Chesterton contra Nietzsche

Chesterton comparte mucho con Nietzsche, como el repudio del mundo moderno, un cierto romanticismo de la acción y la actitud afirmativa de la existencia. Sin embargo, lo cierto es que muchos textos de Nietzsche son conspicuamente repulsivos.
junio 3, 2022
G.K. Chesterton escribiendo
G.K. Chesterton / Wikipedia commons

Majadero, a los caballeros andantes no les toca ni atañe averiguar si los afligidos, encadenados y opresos que encuentran por los caminos van de aquella manera o están en aquella angustia por sus culpas o por sus desgracias; sólo le toca ayudarlos como a menesterosos, poniendo los ojos en sus penas, y no en sus bellaquerías.

Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha

 

El pensamiento de Friedrich Nietzsche se imparte en la asignatura de Historia de la Filosofía del Bachillerato español, y aunque sólo fuera por eso (y porque se asocia su nombre al “marketing” de la exaltación de la vida en cientos de citas sacadas de contexto en las redes sociales, y que realmente poco tienen que ver con él), se trata de un escritor mucho más conocido por el gran público que G.K. Chesterton, que fue su antítesis natural, el hombre con el que de verdad hubiera debido medirse y no con Sócrates, Jesucristo o Hegel, que están en otra onda, su tiempo fue distinto y además compiten en otra liga.

Chesterton, en cambio, comparte mucho con Nietzsche, como el repudio del mundo moderno, un cierto romanticismo de la acción, su respectivo alejamiento del socialismo teórico y práctico, la actitud afirmativa de la existencia y casi-casi la misma época, aunque el inglés conoció los estragos de una guerra espantosa, llamada la Primera Guerra Mundial, como el alemán jamás pudo imaginar. Sin embargo, los filósofos, incluso los profesores de Filosofía se sienten por lo general muy cercanos a Nietzsche, como si Nietzsche fuese el ídolo inevitable del lector de filosofía actual -curiosamente, jamás se le aplica a él mismo su Crepúsculo de los ídolos, ni su “filosofar con el martillo”-, cuando lo cierto es que muchos textos de Nietzsche son conspicuamente repulsivos. No por su prosa, desde luego, que después de todo lo mismo da (aunque nunca faltará quien señale lo bien que escribía Nietzsche, a lo Derrida; el propio interesado decía haber aligerado y prestado alas al alemán como sólo Goethe o Heine pudieron haberlo hecho antes), sino por su aborrecible contenido, sin duda aristocratizante y sin duda prenazi. Frases del tenor de la siguiente… La miseria del hombre que vive en condiciones difíciles debe ser aumentada para que un pequeño número de hombres olímpicos pueda acometer la creación de un mundo artístico… deberían constar a justo merecimiento entre los primeros puestos de una historia de la infamia ideológica o libresca. Imbecilidades parecidas ya habían escrito Carlyle, Baudelaire o De Maistre antes que Nietzsche, como las escribirían después Jünger, Céline u Ortega y Gasset, pero no con tanta crueldad misantrópica, no con tanto ensañamiento discriminador, en mi opinión. ¿O es que puede haber nada peor que un párrafo como el que viene ahora, no indigno de Tamerlán, Adolf Hitler o Slobodan Milosevic?:

El régimen de castas, la ley suprema, dominante, no es sino la sanción de un régimen natural, una legalidad natural de primer orden con la que no puede ningún antojo, ninguna “idea moderna” […] La Naturaleza [¡sic!], no Manú, es la que separa a los hombres que dominan por su entendimiento, por la fuerza de los músculos o del carácter, de aquellos que no se distinguen por ninguna de estas cosas, de los mediocres; estos últimos constituyen el mayor número, los otros son la flor de la sociedad.

