La condena de ver (y seguir mirando): «12 Years a Slave» y el deber de ser testigo

junio 21, 2024
Fotograma de "12 Years a Slave", Steve McQueen (2013)
Fotograma de "12 Years a Slave", Steve McQueen (2013)

Recuerdo haber leído, en uno de los pocos ensayos escritos en su contra, que 12 Years a Slave, la narración de la reesclavitud de Solomon Northup, condena a su protagonista, y por lo tanto a la audiencia, al rol de observador pasivo durante los tiempos de la esclavitud en EEUU. Según esta interpretación, el film, narrado exclusivamente desde el punto de vista de Northup, funciona más como un archivo de horrores y crímenes humanitarios que como una historia coherente con un mensaje de valor. Esta lectura sugiere que, a lo largo de sus 124 minutos, la historia del protagonista no se desmarca de las demás historias de otros como él, reducidos a la condición de meros supervivientes y subyugados por el peso de una narración apática y desidiosa. La historia de Northup, aunque filmada con cierto tinte épico, es, en la mirada hiperrealista de Steve McQueen, un testimonio de crueldad, opresión y desamparo, una sucesión de numerosas atrocidades cuya relevancia descansa en la capacidad de elicitar el lado más desolador de la condición humana. McQueen acopia diferentes secuencias de tortura, violencia sexual, odio racial y otras prácticas deshumanizantes, filmándolas sin cortes ni mayor tacto con quienes las sufren. Una secuencia sucede a la otra, sin mayor acto conmemorativo ni contemplación. La mirada pasiva ante la violencia se vuelve la norma en la película, sin mucha alternativa para la audiencia.

Pienso en el rol de Solomon Northup en el film, de quien sabemos muy poco al inicio, cuando es capturado por esclavistas y llevado a una plantación, y de quién sabremos poco más en las siguientes dos horas de metraje. Esta ambigüedad no es común en las películas de Hollywood, y, en teoría, 12 Years a Slave es una de ellas. Sabemos poco de su familia, su rutina, sus anhelos. Como punto de partida, sabemos que es un prodigio en el violín y que había sido liberado hacía un tiempo por su “amo”, pero eso es todo. Estas lagunas en su caracterización hacen que nos sea imposible desprender a Northup de los horrores de los que es testigo. Solo lo conocemos a partir de su rol de observador y víctima de la esclavitud; le conocemos a partir del sufrimiento y la desesperación, y cómo estos moldean su identidad y su espíritu. Por un lado, es posible que John Ridley, el guionista encargado del libreto, pretenda alejarnos de los detalles más importantes de la vida de Northup para que la violencia en el film cobre mucha más relevancia, para evitar que los otros personajes (y su sufrimiento) queden apenas como telón de fondo, sino que sean protagonistas en la película.

Quizás Ridley y McQueen hayan pensado en Northup como una suerte de “esclavo desconocido”, una figura que reside entre la ambigüedad y el anonimato, como el observador ideal (si cabe el término) de los horrores de la esclavitud, aquel que solo ve y nada más, sin capacidad de mirar para otro lado. Tiene sentido: a lo largo del film, el punto de vista de Northup se confunde con la mirada parca y desapasionada de la cámara de McQueen, fija en largos planos generales durante distintos actos de violencia y opresión. Northup se difumina en la mirada clínica e impasible de McQueen, pero sin abandonar cierto espíritu resiliente (pero desesperanzado) presente en sus actos, y que Chiwetel Ejiofor encarna con suficiente naturalidad. La pasividad de Northup permite que la violencia cobre mayor intensidad, que se narre desde su lado más perversamente cotidiano y su capacidad abarcativa en la rutina de las plantaciones, y que, por tanto, genere mayor frustración en la audiencia. Así, a lo largo del film, McQueen, Ridley y Ejiofor, cada quien desde su rol, conciben a Northup como el protagonista de un ensayo alegórico sobre el deber moral de ser testigo del sufrimiento de los otros.

