Cornelius Castoriadis y El Imaginario Social Instituyente

junio 17, 2020
Cornelius Castoriadis imaginario social

 

Cornelius Castoriadis

Cornelius Castoriadis (Grecia 1922-1997) fue un filósofo, sociólogo, economista y psicoanalista vinculado al grupo político y a la revista Socialisme ou Barbarie.
El grueso de su reflexión está recogido en su trabajo más importante: La institución imaginaria de la sociedad (1975), donde comparten espacio sus ideas respecto al marxismo y al imaginario social (su concepto clave), asi como el estudio de la creación humana. Castoriadis nace un día como hoy y muere un 26 de diciembre en París.

El Imaginario Social Instituyente

Por: Cornelius Castoriadis

La idea del imaginario social instituyente parece difícil de aceptar, y esto es comprensible. La misma situación se presenta cada vez que hablamos de una “potencialidad”, “facultad”, “potencia”. Porque nunca conocemos más que manifestaciones, efectos, productos -no aquello que son las manifestaciones. De allí las críticas a las concepciones de las “facultades del alma” -pero, dejando de lado el vocabulario, no queda claro qué se gana al hablar de “funciones”. Evidentemente, lo mismo sucede con la imaginación. No podemos aprehenderla con nuestras manos, ni colocarla bajo un microscopio. Sin embargo, todo el mundo acepta que se hable de ella. ¿Por qué? ¿Porque podríamos indicarle un sustrato? ¿Y ese sustrato, podríamos colocarlo bajo un microscopio? No, pero cualquiera tiene la ilusión de comprender, porque cree saber que hay un “alma”, y cree “conocer” sus actividades.

Digamos que la imaginación es una “función” de esta alma (e incluso del “cerebro”, aquí no molesta). ¿En qué consiste esa “función”? Entre otras cosas, como hemos visto, en transformar las “masas y energías” en cualidades (de manera más general en hacer surgir un flujo de representaciones, y -en el seno de éste- ligar rupturas, discontinuidades), en saltar del gallo al burro y de mediodía a las dos de la tarde. Nosotros reagrupamos estas determinaciones del flujo representativo (más comúnmente, del flujo subjetivo, consciente o no consciente) en una potencia, una dunamis, diría Aristóteles, un poder-hacer-ser adosado siempre sobre una reserva, una provisión, un plus posible. La familiaridad inmediata con este flujo suspende la sorpresa frente a su existencia misma y a su extraña capacidad de crear discontinuidades al mismo tiempo que las ignora al enlazarlas.
Es comprensible que sea este último aspecto, el salto, lo inesperado, lo discontinuo, el lugar por el cual se acuña la potencia creadora de la imaginación. Esta potencia resta inasible para Aristóteles y para Kant (también para Fichte, Heidegger y Merleau-Ponty). Y es exactamente este mismo aspecto -los saltos, las rupturas, las discontinuidades- el que durante milenios los hombres han imputado a la intervención de un espíritu o de un dios (lo cual constituye aún claramente la disposición del hombre homérico y determina la reflexión de Platón sobre la poesía, cuando la atribuye a una “furia divina”).

Digamos que la imaginación es una “función” de esta alma (e incluso del “cerebro”, aquí no molesta). ¿En qué consiste esa “función”? Entre otras cosas, como hemos visto, en transformar las “masas y energías” en cualidades (de manera más general en hacer surgir un flujo de representaciones, y -en el seno de éste- ligar rupturas, discontinuidades), en saltar del gallo al burro y de mediodía a las dos de la tarde.