 O, por no hacer más sangre, la peor de las perlas nietzscheanas, a mi juicio, a causa de la cual, y sólo por ella, el filósofo debiera ser desterrado de las aulas y ser sustituido por el mencionado Hegel, sin ir más lejos, o por el mismo Chesterton (como ya traté de defender), una reflexión que es una mancha indeleble en su obra y que pertenece, no obstante, a su último libro publicado en vida, de modo que es difícil justificarlo en la inmadurez y los ardores juveniles del pensador:

Los débiles y malogrados deben perecer; tal es el axioma capital de nuestro amor al hombre. Y hasta se les debe ayudar a perecer (en El Anticristo).

Y, en efecto, se les ha “ayudado” en numerosas ocasiones y aún se sigue haciendo, pero sin que nadie se haya atrevido en los últimos tiempos a proclamarlo tan abiertamente. No obstante, a los cultores de Nietzsche que en el mundo han sido abundantes y entre ellos no pocas firmas ilustres del s. XX, no les duelen prendas ni encuentran contradicción alguna en hablar por boca del gran filósofo y hacerse lenguas de su perspicacia al tiempo que se lamentan interminablemente por este sistema capitalista nuestro que arrincona a los compasivos y a los desfavorecidos. Pero apliquemos el método supremo de Nietzsche, la psicología entendida como auscultación de las maniobras de la Voluntad de Poder, a él mismo, ya que ese paso hacia la introspección no tuvo lugar en Ecce homo. Tenemos a un joven admirador de Wagner, enamorado de su mujer, Cósima, que es el catedrático de filología más joven de Alemania, del que Wagner hacía a menudo cierta chufla (como cuando le sugería que el motivo de su mala vista era el abuso de la masturbación), alguien que exigía tanta grandeza de su maestro que finalmente no pudo soportar que el músico-Mesías no se tornase líder-Mesías y pasó primero a envidiarle, luego a odiarle. Un odio muy singular, por cierto, dado que seguía enjaulando una rabiosa veneración, de manera que no se dio el caso de que Nietzsche abandonase del todo su alta estimación hacia los grandes hombres en general, hacia los creadores o los dominadores, para detener por rechazo su atención en las cualidades del hombre corriente. Éste, el hombre común y corriente (y la mujer, claro, pero es que Nietzsche tenía que ser también misógino como Schopenhauer), continuaba condenado sin juicio ni posibilidad de réplica en la distinguida y culta mente de Nietzsche, ocupado como estaba en otros pensamientos, los cuales se pueden recrear, o eso creo yo, parafraseando un apotegma de su propio Así habló Zaratustra: “si un verdadero Wagner existiese, ¿por qué no iba a ser ese Wagner yo mismo?”

Y además… ¿no era aquel desprecio por la masa ignara y estúpidamente satisfecha de su inanidad también la actitud de partida del otro, del ya muerto, del filósofo por antonomasia para él del mundo moderno, de Arthur Schopenhauer? Claro que a éste igualmente había que superarle (odi et amo de nuevo), pero al menos marcaba una línea vital para Nietzsche: poco dotado para la música, Friedrich iba a ser filósofo como Schopenhauer, pero un genuino líder-Filósofo, ese líder que Wagner, el nacionalista antisemita, jamás llegó a ser. Se iba a enterar Richard de cómo se hacen de verdad las cosas. Entre tanto, todo aquel que fuese menos todavía que el criptocristiano Wagner era pura filfa. No obstante, personalmente Nietzsche era de trato tímido, bipolar, climatérico y de lágrima fácil. El Zaratustra, su obra magna, fue escrito poco después del enésimo rechazo de Lou-Andreas Salomé, y eso explica el núcleo más personal del libro -que es un gran libro y un libro sin duda producto del genio-, allí donde Nietzsche se confiesa más, al escribir que “el hombre que ama el peligro y el juego debe ser educado para la guerra; la mujer debe serlo para el descanso del guerrero” (Erholung des Kriegers). Por escrito nos crecemos todos, faltaría más, sobre todo si nadie nos lee, huérfanos de crítica pública.

