilidad de reconocer las problemáticas que lo han aquejado siempre, tales como: la angustia, la muerte, el mal, el sufrimiento, Dios.
En consecuencia, el existencialismo para Barrett, es la única respuesta válida que provoca el despertar del espíritu humano, que se encuentra ahogado bajo las insignes aguas de los conocimientos técnicos y científicos, recobrando la posibilidad de recuperar el «quehacer filosófico» y sensibilizar a la prominente masa de individuos para así conducirlos a descubrir su verdadero destino histórico.
Bibliografía
Barrett, W. (1967). El hombre irracional (1ª ed.). Ediciones Siglo Veinte.
Barrett, W. (2001). La ilusión de la técnica, la búsqueda de sentido dentro de una civilización tecnológica (1ª ed.). Editorial Cuatro Vientos.
Es muy claro que la filosofía debe servir como un estilo de vida.