Recuerdo haber leído Bearing Witness, de la filósofa Brookes Brown, que justifica el deber moral de leer las noticias y ser ciudadanos parcialmente informados del mundo. A primera vista, no se relaciona con 12 Years a Slave, pero hay que estar atentos. Según Brown, la razón del deber no es particularmente utilitaria: es poco claro qué podríamos hacer nosotros, como individuos, ante los horrores del mundo. Si la miseria es producida conscientemente, y no podemos frenar ese impulso destructivo (ni tampoco al sistema que segrega y jerarquiza vidas), entonces nuestra capacidad de respuesta es casi nula. El deber de saber qué sucede, más bien, se explica por el deber de ser testigo. Si alguien sufre, si lo pierde todo, si su humanidad se ha reducido al mínimo de la supervivencia y su dignidad ha sido negada hasta el extremo, ¿acaso no merece que al menos su sufrimiento sea atestiguado por otros? ¿Acaso no debería alguien siquiera saber su nombre, su origen y el motivo de su injusticia? Si alguien está sufriendo, debe haber otro que al menos sea testigo de que sufre y del porqué, que le devuelva su condición de sujeto en su interacción y diferenciación con los otros. Por supuesto, nadie quiere atestiguar el sufrimiento ajeno. Muchas veces, aquellos testigos también sufren, incluso más. En muchos casos, quienes sufren se atestiguan mutuamente. Ser testigos puede ser, incluso, su único propósito.

A Solomon Northup se le concibe, entonces, como aquel que mira. Su rol en el film se construye a partir de estar en el lugar adecuado, y en cierta posición ambivalente: que sea un esclavo previamente liberado (y uno con un talento que pueda agradarles a los esclavistas), le da la posibilidad de distanciarse, al menos en parte, de la mirada común de los otros sometidos a la violencia. Por supuesto, la ambigüedad tiene que ver con su propio rol de víctima. En una de las escenas más memorables (y casi imposible de ver, como es común en el film), Solomon es colgado sobre un árbol, y apenas sobrevive al poner un par de dedos del pie sobre la tierra. Un paso en falso es lo que le separa de la muerte, en ese estado de ambigüedad permanente en que vive el esclavo. Unos cuantos se acercan donde Solomon: ninguno puede liberarle, dada su condición de esclavos, pero le ofrecen agua y le secan el sudor, como el máximo moral de atestiguarle ante la posibilidad de su muerte. Y, mientras siga con vida, a pesar de tener la soga al cuello, Solomon sigue mirando. El rol de testigo se difumina con el mismo acto de vivir: en el caso de la esclavitud y otras tragedias, ambos parecen ser lo mismo.

Ahora bien, no solo se trata de ver, sino de seguir mirando. Conforme pasan los años, la presencia de Northup empieza a engranarse con el sistema de represión y vigilancia de la plantación en la que vive: se sabe los códigos de silencio y las reglas implícitas, las formas de lidiar con sus superiores y evitar el castigo, lo prohibido y lo poco que se permite, qué hacer y cuándo hacerlo. Aun cuando esto le asigna cierta autoridad entre los esclavos, y cierta capacidad de guía y consejo, uno podría pensar que, a la larga, Northup se acomoda dentro de un sistema que ha conseguido quebrantar su voluntad y su espíritu, por lo que la complicidad con él parece inevitable. Northup, o Platt, como le han renombrado los esclavistas una vez capturado y resocializado en la plantación, es uno del resto. Si existe un deber moral de ver, ¿cuándo es legítimo dejar de hacerlo? ¿Existe acaso el deber de seguir mirando? ¿Es Northup responsable de atestiguar a las nuevas víctimas de la maquinaria esclavista? ¿De quiénes sí y de quiénes no? ¿Y por cuánto tiempo? 12 Years a Slave concibe su narración a partir de un claro protagonista y una serie de personajes transitorios, que, como otras tantas víctimas, desaparecen abruptamente, incluso sin haber sido nombradas, aun cuando su presencia fantasmagórica se asienta en los que quedan con vida, y, además de ver, también tienen que recordar y seguir recordando.

