Los periódicos hoy titulan «Muere Concha Velasco», como siempre en estos casos, y ese «muere» significa claramente, me parece, «se nos muere», o habrían empleado un simple «ha muerto» o un evidente y fúnebre «murió». También, supongo, tiene que ver con que las celebridades tardan unos días de indefinición mediática en morirse del todo, como el gato de Schrödinger pero en cutrerío del coure, hasta que la noticia por fin se apaga y el finado parece haber finado ya definitivamente y pasa de buenas a primeras, o no, a los libros de Historia.
Conchita Velasco, sin duda, merece de sobra esos libros de Historia que transforman el rojo pasión de una vida inflamada al sepia de daguerrotipo (daguerrotipa, hoy) para aprendizaje o curiosidad de las generaciones futuras, la diferencia es que mientras que de Sarah Bernhardt o Margarita Xirgu apenas conservamos más que la cita o el elogio, de Concha Velasco podemos disfrutar del museo audiovisual completo. Hace como un año que vi, por ejemplo, cambiando indolentemente de canal a la hora de cenar, unas escenas de playa de película con Fernando Fernán Gómez interpretando un pescador en la que salía Conchita de joven que daba gusto, pero que mucho gusto, verla. Recuerdo que estaba más buen… más guapa que una diosa griega o etrusca de la vieja cuenca clásica del Mediterráneo. Sonreía con tal resplandor que el mismo Alain Delon, y no únicamente Don Fernando, hubiera sucumbido en el acto a su encanto. Siento hablar en estos términos tan sensuales de Doña Concha, que sin duda era una grandísima actriz y una tremenda e incansable mujer, pero es que me temo que los directores de la época vieron lo mismo que yo en la fotogenia de Conchita y no dudaron, pese a la incuestionable vis dramática de otras igualmente fotogénicas, pero menos bellas, pongamos que Lola Gaos. De hecho, todos sus íntimos optan hoy por decir, al pie mismo de su féretro, que Concha fue nuestra chica yeyé, en vez de recordar que en tiempos muchos más maduros y experimentados interpretó la Hécuba de Eurípides o Virgilio, que no es moco de pavo. La posteridad es así, un pelín traidora como poco. Yo compré en un kiosko y vi en su totalidad la serie de Santa Teresa de Jesús, cuyo guion no era, digamos, del todo perfecto, y lo hice tan sólo por ella, por esa sonrisa perfecta con la que Concha fundaba alegremente conventos cada cien pasos.
Tenemos, o tuvimos, a Concha Velasco como tenemos todavía a Ángela Molina, pero no es lo mismo. Ambas, es verdad, constituyen lo menos caspa de un tiempo de cinematografía caspa, pero Concha fue la luz recién nacida de la mañana en la puta playa, y Ángela algo así como el anaranjado del atardecer en un caserío. De hecho, los personajes de Concha se ponían rápidamente en jarras para marcar una línea roja de decencia a sus pretendientes, mientras que los de Ángela perdían a sus hombres irremisiblemente en una opacidad de misterio. En ambos casos, y al margen de la gran pericia actoral, la fotogenia y el tronío, el secreto está en los pómulos. Las más fermosas tienen acusados pómulos, y alguien, si no se ha hecho ya, debiera componer una oda a los pómulos femeninos. Además de Doña Concha Velasco, Ava Garner, Bo Derek, Monica Bellucci, Juliette Binoche, Jacqueline Bisset. Jacqueline Kennedy Onassis, Naomi Campbell, Aitana Sánchez-Gijón, Isabel Díaz Ayuso y un millar más de mujeres del espectáculo o simplemente el «candelabro» atestiguan el poder hechizante de los pómulos. Cuando, en el futuro, la técnica de edición CRISPR nos permita, para nuestro mal, previsualizar a nuestros hijos, tres cuartos de la humanidad lucirán unos pómulos prominentes, a la manera de repisa de lujo de unos ojos de maga. Concha Velasco gozaba de ese privilegio, pero también de muchos más, nacidos del esfuerzo. Al inicio de Diario Político y Sentimental, de Paco Umbral, de 1999, cuando la súperactriz cumplían medio siglo, decía:
Martes 23-Septiembre-1999
Coincido en una televisión con Concha Velasco. Pasamos una hora de espera, solos, charlando. Ella whisky y yo ginebra. «Estoy en una mala edad, Umbral.» Comprendo lo que quiere decir. La actriz, la cómica —me gusta decir «cómica» y «cómicos», como dicen ellos, con viejo y entrañable autodesprecio— tiene unos años en que ya es vieja para damita joven y todavía es joven para madre vieja, para «característica». Concha, que ha triunfado casi excesivamente (entiéndaseme), está viviendo la incertidumbre de esa transición, que en cambio no se da en los actores porque el género masculino somos más favorecidos por la sociedad, el tiempo y la profesión, casi siempre. En la mujer —aunque sea gran artista, como ésta— siempre y sólo se busca la lozanía. El hombre puede madurar e incluso ennoblecerse con los años. Siempre hay un papel para el hombre en el teatro y, lo que es más importante, en la vida. Concha tiene una belleza tan española que su cara es casi un tópico. Un tópico con un lunar. Y la risa perdurable. Cuando la creemos y sabemos triunfadora, basta un rato de charla íntima para que se me ensombrezca la gran riente, después de tantos años (ella cree que somos paisanos de Valladolid, aunque no es verdad).