El grado de dificultad en lo referente al imaginario social instituyente es otro. Nos encogemos de hombros frente a la idea de un campo de creación social histórica; pero haremos como que aceptamos -a pesar de que o justamente porque no entendemos nada- la “explicación” de los físicos de la luz como propagación de una vibración electromagnética en el vacío, vibración de nada que vibra, propagación de alguna cosa en la no-cosa. La idea de que existirían “sedes” de creación en el todo colectivo humano, más exactamente: que todo colectivo humano sería una sede tal, que se extendería en un campo de creación englobador, que incluiría los contactos y las interacciones entre los campos particulares pero sin ser reducible a ellos, parece inaceptable o absurda.
En este rechazo irreflexivo juegan principalmente dos factores: por un lado, la limitación de la ontología heredada a tres tipos de seres -la cosa, la persona, la idea. A partir de allí nos volvemos ciegos frente a la imposibilidad de reducir lo social histórico a una colección o combinación de estos tres tipos de seres. Por otra parte, la idea de creación. Esta -que sin embargo forma parte de la experiencia de cada uno, si prestamos atención al flujo de nuestras representaciones- parece increíble. Y, en efecto, cuanto más creíbles son las explicaciones de la historia universal a partir de la economía de la salud, del nacimiento de la democracia griega por la geografía del país, de la música de Wagner por el estado de la sociedad burguesa hacia 1850! No emprenderé aquí la refutación de estos absurdos porque ya he hablado mucho de ello en otras ocasiones.
Ya he consagrado un libro y muchos textos a la cuestión del imaginario social instituyente. Recuerdo para comenzar aquello que hace que sea imposible no tomar en cuenta lo social histórico, tanto para la filosofía como para el psicoanálisis.

Por el lado de la filosofía, la discusión puede ser breve. Comienzo por un aspecto al parecer específico: el del lenguaje. La filosofía, y el pensamiento en general, no pueden existir sin el lenguaje -o al menos, sin fuertes lazos con éste. Pero toda producción primordial, individual o “contractual”, del lenguaje es un absurdo histórico y lógi- co. El lenguaje no puede ser otra cosa que la creación espontánea de un colectivo humano. Lo mismo es cierto para todas las instituciones primordiales, sin las cuales no hay vida social, por lo tanto tampoco seres humanos. Pero la cosa va más allá del hecho de que el pensamiento presupone al lenguaje y que el lenguaje es imposible fuera de la sociedad. El pensamiento es esencialmente histórico, cada manifestación del pensamiento es un momento en un encadenamiento histórico y es también -si bien no exclusivamente- su expresión. De la misma manera, el pensamiento es esencialmente social, cada una de sus manifestaciones es un momento del medio social; procede, actúa sobre él, lo expresa, sin ser reducible a ese hecho.

Lo que nos obliga a tomar en cuenta lo social histórico es el hecho de que constituye la condición esencial de la existencia del pensamiento y la reflexión. Esta condición no es de ninguna manera “exterior”, no pertenece a la infinidad de condiciones necesarias pero no suficientes que subyacen a la existencia de la humanidad. Es una condición “intrínseca”, una condición que participa activamente de la existencia de aquello que condiciona. Es para el pensamiento del mismo orden que la existencia de la psique singular. La psique no alcanza para que haya pensamiento y reflexión, pero es parte de ambos; mientras que la gravedad, por ejemplo, condiciona de mil y una maneras la existencia humana, pero no es parte de ella. En otras palabras, lo que llamé condición intrínseca pertenece a lo que está también expresado por lo condicionado.

La investigación acerca del engendramiento de la reflexión en y por lo social histórico es exigible entonces a la filosofía, del mismo modo que la investigación del engendramiento del pensamiento en el ser humano singular.
En cuanto al psicoanálisis, el individuo que éste encuentra es siempre un individuo socializado (al igual, por supuesto, que el individuo que lo practica). No encontramos nunca individuos psicosomáticos en estado “puro”; no encontramos más que individuos socializados. El núcleo psíquico se manifiesta raramente, e incluso entonces indirectamente. En sí mismo, constituye el límite perpetuamente inalcanzable del trabajo psicoanalítico. Yo (moi), superyo, ideal del yo, son impensables, salvo en tanto productos (a lo sumo, co-producidos) del proceso de socialización. Los individuos socializados son fragmentos hablantes y caminantes de una sociedad dada; y son fragmentos totales; es decir que encarnan -en parte efectivamente, en parte potencialmente- el núcleo esencial de las instituciones y de las significaciones de su sociedad. No hay oposición entre el individuo y la sociedad, el individuo es una creación social, al vez en tanto tal y en su forma social histórica dada cada vez. La verdadera polaridad es la polaridad sociedad/psique (la psique-soma en el sentido dado más arriba). Sociedad y psique son a su vez irreductibles una a la otra, y realmente inseparables. La sociedad como tal no puede producir almas, la idea no tiene sentido. Una asamblea de almas no produciría una sociedad, sino una pesadilla de Jérôme Bosch. Una asamblea de individuos, por el contrario, puede producir una sociedad (por ejemplo, los pasajeros del Mayflower) ya que esos individuos ya están socializados (de otro modo, no existirían, incluso biológicamente).
La socialización no es una simple adjunción de elementos exteriores a un núcleo psíquico que quedaría inalterado; sus efectos están inextricablemente entramados con la psique que sí existe en la realidad efectiva. Esto vuelve incomprensible la ignorancia de los psicoanalistas contemporáneos respecto de la dimensión social de la existencia humana.

