Foto por Fabrice Nerfin | The fallen angel, en Père Lachaise, París, Francia
La visita al cementerio es una actividad que se suele hacer al menos una vez en la vida. Ese punto de conexión entre la materia y el espíritu, lo eterno y lo efímero, sugestiona de manera inevitable; y si por motivos agnósticos no se asume como un lugar de espiritualidad, por respeto se suele canalizar como un espacio solemne. Aunque hay quien va más allá…
La coimetrofilia, del griego koimeterion (cementerio), es una parafilia definida como una persistente, anormal e injustificada atracción por los cementerios. De todas las parafilias, es una de las menos estudiadas, y aunque exista el término coimetromanía, que es solamente la manía de visitar los cementerios, la relación que se establece al tener coimetrofilia, trasciende el acto físico de la sexualidad y se manifiesta de modo más espiritual, en una relación con el espacio.
En ese sentido espacial, los cementerios, y más en lo especifico las necrópolis, suelen ser no solamente lugares sacros donde se visitan seres queridos que ya no están, sino que son narradores de historias de las ciudades que los acogen, espejos inamovibles y a la vez en evolución de las sociedades y sus corrientes de pensamiento. A veces, de una manera tan peculiar que se convierten en museos a cielo abierto.
Una de los cementerios más visitados en el mundo, es el Père Lachaise, en la mítica ciudad del amor (París) y resulta muy curioso que en una ciudad tan rica en arquitectura, urbanística, museos y monumentos, este cementerio sea uno de los destinos turísticos más visitados. Ello no quiere decir que todos los turistas padezcan de coimetrofilia o coimetromanía —al menos de una manera patológica— pero sí, es un hecho que más allá de su valor artístico, arquitectónico, o de las personalidades que en él reposan, traspasar su umbral representa hacer un viaje único, maravilloso e intenso.
El primer impacto se percibe apenas llegar a su entrada principal, aunque no sea el escenario más emocionante para un coimetromaníaco. Su arquitecto Alexandre Theodore Brongniart (el mismo que proyectó el edificio de la Bolsa de París), lo diseñó inspirado en el estilo de los jardines ingleses, con elementos que generalmente son independientes en la urbanística de una ciudad: avenidas, monumentos no funerarios, parques y microambientes con naturaleza donde viven aves y peces.
Su visita entonces no necesariamente tiene que ser solemne. Un domingo de verano, pasear por sus avenidas se convierte en una actividad lúdica, inevitablemente desacralizando el espacio. Para los amantes de la arquitectura, entonces puede ser una ilustración de los más variados estilos a través de la historia: mausoleos respetando la más pura tradición griega, capillas góticas, neoclásico en todas su variantes, barroco, art decó e infinitas fórmulas de elementos contrapuestos, modificados o extremadamente puros. Una excepcional muestra del arte funerario europeo de los siglos XIX y XX.
Otra manera de dar rienda suelta a la coimetrofilia en el Père Lachaise es practicar la caza al tesoro —o más bien a las tumbas— pues su extensión, que supera las cuarenta hectáreas, hace que la mayoría de las personalidades que allí reposan no se encuentren concentradas en una sola área. La única manera de llegar a ellas es con las indicaciones de un mapa, pues el cementerio carece de señalética una vez atravesadas sus puertas; y es así como se puede emplear una tarde para estar a solas con Victor Hugo, o encontrarse por casualidad a George Mèliés mientras se busca desesperadamente el monumento a Delacroix.
Es que el Père Lachaise representa el santuario de la cultura; el lugar a donde muchos quieren ir a reposar eternamente, y donde saben que serán revisitados una y otra vez. El acto simbólico no solo está en haber visto la tumba de Abelardo y Eloise, Apollinare, Sara Bernhardt, Chopin, Ingres, Balzac, Jim Morrison, Lyotard, Modigliani, Edith Piaf, Oscar Wilde e infinidad de escritores, artistas, filósofos, biólogos, etc. La magia está en el acto de intimar, con todos y cada uno de ellos, descolocar toda la obra y tomar esos diez minutos, o toda una tarde según sea la necesidad para conectar con el último espacio donde estuvo el cuerpo entendido como materia viviente, y donde quedó de manera inamovible, incluso perceptible según los más sensitivos, el espíritu eterno.
Un gesto en búsqueda de inspiración, homenaje, o simple esparcimiento, en el Père Lachaise puede convertirse en una iluminación. La confirmación de que el camposanto no lo hacen solamente las personalidades que en el reposan, y que como una ciudad, las necrópolis sostienen cada pedazo de la historia, fragmentos desordenados que tributan a un mismo espacio, con diferentes lecturas y significados.
Su entrada hace dudar. Su entorno se vuelve un laberinto de significados y emociones vividas a través de las más ilustres personalidades que en él yacen; y su salida, la revelación de una gran clave de lectura para entender el sentido de los cementerios: interpretar historias y ciudades, fragmentos de vidas pasadas, evoluciones, retrocesos, guerras y batallas.
El concepto del Père Lachaise, es un gesto que trasciende las fronteras parisinas; queda esa remembranza de identificar en cualquier ciudad del mundo a través de sus necrópolis el pasado de quien yace, la historia y el lenguaje íntimo que sólo los cementerios pueden ofrecer. En pocas palabras, una especie de coimetrofilia inducida para siempre.