Concha, en su medio siglo, está en la madurez de sus plurales facultades, delgada en rojo y con unas piernas memorables, pero pienso que, aunque antes haya dicho lo contrario, todos los «triunfadores» (o sea, los que salimos en la tele, que es la manera actual de imponer la imagen cuando ya nadie pasea en landó) llegamos a esta edad en que empezamos a sentir que a nuestra vida le falta biografía. Y la vida sin biografía es una muerte con vistas a la vida, pero nada más. A Concha ya no le dan comedias los autores. A mí sí me dan encargos, artículos, libros, pero sé que hay en todo esto algo inercial. Uno está aquí porque ha estado siempre. Uno, sencillamente, ya no es novedad —Concha tampoco— y la novedad, nombre profesional de la juventud, es lo único que se busca y cotiza en el mundo de la creación. Fuimos nuevos al mismo tiempo, Concha, tú rodando películas madrileñas en una pescadería de Alcalá y yo haciéndote reportajes. Valías mucho, pero eso era casi lo de menos. Lo importante es que la actualidad estaba en ti, que la mañana de cada día eras tú.
Sáenz de Heredia te hizo yeyé y Juan Diego te hizo comunista. Qué mala novela acelerada es la vida, amor. Actualidad, ésa es la palabra. Allá en los sesenta fuimos la actualidad, el día iba a nacer con nosotros. Hoy sólo somos profesionalidad. Uno lleva ya algunos años practicando el papel de niño terrible envejecido, de viejo muchacho, y tú te resientes ahora —¿prematuramente?— de ese quiebro de la vida, de esa falla del tiempo en que no sabes cómo pasar al día siguiente.
—Tú eres ya insumergible, Concha —le digo tópicamente, pues la verdad es que los tópicos abrigan mucho en algunos casos.
Nos espera la pantalla, el colorín, el chillido de la música y la brillante vulgaridad del locutor. Tenemos un aparato de televisión a nuestro lado, mudo, y la pantalla es como un alegre incendio donde se quema la tarde del domingo. En esa hoguera la veré luego —va antes que yo— con su risa española que tanto gusta a los públicos, con su talle joven, con sus piernas largas y seguras, haciendo de Concha Velasco, luchando contra la otra, la que queda aquí, conmigo, dulcemente tronchada por un cansancio previo, por unos miedos profesionales que en realidad son los de cualquier ser vivo.
No es el tópico miedo a morir o envejecer. Es el miedo, más delicado y mundano, a perder la imagen antes que la vida, la máscara antes que la cara. Porque viviendo de cara al público —aunque sea detrás de una prosa— lo que amamos es nuestra máscara, que es nuestra creación. Los cómicos me dan miedo alguna vez —los frecuento mucho—, cuando se quitan la mentira de la cara, porque son atrozmente hombres, atrozmente mujeres, y quedan mucho más farsantes que en escena. Pero a Concha ya la han llamado a actuar. La veo en la pantalla, llenándolo todo de rojo (alguna vez escribí que el pintor Pollock abrió la puerta de la jaula al color rojo): y el rojo se comía el mundo. La dama roja, la risa española, los ojos alegres con rímel de tristeza. Mi amiga la cómica está haciendo su número, su mejor papel, el de Concha Velasco. Sigamos muriendo bajo nuestro nombre artístico. Acabo la ginebra y pediría otra, pero ya es tarde.