La cuestión de la sociedad -e indisociablemente de la historia- es evidentemente inmensa, y yo no intentaría resumir aquí lo que ya he expuesto en otros lugares. Me limito a algunos puntos, ya sea directamente pertinentes al tema que discutimos (el imaginario social instituyente), o bien relativos a las restricciones a las que está sometida la constitución imaginaria de la sociedad, que no tuve ocasión de tratar hasta ahora. La sociedad es creación, y creación de sí misma autocreación. Es la emergencia de una nueva forma ontológica -un nuevo eidos- y de un nuevo nivel y modo de ser. Es una cuasi totalidad cohesionada por las instituciones (lenguaje, normas, familia, modos de producción) y por las significaciones que estas instituciones encarnan (tótems, tabúes, dioses, Dios, polis, mercancía, riqueza, patria, etc.). Ambas -instituciones y significaciones- representan creaciones ontológicas. En ningún otro lado encontramos instituciones como modo de relación que mantengan la cohesión de los componentes de una totalidad; y no podemos “explicar” -producir causalmente o deducir racionalmente- ni la forma institución como tal, ni el hecho de la institución, ni las instituciones primarias específicas de cada sociedad. Y en ningún otro lado encontramos significación, es decir, el modo de ser de una idealidad efectiva y “actuante”, de un inmanente imperceptible -así como no podemos “explicar” la emergencia de las significaciones primarias (el Dios hebreo, la polis griega, etc.).

Hablo de autocreación, no de autorganización. En el caso de la sociedad, no encontramos un ensamblado de elementos preexistentes, cuya combinación podría haber producido cualidades nuevas o adicionales del todo. Los cuasi (o pseudo) “elementos” de una sociedad son creados por la sociedad misma. Porque Atenas existe, son necesarios atenienses y no “humanos” en general; pero los atenienses son creados solamente en y por Atenas. De este modo, la sociedad es siempre autoinstitución -pero para la casi totalidad de la historia humana, el hecho de esta autoinstitución ha sido ocultada por la institución misma de la sociedad. La sociedad como tal es autocreación; y cada sociedad particular es una creación específica, la emergencia de otro eidos en el seno del eidos genérico “sociedad”. La sociedad es siempre histórica en sentido amplio, pero propio, del término: atraviesa siempre un proceso de autoalteración, es un proceso de autoalteración. Este proceso puede ser, y ha sido casi siempre, lo suficientemente lento como para ser imperceptible. Pero en nuestra pequeña provincia sociohistórica ha sido, durante los últimos 400 años, más rápido y violento. La pregunta acerca de la identidad diacrónica de una sociedad, la cuestión de saber cuando una sociedad deja de ser “la misma” y deviene “otra” es una pregunta histórica concreta a la cual la lógica habitual no puede ofrecer respuesta (son la Roma de la primera República, la de Marius y Sylla, etc., “la misma Roma”?). Como no son producibles causalmente, ni deductibles racionalmente, las instituciones y las significaciones imaginarias sociales de cada sociedad son creaciones libres e inmotivadas del colectivo anónimo concernido. Son creaciones ex nihilo, no cum nihilo. Esto quiere decir que son creaciones con restricciones. Menciono las más importantes de estas restricciones. Existen restricciones “externas” -especialmente las impuestas por el primer estrato natural el estrato de lo vivo y lo que le es accesible), incluida la constitución biológica del ser humano.