Pero lo cierto es que todas las razones que aporta Nietzsche contra el hombre corriente ya las conocen muy bien todos los hombres corrientes, sólo que no encuentran en ellas motivos de asco ni de indignación como le sucedía a Nietzsche. Será porque a ellos, los Wagner o los Schopenhauer del mundo, les importan lo justo.

Tú, a una persona normal, sin más estudios que los necesarios para tirar p’alante y que trabaje como un burro toda la semana, le invitas a tres copas en una taberna de barrio y te suelta lo mismo que Schopenhauer resumido en lenguaje coloquial, pero sin llegar a la conclusión de la aniquilación del Yo ni monsergas parecidas.

¿Qué persona común no entiende perfectamente y a la primera la compleja acusación que va larvada bajo el epíteto de “amargado” (¡amargao, que eres un amargao!)? Sin embargo, Nietzsche cree haber encontrado en eso la panacea psicológica definitiva en contra precisamente del rebaño… El poeta romántico Novalis había escrito algo muy adecuado para lanzarle como objeción en su propio lenguaje a Nietzsche incluso antes de que éste naciera, y que decía así:

El ideal de la moralidad no tiene ningún competidor más peligroso que el ideal de la fortaleza suprema, de la vida más enérgica, cosa a la cual se ha dado también el nombre de “el ideal de la grandeza estética” (en el fondo, de manera muy acertada, pero, en cuanto a lo que se opina, de manera muy falsa). Ese ideal es el máximo del bárbaro y tiene, por desgracia, en estos tiempos de una cultura que se está embruteciendo, muchísimos seguidores entre los más debiluchos. Ese ideal convierte al hombre en un espíritu-animal, una amalgama cuya gracia brutal tiene precisamente una brutal fuerza de atracción para los debiluchos[1].

En su novela La esfera y la cruz, también Chesterton hace aparecer a un defensor teórico de la fuerza que escapa corriendo en cuanto le tienden una espada para que se arranque a luchar.

Me pregunto cómo habría reaccionado Nietzsche, un hombre al que sus caseros de Turín tenían por un atildado erudito de excelentes modales, de haber sido retado a duelo, por ejemplo, como lo fue Alexandr Pushkin (duelos que estaban prohibidos desde la Contrarreforma, pero que siguieron clandestinamente vigentes hasta 1967, que se sepa).

La fuerza está muy bien, todo el derecho asiste a la fuerza, según cierta intelectualidad romántica y conservadora, siempre que el librepensador no tenga que poner en juego su propio pellejo, demasiado valioso para el porvenir de la humanidad.

El mismo Chesterton era un tipo bastante extravagante que, a diferencia de Nietzsche, caía bien a todo el mundo, tenía familia, era leído y era criticado, pero que llevaba un espadín en su bastón (y un par de pistolas de mecha bajo su capa, según cuentan) por si se daba el caso de defender el honor de una dama, batirse con un nihilista o desafiar a un dragón. Naturalmente que llevar espada y pistolas por las calles del Londres del s. XX era una bobada como la copa de un pino, pero me parece que las bobadas ya mencionadas y escritas por Nietzsche tiempo antes fueron a la postre mucho más peligrosas, como el tiempo y la historia confirmaron.

Nietzsche sospechó siempre del sentimiento de culpa (además de tomar tales suspicacias de la Ética de Spinoza, pero sin citarla), pensaba que es la culpa la que hace a una persona o a una cultura resentida, y el ressentiment era para él el único adversario psicológico o “pasión triste” capaz de vencer a la limpieza y a la pureza -palabras suyas, altamente significativas como se ve- de la autorreferencialidad valorativa de la fuerza, fuerza más bruta o fuerza menos bruta, que en eso no se mete.

