Crecer con la Revolución Cubana I: La Infancia

REVOLUCIÓN CUBANA
CUBA. La Havana. 1959. Crowds cheer in main plaza. No photograph or digital file may be reproduced, cropped or modified (digitally or otherwise), and its caption may not be altered without prior written agreement from the photographer or a Magnum representative. Contact email: New York : [email protected] Paris : [email protected] London : [email protected] Tokyo : [email protected] Contact phones: New York : +1 212 929 6000 Paris: + 33 1 53 42 50 00 London: + 44 20 7490 1771 Tokyo: + 81 3 3219 0771 Image URL: http://www.magnumphotos.com/Archive/C.aspx?VP3=ViewBox_VPage&IID=2S5RYDI5DT_U&CT=Image&IT=ZoomImage01_VForm

CUBA. La Havana. 1959. Crowds cheer in main plaza.

LA INFANCIA, CLARO

Mi generación se pasó la vida corriendo para no llegar a parte alguna. Nos incorporamos al mundo revolucionario con una amplia desventaja, esa que nos hacía poner “no” en planillas y formularios. “Participó en Girón? ¿Lucha contra bandidos? ¿Campaña de alfabetización?” Teníamos entre 4 y 6 años en enero del 59. Tuve una condiscípula que insistió en que había alfabetizado con 4 años, pero la verdad es que nunca entendí cómo lo hizo.
El mundo al que nos incorporamos era el mundo revolucionario en transición. La transición, éramos nosotros. Los mayores ya habían transitado. Eran personas formadas –mayores, ¿ve? – con un claro sistema de hábitos, tradiciones y costumbres que habían elegido incorporarse a la tormenta revolucionaria. Nadie les pidió que dejaran de ser lo que eran, ni creo que lo hubieran aceptado.

En cambio, a nosotros ni siquiera nos pidieron. La escuela y los amigos del aula cambiaron de pronto. Los uniformes, también; se hicieron horrendos. La primaria iba de un gris ratón asqueroso, blusa más clara pero también gris. Secundaria y pre, blusa o camisa blanca, tremenda mejoría. Todos queríamos llegar a la universidad porque no habría uniforme. Ya en la universidad, pedimos los uniformes, porque no había ropa. Claro que no nos hicieron caso. En general, nunca nos hicieron caso. Nos dijeron lo que teníamos que hacer, y ya.

Si a usted le parece incomprensible el párrafo anterior, le explico. “La escuela y los amigos cambiaron de pronto”, necesitaría todo un discurso, pero si recuerda la nacionalización de la enseñanza ahí tiene el porqué de la escuela. En la mía, fueron creativos. Como se anunció la ley mucho antes de aplicarla, las escuelas privadas se mandaron a correr. Terminaron el curso antes, los niños hicieron la primera comunión antes y cerraron antes, para encaramarse en el Covadonga y no volver.

Si piensa que ya entendió lo de los amigos, pues ni se crea. Una vez que uno aterrizaba en la escuela nueva, con las libretas nuevas – de papel verdecito, de bagazo- y hacía amigos nuevos, éstos desaparecían a las dos semanas, más o menos. En el pase de lista diario el estribillo repetido ante la mención de los ausentes era “¡se fue!”, para no volver. Hasta sexto grado nos la pasamos perdiendo amigos, y ahí paró la cosa. No sé si porque ya no había padres que se quisieran ir o porque los padres no se podían ir. De cualquier modo, nos pasamos la primaria perdiendo amigos. Y tradiciones.

A ningún padre se le ocurría enviar a sus niños con merienda a la escuela. La merienda estaba incluida en el precio del colegio. Como la revolución hizo gratuitas (por brevísimo tiempo) las meriendas, pues tropezamos con los masarreales y los refrescos Son.

Los masarreales (tan añorados por mi hermano menor) eran una pasta seca y pegadiza con sospecha de dulce de guayaba, que hacía imperativo el refresco “Son”. El criollo nombre escondía un refresco que no era, por aquello de que a veces era pura azúcar y otras pura agua. Dentro de las simpáticas botellitas podía encontrarse cualquier cosa, eso sí. Increíble lo que cabe en una botella. Cada vez que queríamos un refresco (en mi escuela, Fructuoso Rodríguez, ex St. George’s School) se lo pedíamos al viejo Celestino, y con su amabilidad eterna iba y nos abría la máquina de Coca-Cola y sacaba el refresco Son. El sistema automático no funcionaba con las botellas cubanas.

Ni con las monedas de lata, como les decíamos, pues pronto los refrescos fueron a medio (5 centavos) y el nuevo medio “no pesaba” lo suficiente para hacer funcionar la máquina. Ni los teléfonos. Ni las alcancías. Cada vez que se habla del cambio de la moneda me veo encaramada en el banco que estaba bajo el teléfono público de la escuela, echando sin suerte medio tras medio, para llamar a mi madre y decirle que no me habían ido a buscar.