Estas restricciones son esencialmente triviales (lo cual no quiere decir que no tengan importancia): la sociedad es, cada vez, condicionada por su hábitat natural, por ejemplo, pero no está “causada” por éste. En la medida en que el primer estrato natural contiene, en un grado decisivo, una dimensión conjuntista-identitaria (dos piedras y dos piedras hacen cuatro piedras, un toro y una vaca engendrarán siempre terneros y vaquitas, y nunca pollos, etc.) la institución social debe recrear esta dimensión en su “representación” del mundo y de sí misma, es decir en su mundo propio, su Eigenwelt. Dicho de otro modo, la institución de la sociedad recrea, siempre y obligatoriamente, una lógica suficientemente correspondiente a esta lógica “ensídica” (lo cual le permite sobrevivir como sociedad) bajo la égida de las significaciones imaginarias sociales instituidas cada vez. Esto le permite crear un mundo dotado de sentido (diferente cada vez). Esta lógica ensídica social (como las significaciones imaginarias instituidas cada vez) le son impuestas a la psique durante el largo y penoso proceso de la fabricación del individuo social. La dimensión ensídica está presente, de manera evidente, también en el lenguaje; corresponde al lenguaje en tanto código, es decir en tanto instrumento cuasi unívoco del hacer, del contar y del razonar elementales. El aspecto de código del lenguaje (un gato es un gato) se opone a -pero está inextricablemente unido a- su aspecto poético portador de significaciones imaginarias propiamente dichas (Dios es una persona en tres, etc.). A estas restricciones “externas” corresponde la funcionalidad de las instituciones, en particular aquellas que conciernen a la producción de la vida material y la reproducción sexual.

Existen restricciones “internas”, que provienen de la “materia primera” a partir de la cual la sociedad se crea a sí misma, es decir, la psique. La psique debe ser socializada, y para ello debe abandonarse más o menos a su mundo propio, sus objetos de investidura, aquello que para ella hace sentido, a investir objetos, orientaciones, acciones, roles, etc., socialmente creados y valorados. Debe abandonar su tiempo propio a insertarse en un tiempo y un mundo públicos (tanto “naturales” como “humanos”). Cuando consideramos la increíble variedad de sociedades que conocemos (y que sin duda no son más que una ínfima parte de las sociedades que hubo y habrá) nos vemos casi obligados a pensar que la sociedad puede hacer de la psique lo que quiera-volverla poligámica, poliándrica, monógama, fetichista, pagana, monoteísta, pacífica, belicosa, etc. Mirando más de cerca, constatamos que esto efectivamente es cierto, siempre que se cumpla una condición: que la institución ofrezca a la psique un sentido -un sentido para su vida, y para su muerte. Esto se cumple para las significaciones imaginarias sociales, casi siempre religiosas, que entretejen juntas el sentido de la vida y la muerte del individuo, el sentido de la existencia y de las maneras de hacer de la sociedad considerada el sentido del mundo como totalidad.

Hay restricciones “históricas”. No podemos sondear el origen de las sociedades, pero ninguna sociedad de la cual podamos hablar emerge in vacuo. Existen siempre, aunque sea fragmentarios, un pasado y una tradición. Pero la relación con este pasado forma parte ella misma, en sus modalidades y en su contenido, de la institución de la sociedad. De este modo, las sociedades arcaicas o tradicionales intentan reproducir y repetir el pasado casi literalmente. En otros casos, la “recepción” del pasado y la tradición es, al menos en parte, fuertemente consciente; pero esta “recepción” es, de hecho, recreación (la moda actual la llamaría “reinterpretación”). La tragedia ateniense “recibe” a la mitología griega, y la recrea. La historia del cristianismo no es más que la historia de las “reinterpretaciones” continuas de los mismos textos sagrados, con resultados -cada vez- violentamente diferentes. Los Griegos clásicos son objeto de un “reinterpretación” incesante en occidente desde al menos el siglo XIII. Esta recreación está hecha siempre, evidentemente, según las significaciones imaginarias del presente -pero evidentemente también lo “reinterpretado” es material dado y no indeterminado. Es instructivo, sin embargo, comparar lo que hacen con la misma herencia griega los bizantinos, los árabes y los europeos occidentales. Los bizantinos se contentaron con conservar los manuscritos, agregando comentarios y notas aquí y allí. Los árabes utilizaron solamente los textos científicos y filosóficos, ignorando el resto -tanto los escritos políticos como la poesía. Los europeos occidentales lucharon con los restos de esa herencia durante ocho siglos, y no parece que esto esté por terminar.