Chesterton no estaba de acuerdo, Chesterton diría que sólo las almas nobles sienten culpabilidad y compasión, que no son más que formas de responsabilidad y de respeto hacia uno mismo y hacia los demás, mientras que son los volubles, ruines y sibilinos lo que gozan hasta de sus propias flaquezas y diabluras. Recuerdo un pasaje de El niño perdido, del escritor norteamericano Thomas Wolfe (editorial Periférica, pág. 38) donde se cuenta que “Grover sintió la culpa sobrecogedora y corrosiva que sienten todos los niños, todos los hombres buenos de la tierra desde el principio de los tiempos. Incluso la rabia se había extinguido, ahogada bajo la voluminosa y corrosiva marea de la culpa”. Sólo el tirano, el sinvergüenza o el inconsciente sin remedio consiguen evitar siempre ese trastero sucio y lleno de telarañas de su yo más interior donde esconden la culpa bajo siete llaves, no la gente normal, no las personas de la calle, a las que suelen pesar enormemente los errores de su pasado, que aman a sus amigos y no a sus enemigos, como pedía absurdamente Nietzsche, a los que en ocasiones les gusta vivir peligrosamente, pero no todo el rato, y que saben lo que es pasarse la vida cargando con la injusticia y la arbitrariedad de los poderosos.

A gran distancia de esto, Chesterton, que es mucho menos famoso que Nietzsche, escribía cosas como estas, cosas que hasta un niño de once años podría comprender[2], y para las cuales no hay que convertir a nadie en “reposo del guerrero” ni ayudarle piadosamente a “perecer” de una vez por todas:

 

Una extraña ley recorre la historia humana, y consiste en que los hombres siempre tienden a minusvalorar lo que les rodea, a minusvalorar su felicidad, a minusvalorarse a sí mismos. El gran pecado de la humanidad, el que la caída de Adán simboliza, es esta tendencia no a la soberbia, sino a una extraña y horrible humildad.

Este es el gran pecado, el pecado por el que el pez se olvida del mar, el buey se olvida del prado, el oficinista se olvida de la ciudad y cada hombre, al olvidar su propio entorno, en el sentido más completo y literal, se olvida a sí mismo. Este es el verdadero pecado de Adán, y se trata de un pecado espiritual. Es extraño que muchos hombres verdaderamente espirituales, como el general Gordon[3], se hayan pasado las horas especulando sobre la exacta ubicación del Jardín del Edén, pues lo más probable es que aún sigamos en el Edén. Sólo son nuestros ojos los que han cambiado.

Suele hablarse del pesimista como de un hombre en rebelión. Pero no es así. En primer lugar, porque hace falta cierta alegría para permanecer en rebelión. Y, en segundo lugar, porque el pesimismo apela al lado más débil de cada uno, y el pesimista, por tanto, regenta un negocio tan ruidoso como el de un tabernero.

Suele hablarse del pesimista como de un hombre en rebelión. Pero no es así. En primer lugar, porque hace falta cierta alegría para permanecer en rebelión. Y, en segundo lugar, porque el pesimismo apela al lado más débil de cada uno, y el pesimista, por tanto, regenta un negocio tan ruidoso como el de un tabernero.

La persona que verdaderamente está en rebelión es el optimista, el que por lo general vive y muere en un permanente esfuerzo tan desesperado y suicida como es el de convencer a los demás de lo buenos que son. Se ha demostrado más de un centenar de veces que, si verdaderamente queremos enfurecer incluso mortalmente a la gente, la mejor manera de hacerlo es decirles que todos son hijos de Dios. Conviene recordar que Jesucristo no fue crucificado por nada que dijera sobre Dios, sino por el cargo de haber dicho que un hombre podía derribar y reconstruir el Templo en tres días.

Todos los grandes revolucionarios, desde Isaías a Shelley, han sido optimistas. Se han indignado no ante la maldad de la existencia, sino ante la lentitud de los hombres en comprender su bondad. El profeta que es lapidado no es un alborotador ni un pendenciero. Es simplemente un amante rechazado. Sufre un no correspondido amor por todas las cosas en general.

