Fausta, la joven protagonista de La teta asustada (2009), casi no habla. Por el contrario, ella canta: cuando tiene miedo, cuando está sola, cuando añora a su madre, cuando quiere defenderse y sentirse protegida; canta porque es lo que le enseñaron, porque su madre cantaba también, cantaban juntas, al unísono, una voz y otra, cuidándose en el canto. Cuando su madre murió, murió cantando. Y ahora, cuando Fausta canta, canta para estar con ella: la voz de su madre permanece en las melodías que no cambian con los años, en las palabras que se repiten una y otra vez, en coro y en verso; una voz fantasma, pero presente, que permanece en el silencio, en el umbral en este mundo y el otro. La voz de Fausta, el alma de la película y su razón de ser, eso que le brinda dignidad y agencia, es aquel elemento que la distancia del resto, que la mantiene en el claroscuro entre infancia y adultez, una voz que parece de niña, pero que narra el horror de la guerra y la posibilidad de la esperanza.
La película de Claudia Llosa comienza con la madre de la protagonista cantando. Será la última vez que cante en vida, al menos en esta. Su muerte marcará el punto de quiebre en la vida de Fausta. Al igual que su madre, Fausta está enferma. La enfermedad se transmite por la leche materna, la teta asustada, le dicen; una enfermedad que azota a las mujeres, que se pasa de generación en generación, síntoma y consecuencia de la violencia. La madre de Fausta, como miles de mujeres en los Andes del Perú, sufrió de violencia sexual durante la época del conflicto armado interno. Tanto los grupos subversivos como el ejército peruano cometieron sistemáticos abusos contra los derechos humanos, y la violencia sexual parecía una práctica institucionalizada, una forma de poder sobre los cuerpos pobres, sometidos al control masculino, a un Estado represor y un sistema que racionaliza la crueldad.
La muerte de la madre de Fausta implica que ella, una adolescente que no se ha despegado de su progenitora durante toda su crianza, tenga que crecer abruptamente y salir a un mundo hostil que no parece conocer del todo. Fausta es víctima como su madre, porque, cuando ella ya le llevaba en su vientre cuando sufrió de violencia. Antes de nacer, Fausta era víctima. La teta asustada se le pegó en la leche, en la sangre, en todo fluido, de forma permanente. Fausta lo acepta silenciosamente. Si el canto es lo que le recuerda la resiliencia y espíritu bondadoso de su madre, la leche y la sangre le recuerdan la violencia que acabó con su vida, y la enfermedad permanente que debe llevar por culpa de esta. La defensa de Fausta, como de otras mujeres, está en colocarse una papa en la vagina, para espantar a cualquier hombre que se le acerque. “Asco con asco”, dice Fausta, y tiene sentido. La violencia sobre su cuerpo -una violencia que atenta contra lo fértil, la leche nutritiva y la sangre menstruante- solo puede ser combatida con otro elemento igual de fértil, una papa cuyas raíces brotan en el cuerpo de Fausta y van creciendo conforme ella lo hace en la película.
La pérdida de la madre es un leitmotiv en la historia en tanto que Fausta, una migrante que vive en las afueras de la capital, no tiene dinero suficiente para enterrarla. Muchas víctimas del conflicto en Perú migraron a los cerros periféricos a Lima, formando una ciudad propia, alejada del Estado, y su presencia, aunque combativa, se enfrenta a un sistema violento y siempre desigual. Para colmo, Fausta cree firmemente -y con razón- que su madre debe ser velada en su pueblo natal, a miles de kilómetros de allí. Hasta que eso no suceda, su madre queda en un estado de permanente ambivalencia, en una no-muerte, es embalsamada y preservada en la misma cama en la que a veces duerme su hija. Fausta, quien no acostumbra a salir de casa sola, tiene que asumir la adultez, y conseguirse un trabajo lo antes posible.
Me permito volver a la música. En la quieta película de Claudia Llosa, la música funciona como el segundo leitmotiv, esta vez, como el medio de expresión de Fausta con su mundo interior, el mundo exterior, incluso el mundo de los muertos. Con la música, Fausta puede hablarle directamente a su madre. Con la música, puede calmar sus nervios ante alguna amenaza. Con la música, establece un medio de contacto con la Lima en la que vive y con todo lo que le rodea. Al cantar, Fausta encuentra su lugar en el mundo, se posiciona como un sujeto propio, vivo, resistente, que tiene en su voz la única coraza ante lo desconocido.
En la primera escena, como ya mencionaba, la madre de Fausta canta para rememorar la violencia de la que fue víctima. El canto es lastimero, frontal; la narración es muy detallada, está cargada de dolor y de ira, es la única historia que, dado el carácter elíptico de la canción, se torna circular y permanente, se puede repetir una y otra vez, se hace material debido al canto. Sin dejar de cantar, la madre de Fausta reconoce que la memoria se le está escapando, y que es la música, en la voz de su hija, lo que le permitirá seguir recordando. La canción de la madre de Fausta habrá sido cantada una y otra vez, por años, sino décadas, cantada en silencio, en su cabeza, y cantada con otras mujeres, o con Fausta. Es el testimonio vivo de la violencia, uno que no se borra con facilidad, gracias al carácter dócil de la canción.