Finalmente, hay restricciones “intrínsecas”, las más interesantes de todas. No puedo evocar más que dos:
Las instituciones y las significaciones imaginarias sociales deben ser coherentes. La coherencia tiene que ser estimada desde un punto de vista inmanente, es decir, en relación a las características y a los principales “impulsos” de la sociedad considerada; teniendo en cuenta el comportamiento conforme a los individuos socializados, etc. La construcción de pirámides mientras gente moría de hambre es coherente cuando se la remite al conjunto de la organización social y de las significaciones sociales imaginarias del Egipto faraónico o de la Mesoamérica maya. La coherencia no excluye de ningún modo las divisiones, las oposiciones y las luchas internas. Las sociedades esclavistas o feudales son totalmente coherentes. Las cosas cambian con las sociedades capitalistas, en particular las maduras. Pero en este caso hay una novedad histórica que surge de otra discusión. La coherencia no está, en general, puesta en peligro por “contradicciones” entre la dimensión estrictamente imaginaria y la dimensión conjuntista-identitaria de la institución, porque -como regla general- la primera está por sobre la segunda. De este modo, la aritmética y el comercio no han sido perturbados en las sociedades cristianas por la ecuación fundamental (mucho más importante que la aritmética) del 1=3 implícita en el dogma de la Santa Trinidad.

Aquí corresponde citar también la implicación imaginaria recíproca de las “partes” de la institución y de las significaciones imaginarias sociales. No se trata sólo de sus dependencias recíprocas pseudo-“funcionales”, sino más bien de la unidad y el parentesco sustantivo y enigmático entre los artefactos, los regímenes políticos las obras de arte y -por supuesto- los tipos humanos de una misma sociedad y un mismo período histórico. Es inútil recordar que toda idea de explicación “causal” o “lógica” de esta unidad está privada de sentido. Por otra parte, las instituciones y las significaciones imaginarias sociales deben ser completas. Esto es clara y totalmente así en las sociedades heterónomas, determinadas por el cierre de la significación. El término “cierre” debe ser tomado aquí en su sentido estricto, matemático. Las matemáticas dicen de un cuerpo algebraico que está cerrado si para toda ecuación escrita con los elementos del cuerpo las soluciones son también elementos del cuerpo. Toda interrogación que tenga un sentido en el interior de un campo cerrado reconduce a través de su respuesta al mismo campo. Del mismo modo, en una sociedad cerrada, toda “pregunta” que pueda ser formulada en el lenguaje de la sociedad tiene que poder encontrar una respuesta en el interior del magma de significaciones imaginarias sociales de esa sociedad. Esto implica que las preguntas que con- ciernen a la validez de las instituciones y de las significaciones sociales no pueden, simplemente, ser planteadas. La exclusión de estas preguntas está asegurada por la posición de una fuente trascendente, extra-social de las instituciones y las significaciones: es decir, de una religión.

Algunos comentarios adicionales en relación al término significaciones imaginarias sociales ayudarán a evitar malentendidos. Elegí el término “significaciones” porque me parece el menos inapto para expresar lo que quiero. Pero no debe ser tomado de ningún modo en un sentido “mentalista”. Las significaciones imaginarias sociales crean un mundo propio para la sociedad considerada, son en realidad ese mundo: conforman la psique de los individuos. Crean así una “representación” del mundo, incluida la sociedad misma y su lugar en ese mundo: pero esto no es un constructum intelectual; va parejo con la creación del impulso de la sociedad considerada (una intención global, por así decir) y un humor o Stimmung específico -un afecto o una nebulosa de afectos que embeben la totalidad de la vida social. Por ejemplo, la fe cristiana es una pura creación histórica, totalmente específica, que implica “visiones” particulares (ser amado por Dios, salvado por él, etc.) y sobre todo afectos particulares y extraños, que hubieran sido totalmente incomprensibles (y aberrantes -moria, dice, de manera característica, San Pablo) para todo griego o romano clásico (y también para todo chino o japonés). Y esto es comprensible, si recordamos que la sociedad es un ser por sí misma.

Traducción del francés: LUCIANA VOLCO

Fuente: http://www.ubiobio.cl/miweb/webfile/media/267/Castoriadis%20Cornelius%20-%20El%20Imaginario%20Social%20Instituyente.pdf