Ya no había tatas, ¿ve? Las tatas eran personas amorosísimas, que crecían con uno y hacían algo en la casa. Se ocupaban de los niños: bañarlos, llevarlos al parque y luego, a la escuela. No había círculo, ¿comprende?

La revolución las desapareció. Cuando se lee en Bohemia “compañera doméstica, usted también puede ser bancaria”, usted no se queda fuera de la movilidad social general, por mucho que le duela. Así que los niños del medio, ya grandecitos para el recién llegado círculo, nos quedamos a la espera de la tata de la amiga o del chofer del trabajo de la mamá.

Muy pequeños para ir solos a la casa y también para quedarse solos en ella, los niños del medio salían de la escuela para el trabajo de los padres. Que eso de horario de 8 a 5 no contaba para la primera década revolucionaria. Así que usted se entretenía en saludar (y molestar, claro) a los compañeros de trabajo de mamá, hasta que tuvo edad para bajar a la biblioteca. Cuando cerraba la biblioteca, se reducían las alternativas. En mi caso, contar las cabezas de la magnífica foto de Korda de la I Declaración de La Habana. Nunca terminé.

La primaria fue, en general, lugar de cambio. Cuando terminó el éxodo de los amigos, empezó el de los maestros. Estoy segura de que muchas escuelas habrán acogido con júbilo a las Makarenko, pero la que tocó en mi escuela era un desastre. Hasta que ella llegó, el mundo era claro. Uno sabía las notas que sacaba, era feliz participando con sus amigos en coros y funciones varias, y creía que siempre sería así. Error. “Siempre” no es un vocablo revolucionario.


Aprendimos, porque ya en Pre nos explicaron, que el Pacto de Varsovia no era defensivo, ni ofensivo, ni militar (esta tonta levantó la mano y preguntó qué era). Pero al menos, nos dijeron eso.


De dónde esta señora sacó la idea de que la Unión Soviética tenía tantas fronteras como repúblicas, no lo sé. No lo he encontrado en ningún texto de la época. Tampoco he visto en parte alguna la decisión de que los niños católicos no podían ser pioneros. Precursora del ateísmo científico en plena década del 60, esta enérgica dama provocó una seria crisis en las actividades culturales de la escuela, que sin nosotros eran imposibles. Las demás maestras trataron de impedirlo, pero, claro, no eran Makarenko. De modo que a una de ellas, republicana sobreviviente de la Guerra Civil española (ni modo de competir en prestigio revolucionario) se le ocurrió la salomónica y burlona idea de que los niños católicos participaríamos en todas las actividades pioneriles, pero no cantaríamos la línea “ni César, ni burgués, ni Dios” de la Internacional. Y aquí paz y en el cielo gloria, como decía la señorita Gloria Santullano, mujer de vastísima cultura, que además nos enseñó una versión en ruso macarrónico de “La Cucaracha” que me metió en un buen lío años después.

Ya en secundaria, los equivalentes de la señorita Gloria desaparecieron en primer año. Lo mismo: se fueron. Y ahí tuve una bestia que nos enseñó que el dinero había surgido porque los campesinos lo habían enterrado en una botija y lo sacaron para “hacer” el capitalismo cuando hizo falta. Nunca explicó de dónde lo habían sacado los campesinos.

Claro que usted, lector, no me va a creer. Pero si algún vetusto ex alumno de la Finlay anda por los mundos virtuales y lee esto, recordará que gracias a esta creativa persona las notas de todo un año bajaron, porque, claro, aún no estábamos entrenados en poner bestialidades porque el profesor las dice.

Aprendimos, porque ya en Pre nos explicaron, que el Pacto de Varsovia no era defensivo, ni ofensivo, ni militar (esta tonta levantó la mano y preguntó qué era). Pero al menos, nos dijeron eso. Las clases por la televisión no las explicaba nadie, de modo que las mentes más brillantes de la época (no lo digo por mí. Se fueron, y fueron a buenísimos lugares. ¿La NASA suena?) suspendieron una y otra vez Matemáticas y Física hasta que nuestro promedio se convirtió en una broma.

Si se pregunta por qué hablo de la escuela, pregúntese cuál es el espacio social de un niño y lo entenderá. Para mí Girón era un trauma, porque a mi abuelo se le ocurrió morirse el 15 de abril de 1961 y nunca supe cómo se las arregló mi madre para enterrarlo. La Crisis de Octubre es, claro, la jaba con la ropa y medicinas del niño que estuvo por dos meses detrás de la puerta, lista para ser recogida cuando fuéramos a evacuarnos a Pinar del Río. Cómo íbamos a llegar, por suerte nunca llegó.

El mundo se nos complicó realmente en la Universidad. Y claro que antes se había puesto interesante en las Escuelas al Campo. Así que suite au prochaine numéro, como decían los folletines, o vea el próximo capítulo, como dicen los novelones ¡Que nos tocó protagonizar tremenda novela!

La Habana, 6 de marzo de 2019

 

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Segunda Entrega: Crecer con la Revolución Cubana II: La Escuela al Campo


Tercera Entrega: Crecer con la Revolución Cubana III: Las Jacquelinas