Cada vez se hace más evidente, así pues, que el mundo se halla permanentemente amenazado de ser juzgado mal. Y que esta no es ninguna idea extravagante o mística puede comprobarse mediante ejemplos sencillos. Las dos palabras absolutamente básicas ‘bueno’ y ‘malo’, que describen dos sensaciones fundamentales e inexplicables, no son ni han sido nunca empleadas con propiedad. Nadie que lo haya experimentado alguna vez llama bueno a lo que es malo; en cambio, las cosas que son buenas son llamadas malas por el veredicto universal de la humanidad.

Pero permítaseme explicarme mejor. Ciertas cosas son malas por sí mismas, como el dolor, y nadie, ni siquiera un lunático, podría decir que un dolor de muelas es en sí mismo bueno; pero un cuchillo que corta mal y con dificultad es llamado un mal cuchillo, lo que desde luego no es cierto. Únicamente no es tan bueno como otros cuchillos a los que los hombres se han ido acostumbrando. Un cuchillo no es malo salvo en esas raras ocasiones en que es cuidadosa y científicamente introducido en nuestra espalda. El cuchillo más tosco y romo que alguna vez ha roto un lápiz en pedazos en lugar de afilarlo es bueno en la medida en que es un cuchillo. Habría parecido un milagro en la Edad de Piedra.

Lo que nosotros llamamos un mal cuchillo es simplemente un buen cuchillo no lo bastante bueno para nosotros; lo que llamamos un mal sombrero es simplemente un buen sombrero no lo bastante bueno para nosotros; lo que llamamos una mala civilización es una buena civilización no lo bastante buena para nosotros.

Decidimos llamar mala a la mayor parte de la historia de la humanidad no porque sea mala, sino porque nosotros somos mejores. Y esto es a todas luces un principio injusto. El marfil puede no ser tan blanco como la nieve, pero todo el continente Ártico no hace negro el marfil.

Ahora bien, me parece injusto que la humanidad se empeñe continuamente en llamar malas a todas esas cosas que han sido lo bastante buenas como para hacer que otras cosas sean mejores, en derribar siempre de una patada la misma escalera por la que acaba de subir.

Creo que el progreso debería ser algo más que un continuo parricidio, y es por eso que he buscado en los cubos de basura de la humanidad y he encontrado un tesoro en todos ellos.

Creo que el progreso debería ser algo más que un continuo parricidio, y es por eso que he buscado en los cubos de basura de la humanidad y he encontrado un tesoro en todos ellos. He descubierto que la humanidad no se dedica de manera circunstancial, sino eterna y sistemáticamente, a tirar oro a las alcantarillas y diamantes al mar. He descubierto que cada hombre está dispuesto a decir que la hoja verde del árbol es algo menos verde y la nieve de la Navidad algo menos blanca de lo que en realidad son.

Todo lo cual me ha llevado a pensar que el principal cometido del hombre, por humilde que sea, es la defensa. He llegado a la conclusión de que por encima de todo hace falta un acusado cuando los mundanos desprecian el mundo; que un abogado defensor no habría estado fuera de lugar en aquel terrible día en que el sol se oscureció sobre el Calvario y el Hombre fue rechazado por los hombres[4].

Notas

[1] Citado en Mann, Thomas (2014). Schopenhauer, Nietzsche, Freud, Thomas Mann. Alianza Editorial, pág. 121.

[2] Aunque únicamente fuera porque el Schopenhauer de Chesterton era Tomás de Aquino y su Wagner George Bernard Shaw… Una definición de filosofía que también comprendería un niño de 11 años podría ser la siguiente, algo chestertoniana a su manera: los filósofos son aquellos que no se conforman con presenciar y acaso participar en la película de la vida, sino que aspiran también a asistir a los títulos de crédito y exigen que se les pase después el making-of.

[3] George Gordon, héroe y mártir británico de Jartum: https://es.wikipedia.org/wiki/Charles_George_Gordon

[4] Gilbert Keith Chesterton, introducción a El acusado (1901, el año siguiente a la muerte de Friedrich Nietzsche) en editorial Espuela de Plata, 2012, versión de Victoria León.