Si Solomon es el observador pasivo y el testigo por antonomasia, Patsey, la esclava más valorada en la plantación, es exactamente lo opuesto. McQueen filma a Patsey, en la primera interpretación de Lupita Nyong’o, desde el primer plano, y se permite la intensidad y el dramatismo, una suerte de aura trágica, al narrar su historia. Patsey es el opuesto de Solomon porque casi nunca mira y nada más, sino que, a partir de distintos gestos y acciones (buscar un jabón para lavarse, sonreír en una fiesta improvisada en la plantación, cosechar más algodón que el resto) busca reclamar su propia agencia. Estas formas de micro-rebeldía son, por supuesto, constantemente castigadas por el patrón, pero parece difícil que Patsey se doblegue ante el castigo. Esto hasta que, luego de una serie de

vejámenes horribles, Patsey le pide a Solomon que le mate. Es muy fácil que leamos las acciones de Patsey desde su desesperación y sufrimiento, una suerte de acto de rendición ante la violencia permanente. Prefiero pensar lo contrario: morir en sus propios términos (más cuando el sistema esclavista le obliga a vivir para seguir produciendo y reproduciendo) es, más bien, el acto final de rebeldía.

Pero la cuestión con esta escena va más allá. La pregunta no es el motivo detrás del pedido de Patsey, sino la respuesta de Solomon. Solomon ya no puede ser solamente testigo. Involucrarse con una persona en su dolor, en el sufrimiento extremo y la crueldad, parece llegar hasta un punto de no retorno, en que uno puede volverse responsable de los otros, incluso cuando no puede hacerse cargo de sí mismo. Solomon rechaza el pedido de Patsey. Seguirá así hasta el cierre de la película, que tristemente deja el destino de Patsey en la total incertidumbre. Allí reside un punto central en la responsabilidad de ser testigo: no parece un rol momentáneo, ni una carga a la que pueda renunciarse con facilidad. Solomon, a pesar de haber abandonado la plantación, seguirá atestiguando a Patsey y su tragedia sin conclusión. No debería, podríamos decir. Ser testigo del que sufre debe tener un límite. Más parece que el deber no es deber al fin y al cabo, sino una condena perpetua, intransferible.

La conclusión evidente de este debate en torno al ser testigo es que, a la larga, esa parece ser la cuestión detrás de la película como tal y el rol de la audiencia al verla. Las historias narradas en 12 Years a Slave, incluyendo la del propio Northup, son historias de verdad. Los personajes existen, existieron, y fueron víctimas de la maquinaria esclavista y la industria de la crueldad, la cual tristemente sigue viva e impune en distintos rincones del globo, EEUU incluido. Su existencia se preserva desde el cine, pero el acto de preservación en sí mismo parece el objeto de disputa. McQueen elige perpetuar la violencia en la pantalla, presentar víctimas sin nombre ni identidad, actos horribles filmados sin ninguna advertencia ni respuesta dramática, consagrados en sus planos amplios y la apertura de sus imágenes. Ver 12 Years a Slave es estremecedor, dada la textura de las imágenes de violencia y la conformación con la crueldad que tiene la cámara de su realizador, que nunca deja de enfocarla, que la acepta tal cual es, dado que poco pueden hacer los personajes para acabar con ella, nada más que atestiguarla.

Aun así, creo que una puesta en escena así es necesaria, puede que hasta valiente, pero al menos relevante, sino crucial, en el debate por la memoria de la esclavitud (o esclavitudes) que existe hoy en día. Más allá de la atención a los detalles históricos, la película de McQueen es urgentemente actual, en tanto que el estilo, casi sin música, con secuencias largas y poco temor a la censura, concibe escenas de un poder instantáneo, directo, casi nunca apologético. Es el tipo de imágenes que se necesitan para ser testigos, y para que la responsabilidad de ver y seguir mirando se democratice, se torne un acto colectivo. A diferencia de Solomon Northup, nosotros podemos elegir si ser testigos o no. Y al final, luego de ver el film, nos es bastante claro cuál es la decisión correcta.

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