Recuerdo estar en una práctica de campo en Ayacucho, entrevistando a un psicólogo de un centro de salud mental comunitario, encargado de víctimas de violencia. “Los hijos nos llaman preocupados, porque sus padres siguen recordando, se quedan horas llorando y recordando. Les duele recordar”. A Arturo, el psicólogo, no le faltaba razón. Recordar, en casos así, duele, y de forma indescriptible, pero a la vez parece ser una necesidad, un acto confrontacional y reafirmante, que tanto Fausta como su madre realizan mediante el canto, que puede alivianar el sufrimiento, o, al menos, darle un nuevo cariz. El alivio no evita el dolor, eso sí. El rostro contrariado de la madre, de una tristeza inmensa, reflejado en un plano general al inicio del film, así lo demuestra. La constante mirada perdida de Fausta, también.
La voz de Magaly Solier, la actriz que hace de Fausta, es una voz muy dulce, cálida y afable, una voz que exhibe cierta melancolía, cierta tristeza, y produce una sensación desconcertante, una tristeza muy bella, un sentido muy lastimero de la feminidad y la identidad, pero que, sin embargo, funciona como un recordatorio de su presencia en el mundo, una presencia que va creciendo conforme Fausta se desapega del fantasma de su madre y se vuelve adulta. La voz de Fausta recorre los pasillos de la casona enorme en la que sirve como trabajadora doméstica, y acaricia, como el viento que ulula, las paredes de su pequeña casa en la periferia. Su voz, como la de su madre, a veces se filma sin ver a quien canta, se distancia la voz del cuerpo. En una toma del cuerpo de la madre, embalsamado y cubierto por telas, se escucha su voz y su canto, la presencia musical de su alma o los rastros de su tristeza.
La voz de Fausta será importante conforme avanza la película. El conflicto principal (en una película en el que el guion a veces parece una excusa para narrar viñetas de los personajes) se centra en la relación entre Fausta y su nueva patrona, Aida, una mujer de la alta sociedad, que habita sola una gran casa junto a un mercado mayorista. Aida es cantante y pianista. La música parece unirles, pero, mientras que el canto de Fausta es íntimo y emotivo, el de Aída es público y caótico: en una escena, Fausta ve en el patio de la casa los rastros de un piano que ha sido lanzado desde el piso de arriba, la reacción neurótica de Aída ante las presiones de la música. Aída tiene un concierto pronto, pero parece haber perdido toda inspiración. La voz de Fausta, que ella ha oído sin querer, parece acercarle de nuevo a la música.
Surge un acuerdo entre Aída y Fausta: la primera le dará una perla por cada canción que ella cante, y si tiene todas las perlas se quedará con el collar. El collar, símbolo de feminidad para Aída, es la posibilidad de Fausta de velar a su madre, dado que probablemente lo venderá para pagar los arreglos funerarios y el transporte. De esa manera, se genera una relación transaccional, en la que el canto se torna una mercancía, la voz se vuelve la moneda de cambio en la vinculación entre ambas. La voz recibe un precio de cambio, y este precio es establecido arbitrariamente por Aída, sin que Fausta pueda exigir algo propio. Es curioso que la música de Fausta, que para ella ha sido su punto de alivio y resistencia, se torne en mercancía. De pronto, la música estará subordinada ante lo que dice su patrona.
Cuando la música es sometida al intercambio, se transforma y se controla. Las canciones que Fausta cantaba de forma privada ahora se cantan de forma pública. Las canciones en quechua ahora se cantan en español. La lista de canciones y su contenido ahora son dictados por Aída. Fausta es alienada de su música, separada de su voz, una es mercancía y la otra es solo la portadora de esta mercancía; producto y sujeto son forzosamente separados. La voz de Fausta se vuelve recordatorio de las relaciones de subordinación entre mujeres, entre clase, entre identidades étnicas. Algo más ha sido despojado de ella y tomado de golpe.
La voz en la película es una forma de resistencia, y la otra, como mencionamos antes, es la papa introducida en su vagina. Notemos que, tanto la voz como la vagina se vinculan con fluidos: la sangre, la saliva, los fluidos vaginales. Los fluidos transmiten la violencia, la afianzan, pero, a la vez, son una amenaza a los otros, lo que implica, entonces, la posibilidad de defenderse. En una escena, la patrona de Fausta sostiene un taladro eléctrico, una referencia fálica, a la penetración, que suscita que ella se aleje y vomite por lo que hace. “A los hombres les da asco”, reconoce Fausta, quien parece confesar que porta la papa no solo para evitar la proliferación de la teta asustada, sino también para evitar la presencia de la figura masculina. La película retoma discusiones sobre la violencia sexual y los efectos en los cuerpos, en la carne, en la expresión física ante los otros y sí misma. Queda preguntarse, en este caso, si es que Fausta triunfa en su intento por protegerse.
La voz de Fausta, a pesar de estas amenazas, sigue presente para el clímax del filme. La mirada de Claudia Llosa, con sus amplios planos generales y una cámara distante, como de documental, tiene el riesgo de objetivar a su personaje principal, volverla un actor exótico, distante a los cánones hegemónicos. Es una crítica válida, pero con cierto límite: es cierto que, a su vez, Llosa le dota a sus personajes de una voz sin tapujos, expresada en las canciones, y confía en la voz de su protagonista, que toma la presencia del film de forma constante, sobre todo en el cierre. Fausta ve ciertos sueños frustrados, pero otros alcanzados, o en proceso, y su voz, como testimonio vívido y estético ante la violencia, se hace pública. Fausta le canta al mar, al que vemos por primera vez en el film, y la cámara se aleja lentamente, plano general, Fausta y el mar, ella adulta, y la voz, siempre su voz.